Inferno

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Capítulo 76

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La gitana que vendía máscaras venecianas en la plaza de San Marcos permanecía apoyada en el muro exterior de la basílica, tomándose un descanso. Como siempre, había ido a su lugar favorito, un pequeño nicho que había entre dos rejas metálicas del suelo, ideal para dejar su pesada carga y disfrutar de la puesta de sol.

Había presenciado muchas cosas en la plaza de San Marcos a lo largo de los años. El extraño acontecimiento que en ese momento llamaba su atención, sin embargo, no tenía lugar en la plaza, sino debajo. Sobresaltada por un fuerte ruido procedente de una de las rejas, la mujer se asomó al estrecho pozo de unos tres metros que había detrás y vio que al fondo había una silla plegable.

Para sorpresa de la vendedora, de repente apareció una hermosa mujer rubia y, tras subirse a la silla, extendió los brazos para intentar abrir la reja.

«Eres demasiado baja —pensó la gitana—. ¿Exactamente qué pretendes?».

La rubia bajó de la silla y habló con alguien que había dentro del edificio. Aunque en el estrecho pozo apenas había espacio, de repente apareció a su lado un hombre alto y de cabello oscuro ataviado con un elegante traje.

Él miró hacia arriba y sus ojos se cruzaron con los de la gitana a través de la reja de hierro. Luego, moviéndose con gran dificultad en ese angosto espacio, intercambió su posición con la de la mujer rubia y se subió encima de la tambaleante silla. Era más alto y, al extender las manos, pudo abrir el pestillo de seguridad de la reja. Luego, de puntillas sobre la silla, colocó las manos en la reja y empujó hacia arriba. Consiguió levantarla un par de centímetros, pero al final tuvo que dejarla caer.

Può darci una mano? —le pidió la rubia a la gitana.

«¿Darles una mano? —pensó la vendedora, sin intención alguna de implicarse—. ¿Qué están haciendo?».

La rubia tomó entonces una billetera de hombre que llevaba encima, sacó un billete de cien euros y lo agitó en el aire. Era más dinero del que ganaba en tres días con las máscaras. Experta negociadora, negó con la cabeza y extendió dos dedos. La otra sacó un segundo billete.

Sin creer en su buena suerte, la mujer se encogió de hombros y, con fingida indiferencia, se agachó y agarró los barrotes al tiempo que miraba al hombre a los ojos para sincronizar su esfuerzo.

Él volvió a empujar la reja, y la gitana tiró entonces hacia arriba con unos brazos fortalecidos a base de años de cargar peso. La reja se levantó… hasta la mitad. Justo cuando ella creía que ya lo habían conseguido, se oyó un fuerte estrépito en el pozo y el hombre desapareció junto a la mujer y la silla plegable.

La reja de hierro era demasiado pesada para sus manos, y la gitana pensó que tendría que soltarla, pero la promesa de los doscientos euros le dio fuerzas. Consiguió levantarla del todo y dejarla caer sobre la pared de la basílica, contra la que golpeó ruidosamente.

Sin aliento, la gitana se asomó al pozo y vio en el suelo los cuerpos de la pareja y la silla rota. Cuando el hombre se puso de pie y comenzó a limpiarse, la gitana extendió la mano para que le diera su dinero.

La rubia asintió y sostuvo en alto los dos billetes. La gitana extendió la mano, pero estaba demasiado lejos.

«Dale el dinero al hombre».

De repente, en el pozo se produjo una gran conmoción y se oyeron gritos. El hombre y la mujer se dieron la vuelta hacia el interior de la basílica y retrocedieron un paso.

Luego se produjo el caos.

Rápidamente, el hombre se hizo cargo de la situación y, tras agacharse, le ordenó a la mujer que colocara el pie en sus manos entrelazadas. Esta lo hizo, y él la alzó. Ella llevaba los billetes en los dientes para dejar libres las manos. El hombre la alzó más alto…, más alto…, hasta que al fin ella pudo agarrar al borde.

Con un gran esfuerzo, salió a la plaza como una mujer que salía de una piscina. Dejó los billetes en las manos de la gitana y enseguida se dio la vuelta y se arrodilló en el borde para ayudar a salir al hombre.

Demasiado tarde.

Unos poderosos brazos de mangas negras aparecieron en el fondo del pozo cual tentáculos de un hambriento monstruo, agarraron las piernas del hombre y tiraron de él de vuelta a la ventana.

—¡Corre, Sienna! —exclamó el hombre—. ¡Ahora!

La gitana vio cómo intercambiaban una mirada de pesar, y luego todo terminó.

Al hombre lo arrastraron de vuelta a la basílica.

La mujer se quedó mirando un momento el pozo, conmocionada y con los ojos llenos de lágrimas.

—Lo siento mucho, Robert —susurró. Y, tras una pausa, añadió—: Por todo.

Un momento después, salió corriendo hacia la muchedumbre. La gitana pudo ver cómo la cabellera rubia se balanceaba de un lado a otro mientras se alejaba por el estrecho callejón de la Merceria dell’Orologio y desaparecía en el corazón de Venecia.

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