Inferno

Inferno


Capítulo 58

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—¿«Poseídos»? —preguntó Sienna—. No lo entiendo.

«Yo tampoco estoy seguro de hacerlo». Langdon estudió el texto que había aparecido debajo de las siete pes: una única palabra decoraba el interior de la frente de Dante.

poseídos

—¿Se refiere a «poseídos por el diablo»? —preguntó Sienna.

«Posiblemente». Langdon se volvió hacia el mosaico de Satán engullendo infelices que no habían llegado a purgar sus pecados. «Dante… ¿poseído?». No parecía tener mucho sentido.

—Tiene que haber algo más —aseguró Sienna, y tomó la máscara de las manos de Langdon para estudiarla atentamente. Un momento después, asintió—. Sí, fíjate en el principio y en el final de la palabra…, hay más texto a cada lado.

Langdon volvió a mirar y vio la leve sombra de texto adicional que se adivinaba a través del gesso húmedo en cada extremo de la palabra «poseídos».

Con impaciencia, Sienna tomó el paño y frotó un poco más la superficie hasta que apareció más texto escrito en una línea ligeramente curva.

Oh, vosotros, poseídos de sano entendimiento

Langdon soltó un leve silbido.

—«Oh, vosotros, poseídos de sano entendimiento… descubrid la doctrina que se oculta… bajo el velo de tan extraños versos».

Sienna se lo quedó mirando.

—¿Cómo dices?

—Es de una de las estrofas más famosas de Inferno —dijo Langdon con excitación—. En ella, Dante anima a sus lectores más inteligentes a buscar la sabiduría que se oculta bajo sus crípticos versos.

Langdon solía citar ese verso cuando daba clases de simbología literaria. Era el mejor ejemplo posible de un autor agitando los brazos y gritando: «¡Hey, lectores, esto tiene un doble sentido metafórico!».

Sienna siguió frotando el dorso de la máscara, ahora con más ahínco.

—¡Cuidado! —le advirtió Langdon.

—Tienes razón —admitió ella, afanándose en eliminar todo el gesso—. Aquí está el resto de la estrofa, tal y como la acabas de recitar. —Se detuvo un momento para volver a sumergir el paño en la fuente y enjuagarlo.

Langdon observó con pesar cómo el agua de la fuente bautismal se enturbiaba con gesso disuelto. «Nuestras disculpas a san Juan», pensó, lamentando que la fuente sagrada estuviera siendo utilizada como fregadero.

Sienna sacó el paño del agua y apenas lo escurrió antes de volver a aplicarlo en el centro de la máscara y comenzar a frotar como si estuviera limpiando un plato de sopa.

—¡Sienna! —la reprendió Langdon—. Es una pieza antigua que…

—¡Toda la parte posterior tiene texto! —anunció ella, mientras seguía restregando el dorso de la máscara—. Y está escrito en… —Se detuvo un momento y ladeó la cabeza hacia la izquierda y la máscara a la derecha, como si intentara leer de lado.

—¿Escrito en qué? —preguntó Langdon, que no lo veía.

Sienna terminó de limpiar la máscara y la secó con un paño limpio. Luego la dejó delante de ambos para poder estudiar el resultado.

Cuando Langdon vio el interior de la máscara se quedó estupefacto. Toda la superficie cóncava estaba cubierta de texto. Había como mínimo cien palabras. Comenzaba en la parte superior con el verso «Oh, vosotros, poseídos de sano entendimiento…», y luego el texto continuaba en una única línea ininterrumpida que recorría el borde derecho de la máscara hasta llegar a la parte inferior. Ahí volvía a subir por el borde izquierdo y llegaba de nuevo al principio, donde repetía el mismo patrón, pero esa vez formando un círculo menor.

La trayectoria que seguía el texto recordaba al sendero en espiral que ascendía por el monte Purgatorio hasta llegar al paraíso. El simbólogo en Langdon identificó al instante la precisa forma. «Espiral de Arquímedes». También había advertido el número de vueltas completas que daba el texto desde la primera palabra, «Oh», hasta llegar al punto final.

«Nueve».

Casi sin aliento, Langdon comenzó a girar lentamente la máscara para poder leer el texto que se introducía en espiral hasta el mismo centro de la concavidad.

—La primera estrofa es Dante, casi al pie de la letra —dijo Langdon—. «Oh, vosotros, poseídos de sano entendimiento… descubrid la doctrina que se oculta… bajo el velo de tan extraños versos».

—¿Y el resto? —preguntó Sienna.

Langdon negó con la cabeza.

—No lo creo. Está escrito siguiendo un patrón similar, pero no lo reconozco. Parece alguien imitando el estilo de Dante.

—Zobrist —susurró Sienna—. Tiene que ser él.

Langdon asintió. Era una suposición ciertamente plausible. Al fin y al cabo, al alterar el Mappa dell’Inferno de Botticelli, Zobrist ya había mostrado su propensión a aprovecharse de los maestros y modificar grandes obras de arte para ajustarlas a sus necesidades.

