Inferno

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Capítulo 71

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Abriéndose paso entre la muchedumbre que había en la Riva degli Schiavoni, Langdon, Sienna y Ferris avanzaron pegados a la orilla del mar y al fin llegaron al extremo sur de la plaza de San Marcos, donde la amplia extensión abierta de la piazza se encontraba con el mar.

Allí, la multitud de turistas era casi impenetrable. La gente se agolpaba claustrofóbicamente a su alrededor para fotografiar las dos altas columnas que enmarcaban la plaza.

«La entrada oficial a la ciudad», pensó Langdon con ironía, pues sabía que hasta el siglo XVIII ese lugar también se había utilizado para realizar ejecuciones públicas.

En lo alto de una de las columnas de entrada se podía ver una extraña estatua de san Teodoro posando orgulloso con el legendario dragón que acababa de derrotar (y que a Langdon siempre le había parecido más bien un cocodrilo).

En lo alto de la segunda, estaba el ubicuo símbolo de Venecia. En toda la ciudad se podían ver varias representaciones del león alado con un libro abierto, en el que se leía la inscripción en latín Pax tibi Marce evangelista meus («Que la paz esté contigo, Marcos, mi evangelista»). Según la leyenda, esas fueron las palabras que pronunció un ángel cuando san Marcos llegó a la ciudad, junto con la predicción de que un día su cuerpo descansaría allí. Esa leyenda fue la justificación que más adelante esgrimirían los venecianos para exhumar los huesos del santo en Alejandría y traerlos a la basílica de San Marcos.

Langdon señaló el edificio, al otro lado de la plaza.

—Si nos separamos, nos vemos en la puerta.

Los demás estuvieron de acuerdo y comenzaron a avanzar pegados a la pared occidental del Palacio Ducal para evitar la aglomeración. A pesar de las leyes que prohibían darles de comer, las famosas palomas de Venecia parecían disfrutar de una salud estupenda. Se las podía ver picoteando tranquilamente alrededor de los pies de la gente o revoloteando por las terrazas de las cafeterías, donde saqueaban las paneras descubiertas y atormentaban a los camareros con esmoquin.

A diferencia de la mayoría de plazas de Europa, la de San Marcos no tenía forma cuadrada sino de letra ele. El tramo más corto —conocido como piazzetta— conectaba el mar y la basílica. Más adelante, la plaza hacía un giro de noventa grados y comenzaba el tramo más largo, que iba de la basílica hasta el Museo Correr. Curiosamente, en vez de ser rectilíneo, ese tramo era un trapezoide irregular que se estrechaba de forma sustancial en un extremo. Esa ilusión hacía que la plaza pareciera mucho más larga de lo que era en realidad, un efecto acentuado por la cuadrícula de baldosas cuyos dibujos delimitaban el espacio de las paradas de los vendedores callejeros del siglo XV.

Mientras seguía avanzando hacia el codo de la plaza, Langdon pudo ver a lo lejos el reloj astronómico de la Torre dell’Orologio de San Marcos; el mismo a través del cual James Bond arrojaba a un villano en la película Moonraker.

No fue hasta ese momento, al adentrarse en la plaza, que Langdon pudo apreciar del todo la característica más singular de la ciudad.

«El ruido».

Como carecía de coches y vehículos motorizados de tierra, en Venecia no había el habitual ruido del tráfico, los autobuses y las sirenas, y en sus calles, en cambio, se podía oír un inusual tapiz de voces humanas, arrullos de palomas y cadenciosos violines en plena serenata a los clientes de las terrazas. Los sonidos de Venecia no se parecían a los de ningún otro centro metropolitano del mundo.

El sol del atardecer iluminaba la plaza de San Marcos desde el oeste, proyectando alargadas sombras en las baldosas de la plaza. Langdon levantó la mirada hacia la alta torre del Campanile, que se elevaba sobre la plaza y dominaba el perfil de la ciudad. La loggia superior de la torre estaba abarrotada con centenares de personas. La mera idea de estar ahí le daba escalofríos, así que bajó la mirada y siguió abriéndose paso entre el mar de gente.

Sienna podría haber mantenido fácilmente el paso de Langdon, pero Ferris iba algo rezagado y ella prefería tener a ambos hombres a la vista. En un momento dado, sin embargo, la distancia entre ellos se hizo demasiado pronunciada, y se volvió hacia atrás con impaciencia. Ferris se señaló el pecho, indicándole que le faltaba la respiración y que siguiera adelante.

Sienna le hizo caso y aceleró el paso detrás de Langdon. Un momento después, sin embargo, una persistente sensación la detuvo. Tenía la extraña sospecha de que Ferris se había quedado rezagado intencionadamente…, como si quisiera poner distancia entre ellos.

Hacía tiempo que había aprendido a confiar en su instinto, así que se escondió en un portal y esperó a que apareciera.

«¡¿Dónde se ha metido?!».

Era como si ya no intentara ir detrás de ellos. Sienna comenzó a examinar los rostros de la gente y al fin lo encontró. Para su sorpresa, se había detenido y estaba tecleando algo en su teléfono móvil.

«El mismo que supuestamente no tenía batería».

Sienna fue presa de un miedo visceral, y de nuevo supo que debía confiar en su instinto.

«En el tren me ha mentido».

