Inferno

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Capítulo 70

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El aeropuerto internacional Marco Polo debía su acertado nombre a uno de los viajeros más famosos de la historia, y estaba ubicado al norte de la plaza de San Marcos, a más de seis kilómetros, en las aguas de la laguna Véneta.

Gracias a las ventajas de los vuelos en avión privado, Elizabeth Sinskey había desembarcado hacía apenas diez minutos y ya estaba surcando las aguas de la laguna en una futurista lancha negra —una Dubois SR52 Blackbird— enviada por el desconocido que la había llamado antes.

«El comandante».

Después de haber pasado todo el día inmovilizada en la parte trasera de la furgoneta, el aire libre del mar resultaba revitalizante. Volvió el rostro hacia el aire salado y dejó que su cabello plateado ondeara al viento. Habían pasado casi dos horas de su última inyección, y ya se sentía completamente alerta. Por primera vez desde la noche anterior, Elizabeth Sinskey era ella misma.

El agente Brüder iba sentado a su lado con todos sus hombres. Ninguno de ellos hablaba. Por más reservas que tuvieran respecto a ese inusual encuentro, sabían que su opinión era irrelevante; la decisión no les correspondía a ellos.

A medida que la embarcación iba avanzando, una isla se hizo visible a su derecha. Su costa estaba salpicada con achaparrados edificios de ladrillo y chimeneas. «Murano», cayó en la cuenta Elizabeth al reconocer las ilustres y conocidas fábricas de soplado de vidrio.

«No me puedo creer que vuelva a estar aquí —pensó con una punzada de tristeza—. El círculo se ha cerrado».

Años atrás, cuando todavía estudiaba en la facultad de medicina, fue a Venecia con su prometido y visitaron el Museo del Cristal de Murano. Al ver un bonito móvil hecho de vidrio soplado, su prometido comentó inocentemente que, algún día, le gustaría colgar uno como ese en la habitación de los niños. Consumida por la culpa de haber mantenido un secreto tan doloroso durante tanto tiempo, Elizabeth le contó entonces lo de su asma infantil y los trágicos tratamientos con glucocorticoides que habían destruido su sistema reproductivo.

Elizabeth nunca sabría si había sido la falta de honradez o la infertilidad lo que volvió de piedra el corazón del joven, pero una semana después, ella se marchó de Venecia sin su anillo de prometida.

Su único recuerdo de ese desconsolador viaje era el amuleto de lapislázuli. Desde entonces había llevado ese símbolo de la medicina —amarga, en ese caso—, la vara de Asclepio.

«Mi precioso amuleto —pensó ella—. Un regalo de despedida del hombre que quería que fuera la madre de sus hijos».

Para ella las islas venecianas carecían del menor romanticismo. Sus aisladas villas no le hacían pensar en el amor, sino en las colonias de cuarentena que antaño se habían establecido en ellas para intentar frenar el avance de la Peste Negra.

Cuando la lancha Blackbird pasó por delante de la Isola San Pietro, Elizabeth descubrió que su destino era un enorme yate que parecía estar anclado en un canal profundo, esperando su llegada.

La embarcación, de color gris plomo, tenía aspecto de formar parte del programa de camuflaje del ejército de Estados Unidos. El nombre que se podía leer en la popa no ofrecía ninguna pista sobre qué tipo de barco era.

«¿Mendacium?».

A medida que se acercaban, el barco parecía más y más grande. Pronto, la doctora Sinskey divisó una figura en la cubierta trasera; un menudo hombre solitario y muy bronceado que les observaba con binoculares. Cuando la lancha llegó a la enorme plataforma de embarque trasera del Mendacium, el hombre descendió la escalera para recibirlos.

—Bienvenida a bordo, doctora Sinskey. —El hombre de piel atezada le dio la mano educadamente. Su palma era lisa y suave, desde luego no era la de un marinero—. Le agradezco que haya venido. Sígame, por favor.

Mientras el grupo descendía varias cubiertas, Sinskey pudo atisbar fugazmente lo que parecían unas ajetreadas granjas de cubículos. Ese extraño barco estaba en realidad lleno de gente; pero nadie parecía descansar, todos estaban trabajando.

«¿En qué?».

Sinskey oyó entonces que los motores del barco se ponían en marcha. El yate comenzó a surcar el mar dejando tras de sí una agitada estela.

«¿Adónde vamos?», se preguntó, alarmada.

—Me gustaría hablar con la doctora Sinskey a solas —les dijo el hombre a los soldados, y luego se volvió hacia ella—: Si a usted le parece bien, claro.

