Inferno

Inferno


Capítulo 67

Página 72 de 112

67

El Citation Excel de NetJets atravesó unas grandes turbulencias al poco de despegar del aeropuerto de Tassignano en dirección a Venecia. La doctora Elizabeth Sinskey, sin embargo, apenas reparó en ellas. Iba con la mirada perdida, acariciando distraídamente su amuleto.

Por fin habían dejado de ponerle inyecciones, y ya sentía la cabeza más despejada. A su lado, el agente Brüder permanecía en silencio, probablemente dándole vueltas al extraño curso que acababan de tomar los acontecimientos.

«Todo está del revés», pensó Sinskey, esforzándose por asimilar lo que acababa de pasar.

Treinta minutos antes, habían irrumpido en el pequeño aeropuerto con la intención de interceptar a Langdon antes de que embarcara en el avión privado que había reservado. En vez de dar al fin con el profesor, se habían encontrado con un Citation Excel parado y dos pilotos de NetJets dando vueltas de un lado a otro de la pista mientras consultaban sus relojes.

Robert Langdon no se había presentado.

«Y luego, la llamada».

Cuando sonó el teléfono móvil, Sinskey se encontraba en el mismo lugar en el que había pasado todo el día: el asiento trasero de la furgoneta. Tras entrar en el vehículo, el agente Brüder le dio el teléfono con una expresión de estupefacción en el rostro.

—Una llamada urgente para usted, señora.

—¿Quién es? —preguntó ella.

—Me ha pedido que le diga únicamente que tiene información urgente sobre Bertrand Zobrist.

Sinskey agarró el teléfono.

—Aquí la doctora Sinskey.

—Doctora Sinskey, usted y yo no nos conocemos, pero mi organización ha sido la responsable de ocultar a Bertrand Zobrist durante este último año.

Sinskey se irguió de golpe.

—¡Quienquiera que sea usted, sepa que ha estado dando refugio a un criminal!

—No hemos hecho nada ilegal, pero eso no…

—¡Por supuesto que sí!

El hombre exhaló un largo suspiro y siguió hablando sin perder la calma.

—Ya tendremos tiempo de debatir la ética de mis acciones. Sé que no me conoce, pero yo sí sé unas cuantas cosas sobre usted. El señor Zobrist me ha estado pagando este último año para mantenerlo alejado de usted y de otros. Al ponerme en contacto ahora con usted estoy violando mi estricto protocolo. Pero creo que no hay otra opción salvo aunar nuestros recursos. Temo que Bertrand Zobrist pueda haber hecho algo terrible.

Sinskey no podía imaginarse quién era ese hombre.

—¡¿Se acaba de dar cuenta ahora?!

—Sí, así es. Justo ahora. —Su tono era honesto.

La cabeza de Sinskey se había despejado del todo.

—¿Quién es usted?

—Alguien que quiere ayudarla antes de que sea demasiado tarde. Tengo en mi poder un videomensaje de Bertrand Zobrist. Me pidió que lo hiciera público… mañana. Creo que debería verlo inmediatamente.

—¿Qué dice?

—Por teléfono no. Tenemos que vernos.

—¿Cómo sé que puedo confiar en usted?

—Porque voy a decirle dónde está Robert Langdon…, y la razón por la que ha estado actuando de forma tan extraña.

Sinskey dio un respingo al oír el nombre de Langdon, y escuchó la explicación. El hombre con el que estaba hablando había sido cómplice de su enemigo durante el último año y, sin embargo, al escuchar lo que le estaba contando, el instinto le decía que debía confiar en él.

«No tengo otra opción que acceder a lo que pide».

Tras requisar el Citation Excel de NetJets que Langdon había «dejado plantado», la doctora Sinskey y los soldados se dirigían ahora a Venecia, lugar al que, según la información de ese hombre, Langdon y sus dos acompañantes estaban llegando en tren en esos mismos momentos. Era demasiado tarde para poder contar con las autoridades locales, pero el hombre al otro lado de la línea aseguró saber adónde se dirigía Langdon.

«La plaza de San Marcos». Sinskey sintió un escalofrío al imaginar la cantidad de gente que habría en la zona más abarrotada de toda Venecia.

—¿Cómo lo sabe?

—Por teléfono no —dijo el hombre—. Pero debería saber que Robert Langdon viaja con alguien muy peligroso.

—¡¿Quién?! —preguntó Sinskey.