Mientras lo observaba, intentó imaginar qué estaba haciendo. ¿Enviaba un mensaje secreto a alguien? ¿Investigaba a sus espaldas? ¿Intentaba resolver el misterio del poema de Zobrist antes de que lo hicieran Langdon y ella?

Fuera cual fuese la explicación, estaba claro que antes le había mentido abiertamente.

«No puedo confiar en él».

Sienna se preguntó entonces si debía encararle, pero decidió que sería mejor desaparecer entre la multitud antes de que la viera y seguir avanzando en dirección a la basílica. «Tengo que avisar a Langdon para que no le revele nada más a Ferris».

Estaba a unos cuarenta y cinco metros de la basílica cuando notó que le agarraban del suéter por la espalda.

Se dio la vuelta y se encontró cara a cara con Ferris.

El hombre del sarpullido respiraba con gran dificultad. Estaba claro que había corrido entre la muchedumbre para darle alcance. En su expresión se adivinaba cierta desesperación que Sienna no había advertido antes.

—Lo siento —dijo él, sin apenas poder respirar—. Me he perdido entre la gente.

En cuanto lo miró a los ojos, lo supo.

«Está ocultando algo».

Cuando finalmente llegó a la basílica de San Marcos, a Langdon le sorprendió descubrir que sus dos acompañantes ya no iban detrás de él. También, que no hubiera ninguna cola para entrar en la iglesia; aunque, claro, a esa hora, la mayoría de los turistas —sin energía tras un copioso almuerzo de pasta y vino— preferían pasear por las piazzas o tomar un café en vez de seguir absorbiendo historia.

Suponiendo que Sienna y Ferris llegarían en cualquier momento, Langdon aprovechó para admirar una vez más la entrada de la basílica. A veces se le criticaba «un vergonzoso exceso de entradas», pues prácticamente toda la fachada del edificio estaba ocupada por cinco grandes y profundas entradas cuyos haces de columnas, arcos abovedados y enormes puertas de bronce hacían del edificio, cuando menos, francamente invitador.

El aspecto de la basílica de San Marcos, uno de los mejores ejemplos de arquitectura bizantina, era liviano y caprichoso. En contraste con las austeras torres grises de las catedrales de Notre Dame o Chartres, la de San Marcos resultaba imponente y, sin embargo, también más terrenal. Era más ancha que alta, y estaba coronada por cinco protuberantes cúpulas blanquecinas de apariencia ligera y casi festiva, razón por la cual algunas guías comparaban el edificio con un pastel de boda cubierto de merengues.

Sobre la entrada principal de la iglesia, contemplando la plaza que llevaba su nombre desde las alturas, había una esbelta estatua de san Marcos. Sus pies descansaban sobre un arco de color azul oscuro salpicado de estrellas doradas; un colorista fondo en el que destacaba un reluciente león alado.

Era debajo de ese león alado, sin embargo, donde se podía ver uno de los tesoros más famosos de la basílica: cuatro enormes caballos de cobre que en ese momento relucían bajo la luz del sol del atardecer.

Los caballos de San Marcos.

En una posición en la que parecía que iban a saltar en cualquier momento a la plaza, esos cuatro valiosísimos caballos, como muchos otros tesoros en Venecia, habían sido robados en Constantinopla durante las Cruzadas. En el rincón sudoeste de la iglesia se exhibía otra obra de arte obtenida en un saqueo: una talla de pórfido púrpura conocida como Los tetrarcas. La estatua era famosa por el pie que le faltaba. Se había roto durante su robo de Constantinopla en el siglo XIII. Milagrosamente, en la década de 1960, el pie fue hallado en Estambul. Las autoridades venecianas pidieron entonces la pieza que le faltaba a su estatua, pero los turcos respondieron con un mensaje muy claro: «Ustedes robaron la estatua; nosotros nos quedamos el pie».

—¿Señor, compra? —dijo una voz femenina, provocando que Langdon bajara la mirada.

Una corpulenta gitana sostenía una percha de la cual colgaba una colección de máscaras venecianas. La mayoría seguían el popular estilo volto intero (las estilizadas máscaras blancas de cara completa que solían llevar las mujeres durante el Carnaval), pero su colección también contenía algunas alegres colombinas de media cara, bautas de prominente barbilla triangular y una moretta sin correa. A pesar de su colorida oferta, fue una máscara gris y negra que había en lo alto de la percha la que llamó la atención de Langdon. Sus amenazadores ojos muertos parecían mirarlo directamente sobre una larga nariz picuda.

«El médico de la plaga». Langdon apartó la mirada. No necesitaba que le recordaran qué estaba haciendo en Venecia.

—¿Compra? —repitió la mujer gitana.

Langdon sonrió débilmente y negó con la cabeza.

Sono molto belle, ma no, grazie.

Langdon observó la siniestra máscara de la plaga mientras se alejaba oscilando arriba y abajo entre la gente. Respiró hondo y volvió a alzar la mirada a los cuatro caballos del balcón de la primera planta.

Y, de repente, cayó en la cuenta.

Sintió en su interior una repentina colisión de una multitud de elementos: los caballos de San Marcos, las máscaras venecianas y los tesoros saqueados de Constantinopla.

—Dios mío —susurró—. ¡Eso es!

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