Inferno

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Capítulo 61

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«¿Langdon se dirige a Ginebra?».

Todavía mareada por las drogas que le habían inyectado, la doctora Elizabeth Sinskey se balanceaba de un lado a otro en el asiento trasero de la furgoneta, que ahora dejaba atrás Florencia en dirección a un aeropuerto privado que había al oeste de la ciudad.

«Eso no tiene sentido», pensó.

La única conexión relevante con Ginebra era que se trataba de la sede de las oficinas centrales de la OMS. «¿Me va a buscar a mí?». No tenía ningún sentido, pues Langdon sabía que ella estaba en Florencia.

De repente se le ocurrió otra cosa.

«Oh, Dios mío… ¿Zobrist piensa atacar Ginebra?».

Zobrist era un hombre con una gran tendencia al simbolismo y, teniendo en cuenta la batalla que ambos habían estado librando durante el último año, que la «zona cero» fuera la sede central de la Organización Mundial de la Salud era una posibilidad bastante plausible, al fin y al cabo. Por otro lado, si lo que Zobrist estaba buscando era un lugar receptivo para iniciar una plaga, Ginebra no era una buena elección. Comparada con otras metrópolis, se trataba de una ciudad geográficamente aislada y, en esa época del año, más bien fría. La mayoría de las plagas arraigaban mejor en entornos sobrepoblados y cálidos. Ginebra se encontraba a más de trescientos metros por encima del nivel del mar. No era el lugar idóneo para comenzar una pandemia. «Por mucho que Zobrist me odie».

De modo que, ¿por qué querría Langdon dirigirse allí? El extraño destino del profesor era otra extravagancia más en una lista creciente de actos inexplicables que habían comenzado la noche anterior. A pesar de sus esfuerzos, a Sinskey le costaba cada vez más encontrarles una explicación racional.

«¿De qué lado está?».

Era cierto que Sinskey lo conocía desde hacía solo unos pocos días, pero solía juzgar bien a las personas, y se negaba a creer que a un hombre como Robert Langdon le pudieran seducir con dinero. «Y, sin embargo, anoche rompió todo contacto con nosotros». Ahora parecía ir de un lado a otro como si fuera por su cuenta. «¿Acaso lo han persuadido de que los actos de Zobrist tienen algún sentido, por retorcido que sea?».

La idea le provocó un escalofrío.

«No —se dijo—. Conozco muy bien su reputación; es mejor que eso».

Sinskey había conocido a Robert Langdon dos noches atrás, en la remodelada cabina del avión de transporte C-130 reconvertido que servía a la Organización Mundial de la Salud de centro móvil de coordinación.

Acababan de dar las siete cuando el avión aterrizó en Hanscom Field, a unos veinticinco kilómetros de Cambridge, Massachusetts. Sinskey no sabía qué esperar del profesor al que había contactado por teléfono, pero se sintió gratamente sorprendida cuando lo vio aparecer por la pasarela de la parte trasera del avión y la saludó con una despreocupada sonrisa.

—¿La doctora Sinskey? —Langdon le dio un firme apretón de manos.

—Es un honor conocerlo, profesor.

—El honor es mío. Gracias por todo lo que hace.

Langdon era un hombre alto, de buena apariencia y con voz profunda. La ropa que llevaba (chaqueta de tweed, pantalones de pinzas y mocasines) debía de ser su atuendo para dar clase, supuso Sinskey, lo cual era razonable si se tenía en cuenta que lo habían sacado del campus sin advertencia previa. También parecía más joven y en forma de lo que había imaginado, lo cual no hizo sino recordarle a Elizabeth su propia edad. «Casi podría ser su madre».

Sonrió. Parecía cansada.

—Gracias por venir, profesor.

Langdon señaló al hombre de rostro serio que Sinskey había enviado a recogerlo.

—Su amigo no me ha dado muchas opciones.

—Para eso le pago.

—Bonito amuleto —dijo Langdon al ver su collar—. ¿Lapislázuli?

Sinskey asintió y bajó la mirada hasta su amuleto azul, donde se podía ver una serpiente enroscada alrededor de una barra vertical.

—El símbolo moderno de la medicina. Como ya debe de saber, se llama caduceo.

Langdon levantó la mirada, como si hubiera algo que quisiera decir.

Ella esperó. «¿Sí?».

Pensándoselo mejor, se limitó a sonreír educadamente y cambió de tema.

—Bueno, dígame, ¿por qué estoy aquí?

Elizabeth señaló una improvisada zona de reuniones alrededor de una mesa de acero.

—Por favor, siéntese. Quiero enseñarle algo.

Langdon se dirigió a la mesa, y Elizabeth advirtió que, a pesar de parecer intrigado ante la perspectiva de un encuentro secreto, no se le veía inquieto. «He aquí un hombre seguro de sí mismo». Se preguntó si se mostraría tan relajado cuando supiera por qué le habían llamado.

