Inferno

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Capítulo 68

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La estación de tren de Santa Lucía es una elegante estructura baja hecha de piedra gris y cemento. Fue diseñada en un estilo moderno y minimalista, y su fachada está libre de todo adorno salvo un único símbolo: unas letras FS aladas (el logotipo de la red ferroviaria nacional, Ferrovie dello Stato).

Como está localizada en el extremo más occidental del Gran Canal, los pasajeros que llegan a Venecia en tren solo tienen que dar un paso para encontrarse completamente inmersos en el paisaje, los olores y los sonidos característicos de la ciudad.

A Langdon, lo primero que siempre le llamaba la atención era el aire salado; una límpida brisa marítima condimentada con el aroma de la pizza de los vendedores ambulantes que había frente a la estación. Ese día el viento soplaba del este, de modo que en el aire también se podían percibir el olor a diésel de la larga hilera de taxis acuáticos que esperaban en las aguas del Gran Canal. Docenas de conductores agitaban sus brazos y gritaban a los turistas con la esperanza de atraer nuevos clientes a sus taxis, góndolas o lanchas privadas.

«Caos en el agua», pensó Langdon al ver el atasco. Por alguna razón, una congestión que sería desesperante en Boston, allí en Venecia resultaba pintoresca.

A tiro de piedra, justo al otro lado del canal, la icónica cúpula verdigrís de San Simeone Piccolo se elevaba en el cielo del atardecer. La arquitectura de esa iglesia era una de las más eclécticas de toda Europa. La inusual y prominente cúpula y su santuario circular eran de estilo bizantino, mientras que la pronaos con columnas de mármol había sido claramente construida siguiendo el estilo griego del Panteón de Roma. Esa entrada estaba coronada por un espectacular frontispicio de intrincado mármol, que mostraba a los santos mártires en relieve.

«Venecia es un museo al aire libre —pensó Langdon mientras miraba el agua que bañaba la escalera de la iglesia—. Un museo que se hunde poco a poco». Aun así, la posible inundación parecía irrelevante comparada con la amenaza que acechaba en las entrañas de la ciudad.

«Y nadie sospecha nada…».

Langdon seguía dándole vueltas al poema escrito en la máscara mortuoria, y se preguntaba adónde les conducirían sus versos. Llevaba la transcripción del poema en el bolsillo, pero —por sugerencia de Sienna— habían envuelto la máscara en papel de periódico y la habían escondido en una discreta taquilla de la estación de tren. Si bien se trataba de un lugar claramente inadecuado para guardar un objeto tan valioso, sin duda era una opción mucho más segura que llevarla encima en una ciudad rodeada de agua.

—¿Robert? —Sienna iba por delante de Ferris, en dirección a los taxis acuáticos—. No tenemos mucho tiempo.

Langdon apretó el paso aunque, como gran entusiasta de la arquitectura, le parecía casi impensable recorrer con prisas el Gran Canal. Pocas experiencias venecianas eran más placenteras que subir, preferiblemente de noche, a bordo del Vaporetto 1 —el principal autobús acuático de la ciudad— y sentarse al aire libre a ver pasar las catedrales iluminadas.

«Hoy no hay vaporetto», pensó Langdon. Los vaporetti eran lentos, y sin duda un taxi acuático era una opción mucho más rápida. Pero la cola para tomar uno de los que había en la parada de la estación parecía interminable.

Sin intención alguna de esperar, Ferris se hizo cargo del asunto y, con un generoso fajo de billetes, rápidamente convocó una lustrosa lancha hecha de caoba sudafricana; toda una limusina acuática. Aunque la elegante embarcación era sin duda excesiva, el viaje de apenas quince minutos por el Gran Canal hasta la plaza de San Marcos sería al menos privado y rápido.

El conductor era un hombre increíblemente apuesto vestido con un traje de Armani. Parecía más una estrella de cine que un conductor de barco; aunque, claro, estaban en Venecia, tierra de la elegancia italiana.

—Maurizio Pimponi —dijo el hombre, guiñándole un ojo a Sienna y dándoles la bienvenida a bordo—. ¿Prosecco? ¿Limoncello? ¿Champán?

No, grazie —respondió ella, y le dio instrucciones en fluido italiano para que los llevara a la plaza de San Marcos tan rápido como pudiera.

Ma certo! —Maurizio volvió a guiñarle un ojo—. Mi bote es el más rápido de toda Venecia…

Después de acomodarse en los mullidos asientos situados en la popa, Maurizio arrancó el motor Volvo Penta del bote y desatracó con gran pericia la larga embarcación. Luego giró a la derecha y, tras maniobrar a través de una multitud de góndolas, dejó atrás una gran cantidad de gondolieri con camisetas a rayas agitando sus puños en el aire mientras sus embarcaciones negras se balanceaban de un lado a otro en su estela.

Scusate! —dijo Maurizio en tono de disculpa—. VIPs!

