Inferno

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Capítulo 62

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El sol de mediodía resplandecía en el lustroso tejado del tren de alta velocidad italiano, el Frecciargento, que se dirigía hacia el norte recorriendo un grácil arco a través de la campiña toscana. A pesar de alejarse de Florencia a 280 kilómetros por hora, el «flecha de plata» prácticamente no hacía ningún ruido. El leve traqueteo y el suave balanceo tenían un efecto casi relajante en los viajeros.

Para Robert Langdon, la última hora había resultado muy confusa.

Ahora, a bordo del tren de alta velocidad, Langdon, Sienna y el doctor Ferris iban sentados en uno de los salottini del tren; una pequeña cabina privada de clase ejecutiva con cuatro asientos de piel y una mesa plegable. Ferris la había reservado con su tarjeta de crédito. Y con ella también había pagado el surtido de bocadillos y el agua mineral que Langdon y Sienna habían consumido con gran voracidad tras asearse un poco en el baño contiguo a su cabina privada.

En cuanto los tres se hubieron acomodado para el viaje de dos horas a Venecia, el doctor Ferris posó sus ojos sobre la máscara mortuoria de Dante, que descansaba sobre la mesa que había entre ellos en su bolsa de plástico transparente.

—Tenemos que averiguar a qué lugar de Venecia nos conduce esta máscara.

—Y rápido —añadió Sienna. La urgencia era perceptible en su tono de voz—. Probablemente, es nuestra única esperanza de evitar la plaga de Zobrist.

—Un momento —dijo Langdon, colocando una mano sobre la máscara—. El doctor Ferris me ha prometido que, cuando estuviéramos a salvo a bordo del tren, me contaría algunas cosas sobre los últimos días. Hasta el momento, lo único que sé es que la OMS me reclutó en Cambridge para ayudarlos a descifrar la versión que Zobrist había hecho del Mappa. Aparte de eso, no me ha dicho nada más.

El doctor Ferris se removió incómodo en su asiento y comenzó a rascarse otra vez el sarpullido que tenía en la cara y en el cuello.

—Entiendo tu frustración —dijo—. Estoy seguro de que resulta desconcertante no recordar qué te ha pasado, pero hablando en términos médicos… —Miró a Sienna en busca de confirmación y prosiguió—, recomiendo encarecidamente que no malgastes energía intentando averiguar detalles que no puedes recordar. En los casos de amnesia, es mejor no remover el pasado.

—¡¿No removerlo?! —Langdon sintió que su enojo iba en aumento—. ¡Al diablo con eso! ¡Necesito respuestas! ¡Tu organización me trajo a Italia! ¡Aquí me han disparado y he perdido varios días de mi vida! ¡Quiero saber qué ha pasado!

—Robert —dijo Sienna en un tono de voz suave para intentar tranquilizarlo—. El doctor Ferris tiene razón. No es recomendable exponerse de golpe a una catarata de información. Concéntrate en los detalles que sí recuerdas: la mujer del cabello plateado, «busca y hallarás», los cuerpos retorciéndose del Mappa; esas imágenes acudieron a tu memoria en una serie de fragmentos totalmente desordenados e incontrolables que te dejaron casi incapacitado. Si el doctor Ferris comienza a contarte lo sucedido los últimos días, sin duda desencadenará con ello otros recuerdos y podrías volver a sufrir alucinaciones. La amnesia retrógrada es una condición muy seria. Sacar a la luz recuerdos olvidados puede resultar extremadamente perjudicial para la psiquis.

Langdon no había pensado en eso.

—Imagino que debes de sentirte muy desorientado —añadió Ferris—, pero de momento necesitamos que tu psiquis esté intacta para poder seguir adelante. Es imperativo que averigüemos qué nos intenta decir esta máscara.

Sienna asintió.

Los médicos, advirtió Langdon en silencio, parecían estar de acuerdo.

Intentó sobreponerse a esa sensación de incertidumbre. Era muy extraño encontrarse con un absoluto desconocido y descubrir que en realidad lo conocía desde hacía varios días. «Aunque también es cierto —pensó— que hay algo en sus ojos que me resulta vagamente familiar».

—Robert —dijo el doctor Ferris en tono comprensivo—, me doy cuenta de que todavía no confías en mí, pero eso es comprensible, teniendo en cuenta todo por lo que has pasado. Entre los efectos secundarios de la amnesia se encuentran la leve paranoia y la desconfianza.

«Eso tiene sentido —pensó Langdon—, teniendo en cuenta que ni siquiera puedo confiar en mi mente».

—Hablando de paranoia —bromeó Sienna, para animar un poco la cosa—. Al ver tu sarpullido, Robert creyó que habías contraído la Peste Negra.

Los hinchados ojos de Ferris se abrieron como platos y soltó una sonora carcajada.

—¿Este sarpullido? Créeme, Robert, si tuviera la Peste Negra no la estaría tratando con un antihistamínico comprado sin receta médica. —Sacó un pequeño tubo medio vacío de su bolsillo y se lo lanzó a Langdon. Efectivamente, era una crema para aliviar el picor de las reacciones alérgicas.

—Lo siento —dijo Langdon, sintiéndose algo tonto—. Ha sido un día muy largo.

—No pasa nada.

Langdon se volteó hacia la ventana y observó cómo las tonalidades cambiantes de la campiña italiana formaban un pacífico collage. Los viñedos y las granjas habían comenzado a escasear en el momento en que la llanura había dado paso a los montes Apeninos. El tren pronto comenzaría a recorrer la sinuosa cordillera y luego volvería a descender hasta el mar Adriático.

«Voy a Venecia —pensó—. En busca de una plaga».

Ese extraño día estaba dejando a Langdon con la sensación de que avanzaba por un paisaje compuesto por formas difusas sin detalles particulares. Como si fuera un sueño. Ahora bien, las pesadillas solían despertar a la gente… Aunque, irónicamente, Langdon se sentía como si se hubiera despertado en una.

—Te doy una lira si me dices lo que piensas —susurró Sienna a su lado.

Langdon levantó la mirada y sonrió cansinamente.

—No dejo de pensar que me despertaré en casa y descubriré que todo esto no es más que una pesadilla.

Sienna ladeó la cabeza con una expresión juguetona.

—¿No me extrañarías si te despertaras y descubrieras que no soy real?

Langdon no pudo evitar reír.

—Bueno, un poco quizá sí.

Ella le dio unas palmaditas en la rodilla.

—Deje de soñar despierto, profesor, y póngase a trabajar.

A regañadientes, Langdon se volvió hacia el arrugado rostro de Dante Alighieri, que los miraba inexpresivamente desde la mesa. Con cuidado, Langdon tomó la máscara de yeso, le dio la vuelta para ver el cóncavo interior y leyó el primer verso:

Oh, vosotros, poseídos de sano entendimiento…

Langdon no creía encontrarse en esa condición.

Aun así, se puso manos a la obra.

A unos trescientos veinte kilómetros del veloz tren, el Mendacium permanecía anclado en el Adriático. Bajo cubierta, el facilitador Laurence Knowlton oyó que llamaban suavemente al cristal de su cabina. Presionó un botón que había bajo su escritorio para volver transparente el vidrio opaco, y al otro lado apareció una figura menuda y bronceada.

«El comandante».

Parecía apesadumbrado.

Sin decir palabra entró en el cubículo, cerró la puerta con llave y volvió a presionar el interruptor que volvía opaco el cristal. Olía a alcohol.

—El video que nos dejó Zobrist —dijo el comandante.

—¿Sí, señor?

—Quiero verlo. Ahora.

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