Inferno

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Capítulo 77

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El suave sonido del rumor del agua hizo que Robert Langdon volviera poco a poco en sí. El olor de los antisépticos se mezclaba con el aire salado del mar y el suelo parecía balancearse.

«¿Dónde estoy?».

Unos momentos antes se había entregado a una lucha mortal contra unos poderosos brazos que lo habían arrastrado de vuelta a la cripta. Por alguna razón, bajo su cuerpo ya no sentía el frío suelo de piedra de la basílica de San Marcos, sino el contacto de un suave colchón.

Langdon abrió los ojos y examinó el lugar en el que se encontraba. Era una pequeña habitación de aspecto limpio y con una única ventana. El movimiento de balanceo continuaba.

«¿Estoy en un barco?».

Lo último que recordaba era haber sido inmovilizado en el suelo por un soldado vestido de negro que no dejaba de decirle: «¡Deje de resistirse!».

Langdon se había puesto entonces a gritar con todas sus fuerzas para pedir ayuda mientras los demás hombres intentaban taparle la boca.

—Tenemos que sacarlo de aquí —le dijo un soldado a otro.

Su compañero asintió.

—Hazlo.

Langdon notó entonces que una mano experta buscaba las arterias y venas de su cuello. Tras localizar el punto exacto de la carótida, los dedos aplicaron una presión firme y precisa. Unos segundos después, su visión se difuminó y notó cómo se desvanecía por la falta de oxígeno en su cerebro.

«Me están matando —pensó Langdon—. Aquí mismo, en la tumba de san Marcos».

Todo se oscureció, pero de forma incompleta, parecía más bien una visión en gris salpicada de formas y sonidos apagados.

Langdon no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado, pero parecía que el mundo volvía a tomar forma. Tenía la sensación de estar a bordo de alguna especie de enfermería. La estéril decoración y el aroma de alcohol isopropílico creaban una extraña sensación de déjà vu; como si hubiera regresado al punto de partida despertándose como la noche anterior, en la cama de un hospital desconocido con apenas unos recuerdos borrosos.

Pensó entonces en Sienna y se preguntó si estaría bien. Todavía recordaba sus ojos café mirándolo desde lo alto del pozo, llenos de remordimiento y miedo. Langdon esperaba que hubiera conseguido escapar de Venecia a salvo.

«Estamos en el país equivocado», le había dicho Langdon al caer en la cuenta de la verdadera localización de la tumba de Enrico Dandolo. El misterioso mouseion de santa sabiduría no estaba en Venecia sino a un mundo de distancia. Tal y como advertía el texto de Dante, el críptico significado del poema estaba oculto «bajo el velo de tan extraños versos».

Langdon pretendía explicárselo todo a Sienna en cuanto escaparan de la cripta, pero no había tenido oportunidad.

«Ha huido creyendo que he fallado».

Langdon sintió un nudo en el estómago.

«La plaga todavía está ahí fuera, a un mundo de distancia».

Oyó los pasos de unas gruesas botas en el pasillo y, al volverse, vio que un hombre vestido de negro entraba en la habitación. Se trataba del mismo soldado musculoso que lo había inmovilizado contra el suelo. Su mirada era gélida. Langdon sintió el instinto de huir, pero no había hacia dónde hacerlo. «Esta gente puede hacer lo que quiera conmigo».

—¿Dónde estoy? —preguntó Langdon en el tono más desafiante del que fue capaz.

—En un yate anclado en las aguas de Venecia.

Langdon observó el medallón verde del uniforme del hombre. Era un globo terráqueo rodeado por las siglas ECDC. Langdon no había visto nunca el símbolo ni el acrónimo.

—Necesitamos información —dijo el soldado—, y no tenemos mucho tiempo.

—¿Por qué iba a decirles algo? —preguntó Langdon—. Casi me matan.

—Para nada. Hemos utilizado una técnica de inmovilización de judo llamada «shime waza». No teníamos intención de hacerle daño.

—¡Esta mañana me han disparado! —declaró Langdon, recordando claramente el tiro al guardabarros de la moto de Sienna—. Su bala ha fallado por poco, casi me da en la base de la columna.

El hombre lo miró con el ceño fruncido.

—Si hubiera querido darle en la base de la columna vertebral, lo habría hecho. He disparado una sola vez a la rueda de la moto para impedir que huyeran. Mis órdenes consistían en establecer contacto con usted y averiguar por qué estaba actuando de forma tan errática.

Antes de que Langdon pudiera procesar lo que el hombre le acababa de decir, dos soldados más aparecieron por la puerta y se acercaron a su cama.

Entre ellos iba una mujer.

Una aparición.

Etérea e inmaterial.

Langdon la reconoció de inmediato. Era la visión de sus alucinaciones. Se trataba de una mujer hermosa, de largo cabello plateado y con un amuleto de lapislázuli alrededor del cuello. Como se le había aparecido en medio de un terrorífico paisaje de cadáveres, Langdon necesitó un momento para creer que realmente la tenía delante en carne y hueso.

—Profesor Langdon —dijo ella al llegar al lado de la cama, y sonrió con cansancio—. Es un alivio comprobar que se encuentra usted bien. —Se sentó a su lado y le tomó el pulso—. Me han dicho que sufre amnesia. ¿Me recuerda?

Langdon examinó un momento a la mujer.

—He tenido… alucinaciones con usted, pero no recuerdo que nos hayamos visto en la vida real.

La mujer se inclinó hacia él con una empática expresión en el rostro.

—Mi nombre es Elizabeth Sinskey. Soy la directora de la Organización Mundial de la Salud, y lo recluté para que me ayudara a encontrar…

—Una plaga —dijo Langdon—. Creada por Bertrand Zobrist.