—Uno de los confidentes más íntimos de Zobrist. —El hombre suspiró hondo—. Alguien en quien yo confié. Equivocadamente, al parecer. Alguien que puede suponer una severa amenaza.

Mientras el avión privado se aproximaba al aeropuerto Marco Polo de Venecia con Elizabeth Sinskey y los seis soldados a bordo, la doctora volvió a pensar en Robert Langdon. «Ha perdido la memoria. No recuerda nada». Si bien eso explicaba varias cosas, hizo que se sintiera todavía peor por haber implicado al distinguido profesor en esa crisis.

«No le di ninguna opción».

Casi dos días atrás, cuando reclutó a Langdon, ni siquiera le dejó ir a casa para tomar su pasaporte. Ella lo arregló todo para que pudiera pasar el control del aeropuerto de Florencia como enviado especial de la Organización Mundial de la Salud.

En cuanto el C-130 comenzaba a atravesar el Atlántico, Sinskey había advertido que Langdon no tenía buen aspecto. Permanecía con la mirada fija en el fuselaje del avión.

—Profesor, es consciente de que este avión no tiene ventanillas, ¿verdad? Hasta hace poco se utilizaba como transporte militar.

Langdon se dio vuelta, con el rostro lívido.

—Sí, me he dado cuenta nada más al subir a bordo. No me siento cómodo en los espacios cerrados.

—¿Y entonces pareciera que mira por una ventanilla imaginaria?

Él sonrió tímidamente.

—Algo así, sí.

—Bueno, puede mirar esto —sacó una fotografía de su némesis de ojos verdes y la dejó en su regazo—. Bertrand Zobrist.

Sinskey ya le había hablado a Langdon de su encuentro con Zobrist en el Consejo de Relaciones Exteriores, de la pasión del hombre por la Ecuación del Apocalipsis de la Población, de su difundido comentario sobre los beneficios de la Peste Negra y, lo que era todavía más inquietante, de su desaparición del mapa ese último año.

—¿Cómo puede alguien tan prominente permanecer oculto durante tanto tiempo? —preguntó Langdon.

—Contó con mucha ayuda. Profesional. Quizá incluso de un país extranjero.

—¿Qué gobierno aprobaría la creación de una plaga?

—Los mismos que intentan conseguir cabezas nucleares en el mercado negro. No olvide que una plaga efectiva es el arma bioquímica definitiva, y costaría una fortuna. Zobrist podría haber engañado fácilmente a sus socios y haberles asegurado que el alcance de su creación es limitado. Él sería el único que tendría alguna idea de su poder real.

Langdon se quedó en silencio.

—En cualquier caso —prosiguió Sinskey—, quienes ayudan a Zobrist puede que no lo hayan hecho a cambio de poder o dinero, sino porque comparten su ideología. La realidad es que cuenta con no pocos discípulos que harían cualquier cosa por él. Es toda una celebridad. De hecho, dio una conferencia en su universidad no hace mucho.

—¿En Harvard?

Sinskey tomó un bolígrafo y escribió en un borde de la fotografía de Zobrist la letra H seguida de un signo más.

—Usted que es especialista en símbolos —dijo—, ¿le suena este?

H+

—H+ —susurró Langdon, asintiendo ligeramente—. Sí, hace unos veranos estaba por todo el campus. Supuse que hacía referencia a alguna convención de químicos.

Sinskey se rio.

—No, eran los carteles de la Cumbre 2010 de Humanidad+, uno de los encuentros sobre transhumanismo más concurridos jamás celebrados. H+ es el símbolo del movimiento transhumanista.

Langdon ladeó la cabeza como si intentara ubicar el término.

—El transhumanismo —dijo Sinskey— es un movimiento intelectual, o una especie de filosofía, que se está extendiendo como la pólvora entre la comunidad científica. En esencia, los transhumanistas defienden que el ser humano debería utilizar la tecnología para trascender las carencias inherentes a nuestros cuerpos. En otras palabras, que el siguiente paso de la evolución humana debería consistir en que comenzáramos a manipularnos genéticamente a nosotros mismos.

—Eso no suena nada bien —dijo Langdon.

