Inferno

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Capítulo 104

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El pálido sol del atardecer descendía sobre la Piazza del Duomo haciendo relucir el mármol blanco del Campanario de Giotto y proyectando largas sombras en la fachada de la majestuosa catedral de Santa Maria del Fiore.

El funeral de Ignazio Busoni ya había comenzado cuando Robert Langdon entró en la catedral y encontró un asiento. Le hacía ilusión que la vida de Ignazio se homenajeara allí, en la atemporal basílica de la que el mismo Busoni se había ocupado durante tantos años.

A pesar de su vibrante fachada, el interior de la catedral florentina era severo y austero. Aun así, el ascético santuario parecía irradiar un aire de celebración. Funcionarios del gobierno, amigos y colegas del mundo del arte habían acudido a la iglesia para recordar al enorme y jovial hombre a quien cariñosamente llamaban Duomino.

Los medios de comunicación informaron de que Busoni había fallecido mientras hacía lo que más le gustaba: dar un paseo nocturno alrededor del Duomo.

El tono del funeral era muy animado y amigos y familia hacían comentarios humorísticos. Un colega recordó que, según había reconocido el mismo Busoni, su amor por el arte renacentista solo era equiparable al que sentía por los espaguetis a la boloñesa y el budino con caramelo.

Después del servicio, mientras los asistentes al funeral charlaban entre sí y recordaban anécdotas de la vida de Ignazio, Langdon deambuló por el interior del Duomo y admiró las magníficas obras de arte que Busoni tanto adoraba: El juicio final de Vasari bajo la cúpula, los vitrales de Donatello y Ghiberti, el reloj de Uccello o el mosaico que adornaba el suelo y que tanta gente pasaba por alto.

En un momento dado, Langdon se encontró ante un rostro familiar: el de Dante Alighieri. En el legendario fresco de Michelino, el gran poeta permanecía de pie delante del monte Purgatorio y sostenía en las manos su obra maestra, la Divina Comedia, como si la ofreciera humildemente.

Langdon no pudo evitar preguntarse qué habría pensado Dante del efecto que su poema épico tendría en el mundo siglos más tarde, en un acontecimiento que el poeta florentino no podría siquiera haber imaginado.

«Encontró la vida eterna —pensó Langdon, recordando la idea de la fama de los primeros filósofos griegos—. Mientras sigan mencionando tu nombre, nunca morirás».

Acababa de caer la noche cuando Langdon atravesó la Piazza Sant’Elisabetta de regreso al elegante Hotel Brunelleschi. Cuando llegó a su habitación, sintió un gran alivio al encontrar un paquete esperándole.

Al fin, el envío ha llegado.

«El paquete que le pedí a Sinskey».

Langdon se apresuró a cortar la cinta adhesiva y sacó con cuidado su preciado contenido. Se tranquilizó al comprobar que había sido empaquetado meticulosamente y envuelto en plástico con burbujas.

Para su sorpresa, sin embargo, la caja contenía unos objetos adicionales. Al parecer, Elizabeth Sinskey había utilizado su sustancial influencia para recuperar más cosas de las que él había pedido. La caja contenía toda su ropa —camisa con cuello de botones, pantalones de pinzas y la chaqueta de tweed Harris— limpia y planchada. Incluso sus mocasines de cordobán estaban ahí, recién abrillantados, así como su cartera.

Fue el descubrimiento de un último objeto, sin embargo, lo que le hizo soltar una risa ahogada. Su reacción se debió en parte al alivio por haberlo recuperado, pero también a la ridiculez de que le importara tanto.

«Mi reloj de Mickey Mouse».

Se puso enseguida la pieza de coleccionista en la muñeca. El tacto de la gastada correa de cuero contra la piel le hizo sentir extrañamente seguro. Una vez vestido con su ropa y con los mocasines calzados, Robert Langdon ya casi se sentía él mismo de nuevo.

Salió del hotel con un delicado paquete en una bolsa de tela del Hotel Brunelleschi que había tomado prestada en recepción. La noche era inusualmente cálida, lo cual confería una sensación todavía más onírica a su paseo por la Via dei Calzaiuoli en dirección a la alta torre del Palazzo Vecchio.

Al llegar, los guardias de seguridad apuntaron en el registro que venía a ver a Marta Álvarez y le indicaron que fuera al Salón de los Quinientos, a esas horas todavía repleto de turistas. Había llegado justo a tiempo y esperaba que Marta lo recibiera en la entrada, pero no la encontró en ninguna parte.

Preguntó a un guía que pasaba por ahí.

Scusi. Dove posso trovare Marta Álvarez?

En el rostro del guía se dibujó una amplia sonrisa.

Signorina Álvarez?! ¡Ella no está aquí! ¡Ella tuvo un bebé! ¡Catalina! Molto bella!

Langdon se alegró de la buena noticia.

Ahhh… che bello! —respondió—. Stupendo!

Mientras el guía se alejaba, Langdon se preguntó qué debía hacer con el paquete que llevaba.

Tras tomar rápidamente una decisión, cruzó el abarrotado Salón de los Quinientos y, procurando mantenerse fuera de la vista de los guardias de seguridad, pasó por debajo del mural de Vasari en dirección al museo del palazzo.

Al fin, llegó al estrecho andito. El pasadizo estaba oscuro y la entrada, cerrada con unos cordones de seguridad y un letrero: CHIUSO-CERRADO.

Tras asegurarse de que nadie lo veía, Langdon pasó por encima del cordón. Una vez dentro, sacó con cuidado el delicado paquete que llevaba en la bolsa y retiró el plástico de burbujas.

Ya sin el envoltorio, la máscara de Dante lo volvió a mirar fijamente. El frágil yeso seguía en su bolsa de plástico transparente. Langdon había pedido que la fueran a recoger a las taquillas de la estación de tren de Venecia. Parecía estar en perfectas condiciones con una pequeña excepción: el añadido de un poema que dibujaba una elegante espiral en la parte posterior.

Langdon echó un vistazo a la antigua vitrina. «La máscara de Dante se exhibe de frente, nadie se dará cuenta».

Sacó la máscara de la bolsa de plástico transparente y, con mucho cuidado, la volvió a colocar en su gancho. Por fin volvía a descansar en su decorado de terciopelo rojo.

El profesor cerró la vitrina y se quedó un momento mirando el pálido rostro de Dante; una fantasmal presencia en la oscura estancia. «Al fin en casa».

Antes de salir, retiró sin que nadie lo viera el cordón de seguridad y el letrero de la entrada. Luego cruzó la galería y se acercó a una joven guía.

Signorina? —le dijo—. Las luces que iluminan la máscara mortuoria de Dante deberían estar encendidas. Es muy difícil verla a oscuras.

—Lo siento —respondió la joven—, pero esa sala está cerrada. La máscara mortuoria de Dante ya no está aquí.

—Qué raro —Langdon fingió sorpresa—. La acabo de ver.

Confundida, la mujer fue corriendo al andito y Langdon aprovechó para salir discretamente del museo.

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