Inferno

Inferno


Capítulo 69

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La plaza de San Marcos se encuentra en el extremo sur del Gran Canal, donde la abrigada vía acuática llega al mar abierto. En esa peligrosa intersección se encuentra la austera fortaleza triangular de la Dogana di Mar —la Aduana Marítima—, desde cuya torre se vigilaba que ningún país extranjero invadiera Venecia. Hoy en día, la torre ha sido reemplazada por un enorme globo dorado y una veleta que representa a la diosa de la fortuna, y cuya dirección cambiante sirve de recordatorio a los navegantes de lo impredecible que es el destino.

El lustroso bote llegó al final del canal y ante ellos se extendía ahora el encrespado mar. Robert Langdon había hecho ese trayecto muchas veces, pero siempre en un vaporetto mucho más grande, y no pudo evitar cierta inquietud cuando su limusina comenzó a surcar las grandes olas.

Para llegar a los muelles de la plaza de San Marcos, su lancha tendría que cruzar un tramo de la laguna repleto de embarcaciones; de yates de lujo a buques cisterna, pasando por botes privados o cruceros. Parecía que habían dejado atrás una carretera secundaria y se encontraban en una superautopista de ocho carriles.

Sienna también se sintió intranquila al ver el alto crucero de diez pisos que pasaba a unos trescientos metros de ellos. Las cubiertas del barco estaban repletas de pasajeros mirando por las barandas y tomando fotografías de la plaza de San Marcos desde el agua. En la agitada estela del enorme barco había otros tres esperando la oportunidad de pasar por delante del enclave más visitado de Venecia. Langdon había oído que, en los últimos años, la cantidad de barcos que pasaban por ese lugar había aumentado hasta el punto de que no dejaban de hacerlo durante todo el día y toda la noche.

Desde el timón de la lancha, Maurizio miró la hilera de cruceros y luego el embarcadero cubierto por un toldo que había a su izquierda.

—¿Aparco en el Harry’s Bar? —dijo, refiriéndose al famoso restaurante, conocido por haber inventado el Bellini—. La plaza de San Marcos está a muy poca distancia.

—No, llévanos a la plaza —le ordenó Ferris, señalando los barcos que había al otro lado de la laguna.

Maurizio se encogió de hombros.

—Como quieran. ¡Agárrense!

El motor aceleró y la lancha comenzó a surcar el agitado mar por uno de los carriles señalizados por boyas. Los cruceros parecían edificios de apartamentos y sus estelas hacían que los demás botes se agitaran como corchos.

Para sorpresa de Langdon, docenas de góndolas hacían ese mismo recorrido. Sus esbeltos cascos —de casi trece metros de eslora y unos ciento ochenta kilos de peso— parecían estables sobre las encrespadas aguas. Cada una de esas embarcaciones estaba piloteada por un gondolero que iba de pie en la plataforma que había a la izquierda de la popa, ataviado con su tradicional camiseta a rayas azules y blancas, y que manejaba un único remo sujeto a estribor. A pesar del estado del mar, se podía ver que todas las góndolas se inclinaban misteriosamente hacia la izquierda, algo que —sabía Langdon— se debía a la asimétrica construcción del bote: el casco de las góndolas estaba curvado hacia la derecha para compensar su tendencia a escorarse a la izquierda por la propulsión desde estribor.

Al pasar al lado de una de las góndolas, Maurizio la señaló con orgullo.

—¿Ven la pieza que hay en la proa? —dijo por encima del hombro al tiempo que indicaba el elegante ornamento del extremo delantero del arco que formaba el casco—. Es la única pieza metálica en toda la góndola. Se llama ferro di prua; es decir, hierro de la proa. ¡Se trata de una representación de Venecia!

Maurizio les explicó entonces que el elemento decorativo con forma de hoz que había en la proa de todas las góndolas tenía un significado simbólico. La forma curvada del ferro representaba el Gran Canal; sus seis dientes, los seis sestieri o distritos de Venecia, y la hoja oblonga era el estilizado tocado del dux.

«El dux —pensó Langdon, y recordó la tarea que tenían por delante—. Buscad al traicionero dux de Venecia que cortó las cabezas de los caballos y arrancó los huesos de los ciegos».