—Como todo cambio, es cuestión de proporción. Técnicamente, llevamos años haciéndolo. Por ejemplo, con ciertas vacunas que inmunizan a los niños frente a ciertas enfermedades: la polio, la viruela, la fiebre tifoidea. La diferencia es que ahora, con los descubrimientos de Zobrist en el campo de la manipulación de la línea germinal, hemos aprendido a desarrollar inmunizaciones heredables, que afectarían al receptor a un nivel genético, convirtiendo a todas las generaciones subsiguientes en inmunes a esa enfermedad determinada.

Langdon parecía sorprendido.

—¿De modo que el ser humano experimentaría una evolución que lo haría inmune, por ejemplo, a la fiebre tifoidea?

—Es más bien una evolución asistida —le corrigió Sinskey—. Normalmente, el proceso evolutivo (sea un pez pulmonado que desarrolla pies o un mono que desarrolla pulgares oponibles) tiene lugar a lo largo de milenios. Ahora, en cambio, podemos hacer adaptaciones genéticas radicales en una única generación. Los defensores de la tecnología consideran que el hecho de que el ser humano haya aprendido a mejorar su propio proceso evolutivo es la expresión definitiva de la darwiniana «supervivencia del más apto».

—Parece más bien que están jugando a ser Dios —respondió Langdon.

—Estoy completamente de acuerdo —dijo Sinskey—. Zobrist, sin embargo, al igual que muchos otros transhumanistas, decía que es una obligación evolutiva del ser humano utilizar todo aquello a nuestra disposición (la mutación genética de la línea germinal, por ejemplo) para mejorar como especie. El problema es que nuestra composición genética es como un castillo de naipes, cada una de las piezas depende de otras y todas están relacionadas entre sí. A menudo de formas que desconocemos. Si intentamos eliminar un único rasgo humano, podemos provocar cambios en otros cien, y es muy posible que con efectos catastróficos.

—La evolución no es un proceso gradual porque sí —asintió Langdon.

—¡Exacto! —exclamó Sinskey, sintiendo que su admiración por el profesor aumentaba cada vez más—. Estamos jugando con un proceso que tardó eones en ocurrir. Vivimos tiempos peligrosos. Ahora tenemos la capacidad de activar ciertas secuencias genéticas mediante las cuales nuestros descendientes pueden mejorar la agilidad, el aguante, la fortaleza e incluso la inteligencia. Esto supone, en esencia, la creación de una raza superior. Estos individuos supuestamente «perfeccionados» son lo que los transhumanistas llaman «posthumanos», y algunos creen que serán el futuro de la especie.

—Esto me recuerda siniestramente a la eugenesia —respondió Langdon.

Esa referencia hizo que a la doctora Sinskey se le erizara la piel.

En la década de 1940, los científicos nazis desarrollaron una tecnología que llamaron «eugenesia», que consistía en una rudimentaria manipulación genética con la intención de incrementar el índice de natalidad de ciertos rasgos genéticos «deseables» y disminuir el de los «menos deseables».

«Limpieza étnica a nivel genético».

—Hay similitudes —admitió Sinskey—, y si bien cuesta imaginar la posibilidad de la creación de una nueva raza humana, hay mucha gente inteligente que considera de gran importancia para nuestra supervivencia que iniciemos ese proceso. Uno de los colaboradores de la revista transhumanista h+ describió la manipulación de la línea germinal como «el siguiente paso» y aseguró que se trataba de la máxima expresión del potencial de nuestra especie. —Sinskey se detuvo un momento—. Aunque, en defensa de la revista, también hay que reconocer que publicaron un artículo de Discover titulado: «La idea más peligrosa del mundo».

—Creo que estoy más de acuerdo con el segundo —dijo Langdon—. Al menos desde un punto de vista sociocultural.

—¿Y eso?

—Bueno, imagino que las mejoras genéticas, al igual que la cirugía estética, cuestan mucho dinero, ¿verdad?

—Por supuesto. No todo el mundo podría permitirse mejorarse a sí mismo o a sus hijos.

—Lo cual significa que esas mejoras genéticas crearían un mundo de ricos y pobres. Hoy en día ya existe un abismo que no deja de ensancharse entre ambos, pero la manipulación genética provocaría la división entre una raza de superhumanos y supuestos subhumanos. ¿Cree que a la gente le preocupa que el multimillonario, un uno por ciento de la población, dirija el mundo? Imagine si ese uno por ciento también fuera, literalmente, una especie superior; más inteligente, más fuerte, más sana. Esa situación terminaría provocando esclavitud o limpieza étnica.

La doctora Sinskey sonrió al apuesto profesor que tenía delante.