—El resto del texto es muy extraño —dijo Langdon, rotando de nuevo la máscara para seguir leyendo—. Habla de cortar cabezas de caballo…, arrancar huesos de los ciegos… —Saltó al verso final, que formaba un pequeño círculo en el centro de la máscara, y dejó escapar un grito—. También menciona «aguas teñidas de rojo sangre».

Sienna arqueó las cejas.

—¿Como en tus visiones de la mujer del cabello plateado?

Langdon asintió, desconcertado por el texto. «¿Las aguas teñidas de rojo sangre de la laguna que no refleja las estrellas?».

—Mira —susurró ella, que lo estaba leyendo por encima del hombro de Langdon, y señaló una palabra de la espiral—. Una localización específica.

Los ojos de Langdon encontraron la palabra, que se había saltado al leer el texto por primera vez. Era el nombre de una de las ciudades más espectaculares y singulares del mundo. No pudo evitar sentir un escalofrío al recordar que también era la ciudad en la que Dante Alighieri se había contagiado de la enfermedad debido a la cual murió.

«Venecia».

Langdon y Sienna estudiaron los crípticos versos en silencio durante un momento. Era un poema perturbador y macabro. Y difícil de descifrar. El uso de palabras como «dux» y «laguna» confirmó a Langdon más allá de toda duda que efectivamente el poema se refería a Venecia; una ciudad única formada por cientos de islas interconectadas en una gran laguna y que durante siglos había sido dirigida por un gobernante que recibía el nombre de dux.

A simple vista, Langdon no supo ver qué lugar exacto de Venecia señalaba el poema, pero sin duda sus versos parecían urgir al lector a seguir sus indicaciones.

«Pegad la oreja al suelo… para oír el rumor del agua…».

—Señala un lugar bajo tierra —dijo Sienna, leyendo el poema con él.

Langdon asintió y pasó al siguiente verso.

«Adentraos en el palacio sumergido… pues aquí, en la oscuridad, el monstruo ctónico aguarda».

—¿Robert? —dijo Sienna, inquieta— ¿a qué tipo de monstruo se refiere?

—Ctónico significa algo así como «el que mora bajo tierra» —respondió Langdon.

Antes de que pudieran continuar, el ruido metálico de un cerrojo resonó de repente en el baptisterio. Al parecer, acababan de abrir la entrada de turistas.

Grazie mille —dijo el hombre con el sarpullido en el rostro.

El guía del baptisterio asintió nerviosamente mientras se metía en el bolsillo los quinientos dólares en efectivo y miraba a su alrededor para asegurarse de que nadie lo veía.

Cinque minuti —le recordó el guía, abriendo con discreción la puerta para que el hombre pudiera pasar. Luego la volvió a cerrar, atrapándolo dentro, bloqueando todo ruido exterior. «Cinco minutos».

Al principio, el guía se había negado a apiadarse del hombre que aseguraba haber venido desde Estados Unidos para rezar en el Baptisterio de San Juan con la esperanza de que este le curara su terrible enfermedad cutánea. Finalmente, sin embargo, se había mostrado comprensivo. Sin duda, a ello había contribuido la oferta de quinientos dólares por dejarle estar cinco minutos dentro a solas, además del creciente miedo ante la perspectiva de que esa persona con una enfermedad de aspecto contagioso estuviera a su lado durante las tres horas que faltaban hasta que el edificio abriera.

Ahora, mientras avanzaba con sigilo por el santuario octogonal, el hombre notó que algo en el techo atraía su mirada. «Dios mío». No se parecía a nada que hubiera visto hasta entonces: un demonio de tres cabezas lo miraba directamente. Acongojado, él bajó la mirada hacia el suelo.

El lugar parecía estar desierto.

«¿Dónde se habrán metido?».

Mientras inspeccionaba el espacio, sus ojos se posaron en el altar principal. Era un enorme bloque rectangular de mármol situado frente a un nicho y con un cordón de seguridad alrededor para evitar que los visitantes se acercaran demasiado.

El altar parecía ser el único escondite de toda la sala. Además, uno de los cordones se balanceaba ligeramente…, como si acabaran de moverlo.

Langdon y Sienna permanecían agazapados en silencio detrás del altar. Apenas habían tenido tiempo de recoger los paños sucios y colocar bien la cubierta de la fuente antes de esconderse con la máscara mortuoria en las manos. Su plan era permanecer allí hasta que la sala estuviera llena de turistas y luego salir discretamente entre el gentío.

Sin duda, la puerta norte del baptisterio se había abierto durante un momento, pues, además del cerrojo, Langdon había podido oír el ruido de la piazza. Luego, igual de abruptamente, la cerraron y todo había vuelto a quedar en silencio.

Podía oír el ruido que hacían los pasos de un hombre en el suelo de piedra.

«¿Un guía inspeccionando la sala antes de abrirla a los turistas?».

No había tenido tiempo de apagar la luz que iluminaba la fuente bautismal y se preguntó si el guía se daría cuenta. «Al parecer, no». Los pasos avanzaban rápidamente en su dirección. Se detuvieron junto al altar, justo enfrente del cordón por encima del cual él y Sienna habían pasado.

Hubo un largo silencio.

—Soy yo, Robert —dijo una voz enojada—. Sé que estás ahí detrás. Sal y explícame qué demonios estás haciendo.

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