Inferno

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Capítulo 74

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«El mismo aire parece estar hecho de oro».

Robert Langdon había visitado muchas catedrales majestuosas en su vida, pero la atmósfera de la Chiesa d’Oro de San Marcos siempre le había parecido singular. Durante siglos se había dicho que solo con respirar el aire de su interior uno se volvía más rico. Esa afirmación había que entenderla no solo metafóricamente, sino también de forma literal.

A causa de su revestimiento interior de varios millones de antiguos azulejos dorados, se decía que la mayor parte de las partículas de polvo suspendidas en el aire eran verdaderas motas de oro. Este polvo de oro en suspensión, combinado con la brillante luz del sol que entraba a través del gran ventanal que daba a occidente, le confería al lugar una vibrante atmósfera que ayudaba a los fieles a obtener tanto el bienestar espiritual como un enriquecimiento más mundano debido a lo dorado de sus pulmones (siempre y cuando inhalaran profundamente).

A esa hora, el sol bajo que penetraba en la iglesia por la ventana de poniente se extendía por encima de sus cabezas como un amplio abanico reluciente o un radiante toldo de seda. Sobrecogido, Langdon no pudo evitar dar un gran suspiro, y tuvo la sensación de que Sienna y Ferris hacían lo mismo a su espalda.

—¿Por dónde tenemos que ir? —susurró Sienna.

Langdon señaló un tramo de escaleras ascendentes. El museo se encontraba en el piso superior y en él había una amplia exposición dedicada a los caballos de San Marcos. Estaba convencido de que ahí averiguarían rápidamente la identidad del misterioso dux que había cortado las cabezas a los animales.

Mientras subían por la escalera, Langdon advirtió que Ferris, que iba delante, volvía a respirar con dificultad. Luego, Sienna llamó su atención; ya llevaba varios minutos haciéndolo. Con expresión de alarma, la joven señaló a Ferris con la cabeza y le dijo algo en voz baja que no pudo entender. Antes de que pudiera preguntarle qué estaba intentando decirle, Ferris volvió la cabeza. Por suerte, lo hizo una fracción de segundo tarde, pues Sienna ya estaba mirándolo otra vez a él.

—¿Se encuentra bien, doctor? —preguntó inocentemente.

Ferris asintió y apretó el paso.

«Qué buena actriz —pensó Langdon—, ¿qué estaba intentando decirme?».

Al llegar al balcón del primer piso pudieron contemplar toda la basílica extendiéndose a sus pies. La planta del santuario era de cruz griega, de modo que su aspecto era mucho más cuadrado que los alargados rectángulos de San Pedro o Notre Dame. Como la distancia entre el nártex y el altar era menor, San Marcos transmitía una sensación de robustez y firmeza, así como de mayor accesibilidad.

Para no parecer demasiado accesible, sin embargo, el altar de la iglesia se encontraba detrás de una pantalla de columnas coronada por un imponente crucifijo. Protegido por un elegante ciborio, en él se exhibía uno de los retablos más valiosos del mundo, el célebre Pala d’Oro, un extenso telón de fondo de plata dorada. Este «paño de oro» era una tela solo en el sentido de que se trataba de una suerte de tapiz de obras diversas —la mayoría bizantinas— combinadas en un único marco gótico. Adornada con unas trescientas perlas, cuatrocientos granates, trescientos zafiros y multitud de esmeraldas, amatistas y rubíes, la Pala d’Oro estaba considerada, junto con los caballos de San Marcos, uno de los mayores tesoros de Venecia.

En arquitectura, la palabra «basílica» definía cualquier iglesia de estilo bizantino y oriental erigida en Europa y Occidente. San Marcos, una réplica de la basílica de los Santos Apóstoles de Justiniano en Constantinopla, era tan oriental que no pocas guías sugerían que se trataba de una alternativa viable a las mezquitas turcas, muchas de las cuales eran catedrales bizantinas reconvertidas en templos musulmanes.

Si bien a Langdon jamás se le ocurriría considerar la basílica de San Marcos un mero sustituto de las espectaculares mezquitas de Turquía, tenía que admitir que la pasión que pudiera sentir uno por el arte bizantino podía verse satisfecha con una visita a la suite secreta que había en el ala derecha de la iglesia, donde se ocultaba el supuesto tesoro de San Marcos, una rutilante colección de 283 iconos, joyas y cálices preciosos adquirida durante el segundo saqueo de Constantinopla.