—Profesor, ha sabido ver muy rápidamente cuál es, para mí, el principal escollo de la ingeniería genética.

—Bueno, puede que eso lo haya entendido, pero sigo confundido respecto a Zobrist. Todas estas ideas transhumanistas parecen estar encaminadas a la mejora de la humanidad, a hacernos más sanos, curar enfermedades mortales, alargar la vida. Sin embargo, las opiniones de Zobrist sobre la superpoblación parecen fomentar el exterminio de la población. Sus ideas sobre el transhumanismo y la superpoblación parecen ser opuestas, ¿no?

Sinskey exhaló un solemne suspiro. Era una buena pregunta, y por desgracia, la respuesta era alarmante.

—Zobrist creía incondicionalmente en el transhumanismo y en la mejora de la especie a través de la tecnología, pero también creía que nuestra especie se extinguiría antes de que tuviéramos la oportunidad de llevar a cabo esa mejora. En efecto, si nadie hace nada al respecto, la superpoblación provocará que la especie se extinga antes de que tengamos oportunidad siquiera de descubrir las virtudes de la ingeniería genética.

Los ojos de Langdon se abrieron como platos.

—De modo que Zobrist quiere eliminar a parte de la población… ¿para ganar tiempo?

Sinskey asintió.

—Una vez se describió a sí mismo como alguien que intenta desesperadamente construir un bote salvavidas en un barco cuya cantidad de pasajeros se duplica a cada hora y que, por tanto, está condenado a hundirse por su propio peso. —Se detuvo un momento—. Así que propuso arrojar por la borda a la mitad de la gente.

Langdon hizo una mueca.

—Una idea aterradora.

—Bastante —dijo ella—. Zobrist estaba convencido de que una drástica reducción de la población humana sería recordada un día como un acto de gran heroísmo; el momento en el que la raza humana eligió sobrevivir.

—Como he dicho, aterrador.

—Y lo es más todavía, porque Zobrist no es el único que lo cree. Al morir se convirtió en un mártir para mucha gente. No tengo ni idea de qué nos vamos a encontrar cuando lleguemos a Florencia, pero tendremos que ser muy cuidadosos. No seremos los únicos que andan detrás de esta plaga y, por su seguridad, no podemos permitir que nadie sepa que usted se encuentra en Italia buscándola.

Langdon le habló de su amigo Ignazio Busoni, un especialista en Dante que podría ayudarle a acceder al Palazzo Vecchio fuera del horario de visita para examinar tranquilamente el mural con las palabras cerca trova. Busoni también podría ayudarle a analizar la extraña cita sobre los ojos de la muerte.

Sinskey echó hacia atrás su largo cabello plateado y miró a Langdon.

—Busque y halle, profesor. El tiempo se está acabando.

Sinskey fue entonces a un cuarto de almacenaje que había a bordo del avión y agarró el tubo de material peligroso más seguro de la OMS; un modelo con cierre biométrico.

—Deme su pulgar —dijo tras colocar el envase delante de Langdon.

El profesor parecía desconcertado, pero lo hizo.

Sinskey programó el tubo para que Langdon fuera la única persona que pudiera abrirlo. Luego tomó el pequeño proyector y lo metió dentro.

—Considérelo una caja fuerte portátil —dijo con una sonrisa.

—¿Con un símbolo de riesgo biológico? —A Langdon no parecía hacerle mucha gracia.

—Es lo único que tenemos. Lo bueno es que nadie querrá acercarse a él.

Langdon se disculpó y se levantó para estirar las piernas e ir al baño. Mientras estaba fuera, Sinskey intentó meter el envase cerrado en el bolsillo de su chaqueta, pero no cabía.

«No puede llevar este proyector a la vista de todo el mundo», pensó. Lo consideró un momento y luego volvió al cuarto de almacenaje, agarró un bisturí y un kit de costura. Con gran precisión, hizo un corte en el forro de la chaqueta de Langdon y le cosió un bolsillo secreto exactamente del tamaño necesario para ocultar el biotubo.

Cuando Langdon regresó, ella estaba terminando de dar las últimas puntadas.

El profesor se quedó mirando a la doctora como si hubiera desfigurado la Mona Lisa.

—¿Ha hecho un corte en el forro de mi chaqueta de tweed?

—Relájese, profesor —dijo—. Soy una cirujana experimentada. Estas puntadas son profesionales.

Ir a la siguiente página

Report Page