Langdon levantó la mirada y vio un pequeño parque que había en la orilla. Por encima de los árboles, silueteado por un cielo sin nubes, se elevaba el campanario de ladrillo rojo de la basílica de San Marcos, coronado por un arcángel Gabriel dorado, y que llegaba hasta unos mareantes noventa metros de altura.

En una ciudad en la que las grandes alturas eran inexistentes por su tendencia a hundirse, el elevado Campanile di San Marco servía de faro de navegación para todos aquellos que se aventuraban por el laberinto de canales de la ciudad. Con solo levantar la mirada, cualquier viajero perdido podía encontrar el camino de vuelta a la plaza de San Marcos. A Langdon todavía le costaba creer que en 1902 esa enorme torre se hubiera derrumbado, dejando una enorme pila de escombros en la plaza. Sorprendentemente, la única víctima del desastre había sido un gato.

Los visitantes de Venecia podían experimentar la inimitable atmósfera de la ciudad en una gran cantidad de lugares. El favorito de Langdon, sin embargo, siempre había sido Riva degli Schiavoni. El amplio paseo marítimo que había sido construido en el siglo IX con cieno dragado, que va desde el viejo Arsenale hasta la plaza de San Marcos.

Repleta de cafeterías, elegantes hoteles e incluso la iglesia de Antonio Vivaldi, la Riva comenzaba su recorrido a la altura del Arsenale —el antiguo astillero de Venecia—, donde antaño el aroma a savia de pino inundaba el aire, y los constructores de barcos se afanaban en aplicar resina hirviendo a los cascos de los botes para repararlos. Supuestamente, una visita a esas bodegas había inspirado a Dante la tortura de los ríos de resina hirviendo de su Inferno.

La mirada de Langdon recorrió la Riva hasta llegar al final del paseo marítimo. Allí, en el extremo sur de la plaza de San Marcos, la vasta extensión de pavimento, de unos cien metros, se encontraba con el mar abierto. Durante la época dorada de Venecia, a ese austero precipicio se le llamaba «la frontera de toda la civilización».

Ese día, el espacio estaba ocupado, como siempre, por no menos de cien góndolas negras que se balanceaban en sus amarres. Sus arqueados ornamentos metálicos subían y bajaban ante los edificios de mármol blanco de la piazza.

A Langdon todavía le costaba creer que esa pequeña ciudad —que apenas tenía dos veces el tamaño del Central Park de Nueva York— hubiera sido una vez el imperio más grande y rico de occidente.

El bote se iba acercando a la plaza, y Langdon pudo ver que estaba abarrotada de gente. Napoleón se había referido una vez a ella como «el salón de Europa». Y a juzgar por el aspecto actual, este «salón» estaba celebrando una fiesta para demasiados invitados. Parecía como si la piazza fuera a hundirse por el peso de sus visitantes.

—Dios mío —susurró Sienna al ver la multitud de gente.

Langdon no estaba seguro de si lo había dicho por el hecho de que Zobrist hubiera escogido un lugar tan repleto de gente para propagar su plaga o porque pensaba que el científico tenía razón al advertir de los peligros de la superpoblación.

Venecia recibía al año una descomunal cantidad de turistas: se estimaba que el tercio de un uno por ciento de la población mundial, es decir, unos veinte millones en el año 2000. Teniendo en cuenta que desde entonces la población de la Tierra había aumentado en mil millones de personas, la ciudad se veía desbordada actualmente por tres millones más de turistas anuales. Al igual que el planeta, el espacio de esa ciudad era finito, y en algún momento dado sería imposible importar suficiente comida, deshacerse de suficientes desperdicios o encontrar suficientes camas para todos aquellos que querían visitarla.

Ferris, en cambio, no miraba la plaza sino los barcos que se acercaban a la ciudad por el mar.

—¿Estás bien? —preguntó Sienna mirándole con curiosidad.

Ferris se volvió de golpe.

—Sí, sí…, solo estaba pensando. —Luego miró a Maurizio y le dijo—: Déjenos tan cerca de la plaza como pueda.