Unos segundos después, Maurizio se había alejado de la congestión de la estación de Santa Lucía y se dirigía al este por el Gran Canal. Al pasar por debajo del elegante Ponte degli Scalzi, Langdon percibió el característico olor dulzón de la especialidad local seppie al nero —sepia en su tinta—, procedente de la terraza de uno de los restaurantes que había en la ribera. Al tomar uno de los recodos del canal, la enorme cúpula de la iglesia de San Geremia quedó a la vista.

—Santa Lucía —susurró Langdon, leyendo el nombre de la santa en la inscripción que había en un lateral de la iglesia—. Los huesos de los ciegos.

—¿Cómo dices? —Sienna se volvió hacia él con la esperanza de que Langdon hubiera averiguado algo más sobre el misterioso poema.

—Nada —dijo él—. Una idea un poco extraña. Seguramente no es nada. —Señaló la iglesia—. ¿Ves la inscripción? Ahí está enterrada santa Lucía. A veces doy clases de arte hagiográfico (el arte relacionado con los santos cristianos), y he recordado que santa Lucía es la patrona de los ciegos.

Sì, santa Lucia! —intervino Maurizio, con ganas de serles de utilidad—. ¡La santa de los ciegos! Conocen la historia, ¿no? —dijo su conductor alzando la voz para que se le pudiera oír por encima del ruido del motor—. Lucía era tan hermosa que todos los hombres la deseaban. Para mantener su pureza y virginidad, decidió arrancarse los ojos.

—Eso es compromiso —comentó Sienna sarcásticamente.

—Como recompensa por su sacrificio —añadió Maurizio—, ¡Dios le obsequió con unos ojos todavía más hermosos!

Sienna se volvió hacia Langdon.

—Es consciente de que eso no tiene sentido, ¿verdad?

—Los caminos del Señor son inescrutables —comentó Langdon, visualizando los veinte cuadros o más de los Viejos Maestros que representaban a Santa Lucía con sus ojos en una bandeja.

Aunque había muchas versiones de la historia de la santa, en todas se arrancaba esos ojos que inducían a los demás a la lujuria, los colocaba en una bandeja y se los ofrecía a su ardiente pretendiente con actitud desafiante: «Aquí tienes lo que tanto deseas, en cuanto a los demás, ¡os suplico que ahora me dejéis en paz!». Las Sagradas Escrituras habían inspirado la automutilación, y eso la ligó para siempre a la famosa admonición de Jesucristo: «Si tus ojos te ofenden, arráncatelos y arrójalos lejos de ti».

«Arrancar —pensó Langdon al darse cuenta de que en el poema se utilizaba la misma palabra—. Buscad al traicionero dux de Venecia que arrancó los huesos de los ciegos».

Animado por la coincidencia, se preguntó si eso no sería una críptica indicación de que santa Lucía era la persona ciega a la que el poema hacía referencia.

—¡Maurizio! —exclamó Langdon, señalando la iglesia de San Geremia—. Una parte de los huesos de santa Lucía se encuentra en esa iglesia, ¿verdad?

—Unos pocos sí —dijo Maurizio por encima del hombro, conduciendo hábilmente con una mano e ignorando el tráfico que tenía delante—. Pero la mayor parte no. Santa Lucía es tan querida que su cuerpo está repartido en varias iglesias de todo el mundo. Los venecianos somos los que más la queremos, claro está, de modo que celebramos…

—¡Maurizio! —exclamó Ferris—. Santa Lucía era ciega, tú no. ¡Mira al frente!

El gondolero soltó una sonora carcajada y volvió a mirar hacia adelante justo a tiempo de evitar el choque con un bote que se acercaba en dirección contraria.

—¿Qué has desentrañado? ¿El dux traicionero que arrancó los ojos de los ciegos? —le preguntó Sienna a Langdon.

Él frunció el gesto.

—No estoy seguro.

Rápidamente, le contó a Sienna la historia de los restos de santa Lucía, una de las más extrañas de toda la hagiografía. Al parecer, cuando la hermosa Lucía rechazó los avances de un influyente pretendiente, este la denunció e hizo que la quemaran en la hoguera. Según la leyenda, sin embargo, su cuerpo no llegó a arder, de modo que a sus restos se le atribuyeron poderes especiales, y se pasó a creer que quien los poseyera disfrutaría de una longevidad inusual.

—¿Unos huesos mágicos? —preguntó Sienna.

—Esa era la creencia, sí, y por eso sus restos están repartidos por todo el mundo. Durante dos milenios, muchos líderes poderosos se hicieron con los huesos de santa Lucía con la esperanza de combatir el envejecimiento y burlar a la muerte. Su esqueleto ha sido robado, vuelto a robar, reubicado y dividido más veces que el de ningún otro santo. Sus huesos han pasado por las manos de al menos una docena de las personas más poderosas de la historia.

—¿Entre las cuales —preguntó Sienna— hay un dux traicionero?

«Buscad al traicionero dux de Venecia que cortó las cabezas de los caballos y arrancó los huesos de los ciegos».