Se sentaron y, sin más preámbulo, Elizabeth le mostró el objeto que ella y su equipo habían confiscado en la caja de seguridad de un banco de Florencia hacía menos de doce horas.

Langdon estudió detenidamente el pequeño cilindro tallado durante unos minutos y luego le ofreció a Elizabeth una rápida sinopsis de lo que ella ya sabía. Se trataba de un antiguo sello que se usaba para imprimir. En él había una espeluznante imagen de un Satán de tres cabezas y una única palabra: «Saligia».

—Saligia —dijo Langdon—, es un truco mnemotécnico en latín para…

—Los siete pecados capitales —dijo Elizabeth—. Sí, lo hemos mirado.

—Muy bien… —Langdon parecía desconcertado—. ¿Hay alguna razón especial por la que quería que viera esto?

—La verdad es que sí. —Sinskey volvió a tomar el cilindro y comenzó a sacudirlo con violencia. La bola de agitación repiqueteó ruidosamente.

Langdon se sintió algo desconcertado, pero antes de que pudiera preguntarle a la doctora qué estaba haciendo, un extremo del cilindro comenzó a relucir, y ella lo apuntó a una zona lisa del material aislante que había en la pared del avión.

Langdon soltó un silbido y se acercó a la imagen proyectada.

—El Mapa del infierno de Botticelli —anunció—. Basado en el Inferno de Dante. Aunque imagino que eso ya lo sabe.

Elizabeth asintió. Ella y su equipo habían usado internet para identificar el cuadro. Le había sorprendido descubrir que era de Botticelli, un pintor conocido por los mundos luminosos e idealizados de obras maestras como El nacimiento de Venus y Primavera. A Sinskey le encantaban ambos cuadros, a pesar de que representaban la fertilidad y la creación de vida, lo cual no hacía sino recordarle su trágica incapacidad para concebir; el único lamento significativo en una vida por lo demás muy productiva.

—Esperaba —dijo Sinskey— que me pudiera hablar del simbolismo que se oculta en este cuadro.

Langdon no pudo evitar sentirse algo irritado.

—¿Por eso me ha llamado? Creía que se trataba de una emergencia.

—Por favor.

Langdon suspiró hondo, cargándose de paciencia.

—Doctora Sinskey, en general, si uno quiere saber algo sobre un cuadro específico, lo mejor es que contacte con el museo en el que se conserva el original. En este caso, se trata de la Biblioteca Apostólica del Vaticano, donde hay una gran cantidad de soberbios iconógrafos que…

—El Vaticano me odia.

Langdon la miró sorprendido.

—¿A usted también? Creía que era el único.

Ella sonrió con tristeza.

—La OMS opina que el acceso generalizado a los métodos anticonceptivos es una de las claves de la salud mundial, tanto para combatir enfermedades de transmisión sexual, como el caso del Sida, como para el control de la población.

—Y el Vaticano no está de acuerdo.

—Así es. Gastan enormes cantidades de energía y dinero en adoctrinar a países del tercer mundo sobre las maldades de la contracepción.

—Claro —dijo Langdon con una sonrisa de complicidad—. ¿Quién mejor que un grupo de octogenarios célibes puede decirle al mundo cómo debe practicar sexo?

A Sinskey cada vez le caía mejor el profesor.

Volvió a agitar el cilindro para recargarlo y proyectó la imagen en la pared.

—Profesor, examine la imagen atentamente.

Langdon se acercó y la estudió de cerca. En un momento dado se detuvo de golpe.

—Es extraño. Ha sido alterada.

«Ha tardado poco».

—Efectivamente, y lo que quiero que me diga es qué significan esas alteraciones.

Langdon examinó toda la imagen en silencio, deteniéndose al ver las diez letras que formaban la palabra «catrovacer»… La máscara de la peste… Y la extraña cita en el borde sobre «los ojos de la muerte».

—¿Quién ha hecho esto? —preguntó Langdon—. ¿De dónde ha salido?

—En realidad, cuanto menos sepa, mejor. Lo que esperaba era que fuera capaz de analizar estas alteraciones y pudiera decirnos qué significan. —Señaló un escritorio que había en un rincón.

—¿Aquí? ¿Ahora?

Ella asintió.

—Soy consciente de que supone un abuso, pero no se puede imaginar lo importante que es para nosotros. —Se quedó un momento callada—. Podría ser un asunto de vida o muerte.

Langdon se la quedó mirando con preocupación.

—Descifrar esto puede que me lleve un buen rato, pero supongo que si es tan importante…

—Gracias —le interrumpió la doctora Sinskey antes de que cambiara de idea—. ¿Hay alguien a quien deba llamar?

Langdon negó con la cabeza y le dijo que había planeado pasar un tranquilo fin de semana a solas.