Langdon se alegró de encontrar la basílica relativamente tranquila esa tarde. Todavía había grupos de gente, pero al menos disponían de suficiente espacio para moverse. Serpenteando entre el gentío, Langdon guio a Ferris y Sienna hasta el ventanal occidental, en el cual había una puerta por la que los visitantes podían salir al balcón y ver los caballos. Aunque estaba convencido de que identificarían enseguida al dux en cuestión, le seguía preocupando el paso que debían dar después: localizar al mismo dux. «¿Su tumba? ¿Su estatua?». Teniendo en cuenta los cientos de estatuas que había en la misma iglesia, la cripta y las tumbas abovedadas del brazo norte, eso requeriría, sin duda, algún tipo de ayuda.

Langdon vio entonces a una joven guía en plena visita con un grupo y, tan educadamente como pudo, interrumpió su discurso.

—Disculpe —dijo—. ¿Está aquí esta tarde Ettore Vio?

Ettore Vio. —La mujer miró a Langdon extrañada—. Sì, claro, ma… —De repente se quedó callada y se le encendieron los ojos—. Lei è Roberto Langdon, non?! Usted es Robert Langdon, ¿verdad?

Langdon sonrió con paciencia.

Sì, sono io. ¿Es posible hablar con Ettore?

Sì, sì! —La mujer le indicó a su grupo que esperara un momento y salió corriendo.

Tiempo atrás, Langdon y el conservador del museo, Ettore Vio, habían aparecido juntos en un breve documental sobre la basílica, y desde entonces se habían mantenido en contacto.

—Ettore ha escrito un libro sobre la basílica —le explicó Langdon a Sienna—. Bueno, en realidad, varios.

Ella todavía parecía extrañamente nerviosa con Ferris, que se mantenía cerca de ellos mientras Langdon conducía al grupo por el primer piso en dirección al ventanal occidental y la puerta por la que se podía salir al balcón donde estaban los caballos. Al llegar al ventanal pudieron discernir la silueta de los musculosos cuartos traseros de los caballos recortada por el sol del atardecer. En el balcón, los turistas disfrutaban de un contacto cercano con los caballos así como de una espectacular vista de la plaza de San Marcos.

—¡Ahí están! —exclamó Sienna, dirigiéndose hacia la puerta que conducía al balcón.

—No exactamente —dijo Langdon—. Los caballos que vemos en el balcón no son más que réplicas. Los verdaderos caballos de San Marcos se conservan dentro por razones de seguridad y preservación.

Langdon guio a Sienna y Ferris por un corredor hasta un receso bien iluminado en el que un idéntico grupo de cuatro caballos parecía trotar hacia ellos bajo unas bóvedas de ladrillo.

Langdon señaló las estatuas con admiración.

—Aquí están los originales.

Cada vez que Langdon veía los caballos de cerca, no podía evitar maravillarse de la textura y el detalle de su musculatura. El color dorado verdoso que cubría la superficie no hacía sino intensificar el dramático aspecto de la textura de su piel. Para Langdon, la existencia de esos cuatro caballos perfectamente conservados a pesar de su tumultuoso pasado era un recordatorio de la importancia de preservar el gran arte.

—Los collares —dijo Sienna, señalando las colleras decorativas—. ¿Has dicho que los añadieron más adelante? ¿Para tapar la juntura?

Langdon les había contado a Sienna y a Ferris la extraña historia de las «cabezas cortadas» que había leído en la página web de ARCA.

—Al parecer, sí —dijo Langdon, y se acercó al rótulo informativo que había al lado.

—¡Roberto! —exclamó de repente una amigable voz a su espalda—. ¡Me insultas!

Al volverse, Langdon vio que entre la gente se abría paso Ettore Vio, un hombre de cabello canoso y aspecto jovial ataviado con un traje azul y que llevaba los anteojos colgando de una cadena alrededor del cuello.

—¿Te atreves a venir a mi Venecia y no llamarme?

Langdon sonrió y le dio la mano.

—Me gusta sorprenderte, Ettore. Tienes buen aspecto. Estos son mis amigos, la doctora Brooks y el doctor Ferris.

Ettore los saludó, y luego retrocedió un paso para poder mirar a Langdon de arriba abajo.

—¿Viajas con médicos? ¿Estás enfermo? ¿Y la ropa que llevas? ¿Es que te estás volviendo italiano?

—Ninguna de las dos cosas —dijo Langdon con una risa ahogada—. He venido en busca de información sobre los caballos.

Ettore parecía intrigado.

—¿Hay algo que el famoso profesor todavía no sepa?

Langdon se rio.

—Estoy interesado en la historia de cómo fueron decapitados durante las Cruzadas para poder transportarlos.

Ettore Vio se quedó como si Langdon acabara de preguntar por las hemorroides de la reina.