—Posiblemente —dijo Langdon, cayendo en la cuenta de que en el Inferno de Dante Santa Lucía ocupaba un lugar muy prominente. Era una de las tres mujeres benditas; le tre donne benedette que convocan a Virgilio para que ayude a Dante a escapar del inframundo. Teniendo en cuenta que las otras dos eran la Virgen María y su querida Beatrice, está claro que Dante situó a Santa Lucía en la más alta compañía.

—Si tienes razón —dijo Sienna, apenas disimulando la excitación en su voz—, el mismo dux traicionero que cortó las cabezas de los caballos…

—… se hizo con los huesos de Santa Lucía. —Langdon concluyó la frase.

Sienna asintió.

—Lo cual debería reducir bastante nuestra lista. —Se volvió hacia Ferris—. ¿Estás seguro de que tu teléfono móvil no tiene batería? Podríamos buscar en internet…

—Agotada —dijo Ferris—. Lo acabo de comprobar, lo siento.

—Llegaremos pronto —dijo Langdon—. No tengo duda alguna de que en la basílica de San Marcos encontraremos algunas respuestas.

San Marcos era la única pieza del rompecabezas de la que Langdon estaba completamente seguro. «El mouseion de santa sabiduría». Esperaba que la basílica les revelara la identidad del dux misterioso, y a partir de ahí, con suerte, llegarían al palacio concreto que Zobrist había elegido para propagar su plaga. «Pues aquí, en la oscuridad, el monstruo ctónico aguarda».

Langdon intentó alejar de su mente cualquier imagen de la plaga, pero no sirvió de nada. A menudo se había preguntado cómo debía de haber sido esa increíble ciudad cuando todavía era el centro comercial de Europa, antes de que la plaga la diezmara y fuera conquistada por los otomanos, y luego por Napoleón. A decir de todo el mundo, no había ciudad más hermosa, y la riqueza y la cultura de su población no tenían parangón.

Irónicamente, fue el gusto por los lujos extranjeros lo que provocó su ocaso: la plaga mortal viajó de China a Venecia en las ratas que abarrotaban los barcos comerciales. La misma plaga que acabó con dos tercios de la población china llegó, pues, a Europa, y mató a una de cada tres personas; jóvenes y viejos, ricos y pobres, todos por igual.

Langdon había leído descripciones de Venecia durante el surgimiento de la plaga. Debido a la escasa o nula tierra seca de la que disponían para enterrar a los muertos, los cadáveres tumefactos flotaban por los canales. Había zonas con tantos de ellos que tuvieron que usar bicheros con los cuerpos para sacarlos del agua. Por mucho que rezaran, la ira de la plaga no parecía disminuir. Para cuando las autoridades de la ciudad descubrieron que las causantes de la enfermedad eran las ratas, ya era demasiado tarde y habían emitido un decreto por el cual todos los navíos debían anclar cerca de la costa durante cuarenta días antes de que les permitieran amarrar en el puerto y descargar. El número cuarenta —quaranta en italiano— servía de sombrío recordatorio de los orígenes de la palabra «cuarentena».

Al tomar otro recodo del canal, un alegre cartel rojo hizo que Langdon dejara a un lado sus sombríos pensamientos y se fijara en el elegante edificio de tres pisos que había a su izquierda.

CASINO DI VENEZIA: UNA EMOCIÓN INFINITA

Langdon nunca había llegado a entender el sentido de las palabras del cartel del casino. En cualquier caso, ese espectacular palacio de estilo renacentista había formado parte del paisaje de la ciudad desde el siglo XVI. Antaño había sido una mansión privada, pero en la actualidad albergaba una sala de juegos de etiqueta famosa por ser el lugar en el que, en 1883, el compositor Richard Wagner murió a causa de un ataque al corazón poco después de terminar su ópera Parsifal.

Más allá del casino, a la derecha, divisó una fachada barroca con un cartel todavía más grande, azul oscuro, que anunciaba el CA’ PESARO: GALLERIA INTERNAZIONALE D’ARTE MODERNA. Años atrás, Langdon lo había visitado y había tenido la oportunidad de ver la obra maestra de Gustav Klimt, El beso, cedida en préstamo por un museo vienés. La deslumbrante imagen en pan de oro de los amantes entrelazados había despertado en él una gran pasión por la obra del artista y, hasta la fecha, consideraba el Ca’Pesaro de Venecia el responsable del nacimiento de su afición por el arte moderno.

Maurizio siguió adelante por el amplio canal.

Ante ellos apareció de repente el famoso puente Rialto, indicándoles que habían recorrido ya la mitad del camino hasta la plaza de San Marcos. Cuando estaban a punto de pasar por debajo, Langdon levantó la mirada y vio una figura solitaria que permanecía inmóvil junto a la baranda, mirándolos con expresión sombría.

La cara era familiar, y aterradora.

Langdon se sobresaltó.

Tenía unos fríos ojos, muertos, y una larga nariz picuda.

Cuando finalmente el bote pasó por debajo de la siniestra figura, Langdon cayó en la cuenta de que no era más que un turista luciendo una compra reciente: una de las muchas máscaras de la peste que se vendían en el mercado.

Ese día, sin embargo, el disfraz le pareció cualquier cosa menos encantador.

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