—¡Ningún problema! —El conductor hizo un gesto con la mano—. ¡Dos minutos!

Al llegar la limusina a la altura de la plaza, el Palacio Ducal se alzó majestuosamente a la derecha, dominando por completo su campo de visión.

Ese palacio era un perfecto ejemplo de arquitectura gótica veneciana, y un subestimado ejercicio de elegancia. Carecía de los torreones o agujas que se suelen asociar a los palacios de Francia o Inglaterra, y estaba concebido, en cambio, como un enorme cubo rectangular que ofrecía la mayor cantidad posible de metros cuadrados interiores en los que alojar la multitud de empleados del gobierno del dux y demás personal de apoyo.

Desde el mar, la inmensa fachada de piedra caliza blanca habría resultado abrumadora si su efecto no hubiera sido suavizado con multitud de pórticos, columnas, lóbulos y una loggia. A Langdon, los dibujos geométricos de piedra caliza rosa que adornaban la fachada le recordaban a la Alhambra de Granada.

Al acercarse a los amarraderos, a Ferris le sorprendió una gran aglomeración de gente que había frente al palacio, mirando el puente que unía el Palacio Ducal con el edificio que había al otro lado del estrecho canal.

—¿Qué están mirando? —preguntó Ferris con nerviosismo.

Il Ponte dei Sospiri —respondió Sienna—. Un famoso puente veneciano.

Langdon echó un vistazo al estrecho canal y vio el hermoso pasaje que unía los dos edificios. «El puente de los suspiros», pensó, y recordó una de las películas favoritas de su infancia, Un pequeño romance, basada en la leyenda de que si dos amantes se besaban bajo ese puente durante la puesta de sol y mientras sonaban las campanas de la basílica de San Marcos, se amarían para siempre. Esa idea romántica había calado hondo en Langdon. Sin duda, a ello había contribuido el hecho de que la película estuviera protagonizada de una adorable novata de catorce años llamada Diane Lane, de quien inmediatamente Langdon quedó prendado, sentimiento que, en realidad, en la actualidad seguía muy vivo.

Años después, a Langdon le horrorizó enterarse de que el puente de los suspiros no debía su nombre a los suspiros de la pasión, sino a los de la desdicha. Al parecer, el pasadizo conectaba el Palacio Ducal y la prisión de la Inquisición, donde los encarcelados languidecían y morían, y cuyos gemidos de angustia resonaban en el estrecho canal.

Langdon había visitado la prisión en una ocasión, y le sorprendió descubrir que las celdas más aterradoras no eran las del nivel del mar, que se inundaban con frecuencia, sino las que se encontraban justo debajo del techo, llamadas piombi por unos tejados de plomo que tenían, y que las hacían asfixiantes en verano y gélidas en invierno. El gran amante Cassanova había sido prisionero en las piombi, acusado por la Inquisición de adulterio y espionaje. Tras pasar quince meses encarcelado, se escapó seduciendo a su guardián.

Stai attento! —le gritó Maurizio a un gondolero cuando su limusina se disponía a atracar en el embarcadero que la góndola estaba dejando libre en ese momento. Finalmente, habían encontrado un hueco delante del Hotel Danieli, a apenas cien metros de la plaza de San Marcos y el Palacio Ducal.

Maurizio ató la lancha a un poste de amarre y saltó a tierra como si estuviera haciendo una toma para una película de aventuras. En cuanto el bote estuvo completamente sujeto, se dio la vuelta y extendió una mano para ayudar a sus pasajeros.

—Gracias —dijo Langdon mientras el musculoso italiano le ayudaba a desembarcar.

Ferris lo hizo a continuación. Parecía vagamente distraído y no dejaba de mirar al mar.

Sienna fue la última en desembarcar. Mientras la ayudaba, el apuesto Maurizio le dedicó una profunda mirada con la que parecía querer insinuarle que se lo pasaría mejor si se desembarazaba de sus dos acompañantes y permanecía a bordo con él. Sienna ni siquiera reparó en ello.

Grazie, Maurizio —dijo con los ojos puestos en el Palacio Ducal.

Y, sin más dilación, condujo a Langdon y a Ferris a la muchedumbre.

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