Elizabeth asintió.

—Señor —dijo Brüder enérgicamente—, me gustaría recomendar que a la doctora la examine el médico de a bordo. Ha tenido algunos problemas médicos y…

—Estoy bien —le interrumpió ella—. De verdad. Gracias de todos modos.

El comandante se quedó mirando a Brüder un momento, y luego señaló una mesa con comida y bebida.

—Será mejor que recobren fuerzas. Lo necesitarán. Enseguida volverán a estar en movimiento.

Y, tras decir eso, el comandante le dio la espalda al agente e hizo pasar a la doctora Sinskey a un elegante camarote de lujo con despacho.

—¿Quiere beber algo? —le preguntó, señalando el bar.

Ella negó con la cabeza. Todavía estaba intentando comprender dónde estaba. «¿Quién es este hombre? ¿A qué se dedica?».

Su anfitrión entrelazó las manos y se la quedó mirando.

—¿Sabía que mi cliente, Bertrand Zobrist, se refería a usted como «el diablo de cabello plateado»?

—Yo también tengo algunos nombres afectuosos para él.

Sin mostrar reacción alguna, el hombre se acercó a su escritorio y señaló un libro de gran tamaño.

—Me gustaría que le echara un vistazo a esto.

Sinskey se acercó y ojeó el ejemplar. ¿La Divina Comedia de Dante? Recordaba las terroríficas imágenes que le había enseñado Zobrist en su encuentro en el Consejo de Relaciones Exteriores.

—Zobrist me lo dio hace dos semanas. Hay una inscripción.

Sinskey estudió el texto manuscrito en la portada. Estaba firmado por Zobrist.

Mi querido amigo, gracias por ayudarme a encontrar la senda.

El mundo también se lo agradece.

Sinskey sintió un escalofrío.

—¿Qué senda le ayudó a encontrar?

—No tengo ni idea. O, mejor dicho, hasta hace unas horas no tenía ni idea.

—¿Y ahora?

—Ahora he hecho una rara excepción en mi protocolo, y me he puesto en contacto con usted.

Sinskey había hecho un largo viaje y no estaba de humor para conversaciones crípticas.

—Señor, no sé quién es usted, ni qué asuntos lleva a cabo en este barco, pero me debe una explicación. Dígame por qué ha estado protegiendo a un hombre que estaba siendo perseguido activamente por la Organización Mundial de la Salud.

A pesar del acalorado tono de Sinskey, el hombre respondió a media voz.

—Soy consciente de que usted y yo hemos estado trabajando con propósitos contrarios, pero sugiero que lo olvidemos. El pasado es el pasado. El futuro, me temo, es lo que exige nuestra inmediata atención.

Tras lo cual, el hombre sacó del bolsillo una pequeña tarjeta de memoria y la insertó en su ordenador. Luego le indicó a la doctora que se sentara.

—Bertrand Zobrist hizo este video. Quería que mañana lo hiciera público en su nombre.

Antes de que Sinskey pudiera responder, el monitor del computador se oscureció y comenzó a oírse el suave rumor del agua. Una escena comenzó a tomar forma en medio de la oscuridad. Era el interior de una caverna llena de agua, una especie de estanque subterráneo. Curiosamente, el agua parecía estar iluminada desde dentro, y resplandecía con una extraña luminiscencia rojiza.

En un momento dado, la imagen se sumergía en el agua y enfocaba el suelo lodoso. Atornillada en el suelo había una placa rectangular con una inscripción, una fecha y un nombre.

EN ESTE LUGAR, EN ESTA FECHA,

EL MUNDO CAMBIÓ PARA SIEMPRE.

La fecha era la del día siguiente. El nombre era el de Bertrand Zobrist.

Elizabeth sintió que un escalofrío le recorría la columna.

—¡¿Qué lugar es ese?! —preguntó—. ¡¿Dónde está?!

A modo de respuesta, el comandante dejó entrever su primera muestra de emoción: un profundo suspiro de decepción y preocupación.

—Doctora Sinskey —respondió—, esperaba que usted conociera la respuesta a esta pregunta.

A un kilómetro y medio de allí, en el paseo marítimo de la Riva degli Schiavoni, el paisaje que se veía en el mar había cambiado ligeramente. Cualquiera que se fijara podía observar que un enorme yate gris acababa de rodear una lengua de tierra que había al este y ahora se dirigía hacia la plaza de San Marcos.

«El Mendacium», pensó FS-2080, y sintió una oleada de miedo.

Su casco gris era inconfundible.

«El comandante se acerca…, y el tiempo se está agotando».

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