«Perfecto». Sinskey lo instaló en el escritorio con el proyector, papel, lápiz y un computador portátil con conexión a un satélite seguro. Langdon no entendía muy bien por qué la OMS estaba tan interesada en un cuadro modificado de Botticelli, pero se puso manos a la obra.

La doctora había imaginado que se pasaría horas estudiando la imagen hasta obtener algún resultado, de modo que se puso a hacer trabajo pendiente. De vez en cuando le oía agitar el proyector y anotar cosas en un cuaderno. No habían pasado ni diez minutos cuando el profesor dejó a un lado el lápiz y anunció: «Cerca trova».

Sinskey se volvió hacia él.

—¿Cómo dice?

Cerca trova —repitió—. «Busca y hallarás». Eso es lo que dice el código.

La doctora Sinskey se sentó al lado de Langdon y, fascinada, escuchó su explicación sobre que los niveles del infierno de Dante habían sido desordenados y que, al colocarlos en la secuencia adecuada, formaban la frase italiana «cerca trova».

«¿Busca y hallarás? —se preguntó Sinskey—. ¿Ese es el mensaje que ese lunático me ha dejado?». Parecía un desafío directo. El perturbador recuerdo de las últimas palabras de ese loco durante su encuentro en el Consejo de Relaciones Exteriores volvió a acudir a su mente: «Entonces parece que ha comenzado nuestro baile».

—Está pálida —dijo Langdon, mirándola—. ¿No es este el mensaje que esperaba?

Sinskey se recompuso y se colocó bien el amuleto del cuello.

—No exactamente. Dígame…, ¿cree usted que este mapa del infierno está sugiriendo que busque algo?

—Sí. Cerca trova.

—¿Y sugiere dónde debo buscar?

Langdon se acarició la barbilla mientras otros empleados de la OMS comenzaban a reunirse a su alrededor, ansiosos por obtener más información.

—No abiertamente…, pero sí se me ocurre en qué lugar debería comenzar.

—Dígamelo —le exigió Sinskey de forma más autoritaria de lo que Langdon habría esperado.

—Bueno, ¿qué le parece Florencia, Italia?

Sinskey apretó los dientes y se esforzó para controlar su reacción. Sus empleados, sin embargo, no hicieron gala de la misma discreción. Todos intercambiaron miradas de alarma. Uno agarró un teléfono e hizo una llamada. Otro corrió hacia la puerta que conducía a la parte delantera del avión.

Langdon no entendía nada.

—¿Es por algo que he dicho?

«Desde luego», pensó Sinskey.

—¿Qué le ha hecho decir Florencia?

Cerca trova —respondió, y le contó el misterio que rodeaba el fresco de Vasari del Palazzo Vecchio.

Sinskey ya había oído suficiente. «A Florencia, pues». Obviamente, no podía ser mera coincidencia que su némesis se hubiera suicidado arrojándose al vacío a menos de tres manzanas del Palazzo Vecchio.

—Profesor —dijo—, cuando antes le he enseñado mi amuleto y he dicho que era un caduceo, me ha dado la sensación de que quería decirme algo, pero ha cambiado de idea. ¿Qué iba a decir?

Langdon negó con la cabeza.

—Nada, es una tontería. A veces no puedo evitar que el profesor que hay en mí salga a la luz.

Sinskey se lo quedó mirando directamente a los ojos.

—Se lo pregunto porque necesito saber si puedo confiar en usted. ¿Qué iba a decir?

Langdon tragó saliva y se aclaró la garganta.

—Nada importante. Antes ha dicho que su amuleto era el símbolo antiguo de la medicina, lo cual es correcto. Pero luego lo ha llamado caduceo. Ha cometido un error muy común. El caduceo tiene dos serpientes y unas alas en la parte superior. Su amuleto solo una, y ninguna ala. Su símbolo se llama…

—Vara de Asclepio.

Langdon ladeó la cabeza, sorprendido.

—Sí. Exacto.

—Ya lo sabía. Estaba poniendo a prueba su sinceridad.

—¿Cómo dice?

—Quería saber si me diría la verdad, por incómoda que pudiera ser para mí.

—Parece que he fallado.

—No lo vuelva a hacer. La honestidad total es la única forma en que usted y yo podremos trabajar juntos en esto.

—¿Trabajar juntos? ¿No hemos terminado?

—No, profesor, no hemos terminado. Necesito que venga a Florencia para ayudarme a encontrar algo.

Langdon se la quedó mirando con incredulidad.

—¿Esta noche?

—Eso me temo. Todavía tengo que explicarle cuán crítica es la naturaleza de esta situación.

Langdon negó con la cabeza.

—No importa lo que me diga. No quiero ir a Florencia.

—Yo tampoco —dijo Elizabeth sombríamente—, pero el tiempo se está agotando.

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