Inferno

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Capítulo 65

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El baño del Frecciargento no era más grande que el del avión de una línea comercial. Apenas había espacio para darse la vuelta. El hombre del sarpullido terminó su llamada con el comandante y se guardó el móvil.

«La situación ha cambiado radicalmente», advirtió. De repente, todo estaba del revés y él necesitaba un momento para orientarse.

«Mis amigos son ahora mis enemigos».

El hombre se aflojó la corbata de cachemir y se quedó mirando su purulento rostro en el espejo. Su aspecto era peor de lo que había esperado. Aunque, en realidad, la cara le preocupaba poco comparada con el dolor que sentía en el pecho.

Con mucho cuidado, se desabrochó varios botones de la camisa y se examinó el pecho desnudo en el espejo.

«Dios mío».

La zona ennegrecida había crecido.

El centro del pecho tenía un tono negro azulado. La noche anterior, esa misma zona tenía el tamaño de una pelota de golf, pero había crecido y en ese momento era más bien como una naranja. Al tocarse ligeramente la piel, no pudo evitar hacer una mueca de dolor.

Se apresuró a abrocharse de nuevo la camisa y esperó disponer de la fuerza necesaria para llevar a cabo lo que debía hacer.

«La siguiente hora será decisiva —pensó—. Hay que realizar una delicada serie de maniobras».

Cerró los ojos y, preparándose para lo que vendría, procuró recobrar la compostura. «Mis amigos se han convertido en mis enemigos», volvió a pensar.

Respiró hondo varias veces. Le costaba y le dolía, pero tenía que calmar sus nervios. Sabía que, si quería mantener ocultas sus intenciones, debía permanecer sereno.

«La calma interior es decisiva para una actuación convincente».

Estaba acostumbrado al engaño y, sin embargo, su corazón latía con fuerza. A pesar del dolor que sentía al hacerlo, respiró hondo otra vez. «Llevas años engañando a la gente —se recordó—. Es a lo que te dedicas».

Una vez recompuesto, se dispuso a regresar junto a Langdon y Sienna.

«Mi última actuación», pensó.

A modo de precaución final, antes de salir del baño le quitó la batería a su teléfono móvil para asegurarse de que quedara apagado.

«Parece más pálido», pensó Sienna cuando el hombre del sarpullido volvió a entrar en la cabina y se sentó con un suspiro de dolor.

—¿Va todo bien? —preguntó, genuinamente preocupada.

Él asintió.

—Sí, gracias. Todo va bien.

Tras haber recibido la información que el hombre parecía dispuesto a compartir, Sienna cambió de tema.

—Necesito tu teléfono otra vez —dijo—. Si no te importa, me gustaría seguir buscando información sobre los dux. Quizá podemos obtener alguna respuesta antes de llegar a la basílica de San Marcos.

—Ningún problema —dijo. Agarró el teléfono móvil y miró la pantalla—. Oh, maldita sea. La batería se estaba agotando durante la llamada. Parece que ahora ya se ha quedado sin nada. —Consultó la hora—. Pronto llegaremos a Venecia. Tendremos que esperar.

A ocho kilómetros de la costa italiana, a bordo del Mendacium, el facilitador Knowlton observaba en silencio cómo el comandante deambulaba por el perímetro del cubículo como un animal enjaulado. Después de la llamada telefónica, el jefe se había puesto a darle vueltas a la situación, y Knowlton sabía bien que no debía emitir sonido alguno mientras lo hacía.

Finalmente, el bronceado hombre habló con la voz más tensa que Knowlton pudiera recordar.

—No tenemos alternativa. Tenemos que compartir este video con la doctora Elizabeth Sinskey.

Knowlton permaneció inmóvil intentando no mostrar su sorpresa. «¿El diablo del cabello plateado? ¿La persona que hemos mantenido alejada de Zobrist durante todo un año?».

—De acuerdo, señor. ¿Busco un modo de enviarle el video por correo electrónico?

—¡Dios, no! ¿Y arriesgarnos a que el video se filtre al público? Provocaría un ataque masivo de histeria. Quiero a la doctora Sinskey a bordo tan pronto como sea posible.

Knowlton se lo quedó mirando con incredulidad. «¿Quiere traer a la directora de la OMS a bordo del Mendacium?».

—Señor, esta violación de nuestro protocolo de seguridad pone en riesgo…

—¡Limítese a hacerlo, Knowlton! ¡Ahora!

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