Inferno

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Capítulo 56

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«Busca y hallarás».

De pie junto a la fuente bautismal, Langdon contempló la máscara mortuoria de color amarillo pálido cuyo arrugado semblante miraba de manera inexpresiva hacia arriba. La nariz aguileña y la barbilla protuberante eran inconfundibles.

«Dante Alighieri».

El rostro sin vida ya era de por sí suficientemente inquietante, pero algo en su posición en la fuente le confería un aire casi sobrenatural. Por un momento, Langdon dudó de lo que veían sus ojos.

«Está… ¿flotando?».

Se inclinó y observó con atención el interior de la fuente. Tenía varios metros de profundidad —era más un pozo vertical que una pila poco profunda—, y sus paredes descendían hasta un depósito hexagonal que estaba lleno de agua. La máscara parecía estar suspendida como por arte de magia encima de la superficie del agua.

Tardó un momento en darse cuenta de qué provocaba esa ilusión. La fuente tenía un tronco central que se elevaba verticalmente hasta una especie de bandeja pequeña y metálica que quedaba justo encima del agua. Parecía una especie de surtidor decorativo, quizá un lugar donde apoyar el trasero del bebé. En cualquier caso, servía de pedestal para la máscara, que permanecía así elevada y a salvo del agua.

Langdon y Sienna contemplaron en silencio el anguloso rostro de Dante, que seguía dentro de la bolsa de plástico transparente como si hubiera perecido asfixiado. Por un momento, la imagen de una cara mirándole desde una fuente cubierta de agua le recordó a Langdon su propia experiencia de niño, atrapado en el fondo de un pozo y mirando hacia arriba desesperado.

Tras alejar ese pensamiento, estiró los brazos y, con mucho cuidado, tomó la máscara por donde habrían estado las orejas. Aunque la cara era pequeña para los estándares modernos, el antiguo yeso era más pesado de lo que esperaba. Poco a poco, sacó la máscara de la fuente y la sostuvo en alto para que tanto él como Sienna pudieran examinarla.

Incluso a través de la bolsa de plástico, la máscara parecía increíblemente realista. El yeso había capturado cada arruga y cada marca del rostro del poeta. A excepción de una vieja grieta que había en el centro, estaba en perfectas condiciones.

—Dale la vuelta —susurró Sienna—. Veamos el dorso.

Langdon ya lo estaba haciendo. La grabación de las cámaras de seguridad del Palazzo Vecchio había mostrado claramente que él e Ignazio habían descubierto algo en la parte posterior; algo de un interés tal que los dos hombres habían decidido llevarse el objeto del palacio.

Con cuidado de que no se le cayera el frágil yeso, Langdon le dio la vuelta a la máscara y la dejó boca abajo sobre su palma derecha para poder examinar el dorso. A diferencia de la parte frontal, gastada y con textura, el interior era liso y suave. Como la máscara no era para ser llevada, su dorso había sido recubierto de yeso para darle más solidez. El resultado era una superficie cóncava y sin rasgos, como un plato sopero poco hondo.

Langdon no sabía qué esperaba encontrar en la máscara, pero desde luego no era eso.

Nada.

Nada de nada.

Solo una superficie lisa y vacía.

Sienna parecía igualmente confusa.

—Es yeso blanco —susurró—. Entonces, ¿qué vieron Ignazio y tú anoche?

«No tengo ni idea», pensó Langdon, y tensó el plástico de la bolsa sobre la superficie de la máscara para verla mejor. «¡Aquí no hay nada!». Con creciente preocupación, Langdon colocó entonces la máscara bajo un haz de luz y la estudió con atención. Mientras le daba la vuelta, creyó ver por un instante una leve decoloración en el dorso, bastante cerca de la parte superior; una línea de marcas que recorrían horizontalmente el interior de la frente de Dante.

«¿Una mancha natural? O quizá… otra cosa». Se dio la vuelta y señaló un panel de mármol con bisagras que había en el muro.

—Mira si ahí dentro hay paños —le dijo a Sienna.

Sienna se mostró escéptica, pero obedeció. La discreta alacena contenía tres objetos: una válvula para controlar el nivel del agua de la fuente, un interruptor para controlar la luz que la iluminaba y… una pila de paños de lino.

Sienna miró a Langdon sorprendida, pero él había visitado suficientes iglesias alrededor del mundo para saber que, cerca de una fuente bautismal, los sacerdotes casi siempre contaban con acceso rápido a pañales de emergencia: la imprevisibilidad de la vejiga de los niños es un riesgo universal en los bautizos.

—Fantástico —dijo al verlos—. ¿Puedes sostener un momento la máscara? —Con mucho cuidado la dejó en las manos de Sienna y se puso manos a la obra.

En primer lugar, tomó la tapa hexagonal y volvió a colocarla sobre la fuente para dejar la pequeña mesa con aspecto de altar tal y como estaba cuando habían llegado. Luego, accionó el interruptor de la luz de la fuente para iluminar la zona bautismal y la fuente cubierta.

Sienna dejó la máscara encima mientras Langdon tomaba más paños y los utilizaba como guantes de cocina para sacar la máscara de la bolsa de plástico sin tocarla directamente con las manos. Momentos después, la máscara descansaba ya sin funda y desnuda bajo la brillante luz como si se tratara de la cabeza de un paciente anestesiado en una mesa de operaciones.