—Por el amor de Dios, Robert —susurró—, de eso nunca hablamos. Si quieres ver cabezas cortadas, te puedo enseñar el célebre Carmagnola decapitado o…

—Ettore, necesito saber qué dux hizo cortar sus cabezas.

—Eso nunca sucedió —contestó Ettore a la defensiva—. He oído leyendas, por supuesto, pero históricamente no hay nada que sugiera que ningún dux…

—Ettore, por favor —dijo Langdon—. Según la leyenda, ¿qué dux fue?

Ettore se puso los anteojos y miró a Langdon.

—Bueno, según la leyenda, nuestros queridos caballos fueron transportados por el dux más listo y mentiroso de Venecia.

—¿Mentiroso?

—Sí, el dux que engañó a todo el mundo para participar en las Cruzadas. —Se detuvo un momento y miró a Langdon, expectante—. El que debía ir a Egipto con dinero del ducado, pero redirigió sus tropas y en vez de eso saqueó Constantinopla.

«Suena a traición», pensó Langdon.

—¿Y cómo se llamaba?

Ettore frunció el ceño.

—Robert, pensaba que eras un experto en historia mundial.

—Sí, pero el mundo es muy grande, y la historia, muy larga. Me vendría bien algo de ayuda.

—Está bien, una última pista.

Langdon iba a protestar, pero tuvo la sensación de que malgastaría el aliento.

—Tu dux vivió casi un siglo —dijo Ettore—. Un milagro en su época. La superstición atribuyó su longevidad al valiente acto de haber recuperado los huesos de Santa Lucía en Constantinopla y traerlos de vuelta a Venecia. Santa Lucía perdió los ojos por…

—¡Recuperó los huesos de la ciega! —exclamó Sienna mirando a Langdon, que había pensado exactamente lo mismo.

Ettore miró a Sienna, extrañado.

—En cierto modo, supongo que sí.

Ferris parecía cada vez más pálido. Como si no hubiera recobrado el aliento tras la larga caminata por la plaza y el ascenso por la escalera.

—Debería añadir —dijo Ettore— que el dux quería tanto a santa Lucía porque él mismo era ciego. Cuando tenía casi noventa años, animó a la gente a unirse a la Cruzada en esta misma plaza.

—Sé quién es —dijo Langdon.

—¡Bueno, eso espero! —respondió Ettore con una sonrisa.

Como a su memoria eidética se le daban mejor las imágenes que las ideas descontextualizadas, a Langdon la revelación le llegó en forma de una obra de arte, una famosa ilustración de Gustave Doré en la que aparecía un dux ciego con los brazos levantados e incitando a la gente a unirse a la Cruzada. Recordaba bien el título de la ilustración de Doré: Dandolo tomando la cruz.

—Enrico Dandolo —declaró Langdon—. El dux que vivió eternamente.

—¡Al fin! —exclamó Ettore—. Me temo que tu mente ha envejecido, amigo mío.

—Sí, con el resto del cuerpo. ¿Está enterrado aquí?

—¿Dandolo? —Ettore negó con la cabeza—. No, aquí no.

—¿Dónde? —preguntó Sienna—. ¿En el Palacio Ducal?

Ettore se quitó los anteojos y lo consideró.

—Un momento, hay tantos dux que no recuerdo…

Antes de que Ettore terminara, apareció un guía y se lo llevó a un lado para decirle algo al oído. Ettore se puso tenso y, alarmado, corrió a la baranda para mirar la planta baja del santuario. Un momento después, se volvió hacia Langdon y dijo:

—Ahora vengo —y se marchó apresuradamente.

Desconcertado, Langdon se acercó a la baranda y se asomó. «¿Qué está pasando ahí abajo?».

Al principio no vio nada, solo turistas que deambulaban de un lado a otro. Un momento después, sin embargo, se dio cuenta de que muchos de ellos estaban mirando en la misma dirección. Siguió su mirada y, de repente, vio el grupo de soldados vestidos de negro que acababa de entrar en la iglesia y se estaba desplegando por el nártex para bloquear todas las salidas.

«Los soldados de negro». Langdon notó que sus manos apretaban con fuerza la baranda.

—¡Robert! —gritó Sienna a su espalda.

Langdon seguía mirando a los soldados. «¿Cómo nos han encontrado?».

—¡Robert! —volvió a gritar—. ¡Algo va mal! ¡Ayúdame!

Langdon se volvió.

«¿Dónde están?».

Un instante después los vio. Frente a los caballos de San Marcos, Sienna estaba arrodillada junto al doctor Ferris, que se agarraba del pecho y sufría convulsiones.

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