Iluminada, la textura de la máscara parecía todavía más inquietante; el yeso descolorido acentuaba los pliegues y las arrugas de la edad. Langdon no perdió más tiempo y utilizó sus guantes improvisados para darle la vuelta y dejarla boca abajo.

El dorso de la máscara parecía menos envejecido que la parte frontal; estaba limpio y blanco en vez de sucio y amarillo.

Sienna ladeó la cabeza, desconcertada.

—¿Este lado no te parece más nuevo?

Efectivamente, la diferencia de color era más marcada de lo que Langdon habría imaginado, pero sin duda un lado era igual de antiguo que el otro.

—Envejecimiento desigual —dijo—. El dorso está protegido por la vitrina, de modo que no ha sufrido los efectos de la luz del sol —Langdon tomó nota mental de doblar el factor de su protector solar.

—Un momento —dijo Sienna, inclinándose sobre la máscara—. ¡Mira! ¡En la frente! ¡Eso debe de ser lo que vieron!

Los ojos de Langdon distinguieron entonces la misma decoloración que había visto antes a través del plástico, una leve línea de marcas que recorría en horizontal el interior de la frente de Dante. Ahora, sin embargo, bajo la luz directa, podía advertir claramente que estas marcas no eran una mancha natural sino que estaban hechas por alguien.

—Es… texto —susurró Sienna, con un nudo en la garganta—, pero…

Langdon estudió la inscripción del yeso. Era una única hilera de palabras, escrita a mano con una florida letra de color amarillo pardusco.

—¿Eso es todo lo que dice? —dijo Sienna. Parecía casi indignada.

Langdon apenas la oyó. «¿Quién ha escrito esto? —se preguntó—. ¿Alguien de la época de Dante?». Parecía improbable. En ese caso, algún historiador del arte lo habría descubierto durante una limpieza o restauración rutinaria y el texto habría pasado a formar parte de la tradición de la máscara. Langdon, sin embargo, nunca había oído hablar de ello.

Un origen mucho más probable le vino a la cabeza.

«Bertrand Zobrist».

Era el propietario de la máscara y, por tanto, podía haber solicitado acceso privado en cualquier momento. Así, podría haber escrito el texto en el dorso de la máscara recientemente y luego haberla devuelto a la vitrina sin que nadie se enterara. «El propietario de la máscara —les había dicho Marta— ni siquiera permite que nuestro personal abra la vitrina si él no está presente».

Langdon le explicó rápidamente su teoría a Sienna.

Ella pareció aceptar su lógica y, sin embargo, estaba claro que esa perspectiva la inquietaba.

—No tiene sentido —dijo con desasosiego—. Si Zobrist escribió algo en el dorso de la máscara y se tomó la molestia de crear ese pequeño proyector que indicaba su localización… ¿por qué no escribió algo más significativo? ¡Es absurdo! ¿Llevamos todo el día buscando la máscara y esto es lo único que encontramos?

Langdon volvió a centrar su atención en el dorso. El mensaje manuscrito era muy breve, de solo siete letras, y, efectivamente, no parecía tener un propósito claro.

«Entiendo la frustración de Sienna».

Él, sin embargo, comenzó a sentir la excitación de una inminente revelación, pues había caído en la cuenta de que esas siete letras le indicarían todo lo que necesitaba saber sobre lo que él y Sienna debían hacer a continuación.

Es más, había detectado un leve olor, una fragancia familiar que explicaba por qué el yeso de la parte posterior era mucho más blanco que el de la frontal y la diferencia no tenía nada que ver con el envejecimiento o la luz del sol.

—No lo entiendo —dijo Sienna—. Todas las letras son iguales.

Langdon asintió con calma mientras seguía estudiando la línea de texto: siete letras idénticas cuidadosamente escritas a mano a lo largo de la frente de Dante.

PPPPPPP

—Siete pes —dijo Sienna—. ¿Qué se supone que debemos hacer con esto?

Langdon sonrió y levantó la mirada hacia ella.

—Sugiero que hagamos exactamente lo que este mensaje nos dice que hagamos.

Sienna se lo quedó mirando.

—Siete pes son… ¿un mensaje?

—Lo son —dijo Langdon con una amplia sonrisa—. Y si has estudiado a Dante, uno muy claro.

Fuera del Baptisterio de San Juan, el hombre de la corbata se limpió los dedos con un pañuelo y luego se lo pasó suavemente por las pústulas del cuello. Intentó ignorar el picor que sentía en los ojos y posó la mirada sobre su destino.

La entrada de visitantes.

En la puerta, un cansado guía ataviado con un blazer fumaba un cigarrillo y redirigía a los turistas que al parecer no podían descifrar el horario del edificio, escrito en el sistema horario de veinticuatro horas:

APERTURA 13.00-17.00.

El hombre del sarpullido consultó la hora. Eran las 10.02. El baptisterio todavía estaría cerrado unas pocas horas más. Se quedó mirando un momento al guía y finalmente tomó una decisión. Se quitó el pendiente de oro de la oreja y se lo guardó en el bolsillo. Luego tomó su billetera y comprobó el contenido. Además de varias tarjetas de crédito y un fajo de euros, llevaba más de tres mil dólares en efectivo.

Afortunadamente, la avaricia era un pecado internacional.

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