Sinskey sonrió, animada.

—¿Lo recuerda?

—No, esta mañana me he despertado en un hospital con un extraño proyector y sufriendo unas alucinaciones en las que aparecía usted diciéndome que buscara y hallara. Eso era lo que estaba intentando hacer cuando estos hombres han intentado matarme. —Langdon los señaló.

El soldado musculoso pareció irritarse y quería decir algo, pero Elizabeth Sinskey lo silenció con un movimiento de mano.

—Profesor —dijo ella a media voz—, no tengo ninguna duda de que se encuentra muy confundido. Como persona responsable de haberle involucrado en todo este asunto, me siento horrorizada por lo que ha ocurrido, y me alegro de que esté a salvo.

—¿A salvo? —respondió Langdon—. ¡Estoy prisionero en un barco! —«¡Igual que usted!».

La mujer del cabello plateado asintió comprensivamente.

—Me temo que, a causa de su amnesia, muchos aspectos de lo que le voy a contar le resultarán desconcertantes. No obstante, el tiempo se agota y mucha gente necesita su ayuda.

Sinskey vaciló, sin saber bien cómo continuar.

—En primer lugar —comenzó a decir—, necesito que comprenda que el agente Brüder y su equipo nunca han intentado hacerle daño. Actuaban bajo órdenes directas de restablecer contacto con usted como fuera.

—¿Restablecer? No lo…

—Por favor, profesor, limítese a escuchar. Todo quedará aclarado. Se lo prometo.

Langdon se recostó en la cama de la enfermería. Los pensamientos se arremolinaban en su cabeza. La doctora Sinskey prosiguió.

—El agente Brüder y sus hombres son una unidad AVI: Apoyo para la Vigilancia y la Intervención. Trabajan bajo el auspicio del Centro Europeo para la Prevención y Control de Enfermedades.

Langdon miró los medallones con las siglas ECDC. «¿Prevención y Control de Enfermedades?».

—Su equipo —prosiguió ella— está especializado en detectar y contener amenazas de enfermedades contagiosas. Esencialmente se trata de un cuerpo especial dedicado a la mitigación de riesgos graves para la salud a gran escala. Usted era mi principal esperanza de encontrar el agente infeccioso que Zobrist ha creado, de modo que, cuando usted desapareció, di órdenes a la unidad AVI de que lo encontraran… Previamente, los había hecho venir a Florencia para que me ayudaran.

Langdon no entendía nada.

—¿Estos soldados trabajan para usted?

Ella asintió.

—Cedidos por el ECDC. Anoche, cuando usted desapareció e interrumpió la comunicación telefónica, creímos que le había pasado algo. Hasta esta mañana, cuando nuestro equipo informático ha visto que consultaba usted su cuenta de correo de Harvard, hemos descubierto que estaba vivo. Nuestra única explicación para su extraño comportamiento ha sido que había cambiado de bando; creíamos que otra persona le había ofrecido una gran suma de dinero por el agente infeccioso.

—¡Eso es absurdo! —exclamó Langdon, negando con la cabeza.

—Sí, parecía un escenario improbable, pero era la única explicación lógica; y como hay tanto en juego, no podíamos correr ningún riesgo. Por supuesto, nunca imaginamos que podía usted estar sufriendo amnesia. Cuando nuestro equipo informático ha visto que su cuenta de correo de Harvard se activaba, hemos rastreado la dirección IP hasta un apartamento de Florencia, al que hemos acudido de inmediato. Usted, sin embargo, se ha escapado con la mujer en un ciclomotor, lo cual no ha hecho sino aumentar nuestras sospechas de que trabajaba para otro.

—¡Ha pasado por nuestro lado! —exclamó Langdon—. La he visto en el asiento trasero de una furgoneta negra, rodeada de soldados. Pensaba que era su prisionera. Parecía que deliraba, como si la hubieran drogado.

—¿Nos ha visto? —La doctora Sinskey estaba sorprendida—. Efectivamente, tiene usted razón, me habían medicado. —Se detuvo un momento—, pero solo porque yo se lo había pedido.

Langdon no entendía nada. «¿Les pidió que la drogaran?».

—Puede que no lo recuerde —dijo Sinskey—, pero cuando nuestro avión C-130 aterrizó en Florencia, la presión cambió y sufrí un ataque de lo que se conoce como vértigo posicional paroxístico; una afección del oído interno extremadamente debilitadora que ya había experimentado alguna vez. Es temporal y no es grave, pero sus víctimas sufren mareos y náuseas, y apenas pueden sostenerse de pie. En circunstancias normales, me habría ido a la cama a esperar que se me pasaran las intensas náuseas, pero como nos encontramos en medio de esta crisis, me he prescrito a mí misma inyecciones de metoclopramida cada hora para evitar los vómitos. Esta droga provoca una intensa somnolencia, pero al menos me ha permitido dirigir las operaciones por teléfono desde la parte trasera de la furgoneta. La unidad AVI quería llevarme al hospital, pero yo les he ordenado que no lo hicieran hasta que hubiéramos restablecido contacto con usted. Afortunadamente, el vértigo ha pasado durante nuestro vuelo a Venecia.

Desconcertado, Langdon se dejó caer sobre la cama. «Me he pasado todo el día huyendo de la Organización Mundial de la Salud, la misma gente que me había reclutado en primer lugar».

—Ahora nos tenemos que concentrar en la plaga de Zobrist, profesor —declaró Sinskey en un tono de voz apremiante—. ¿Tiene alguna idea de dónde está? —Se lo quedó mirando con expectación—. Nos queda muy poco tiempo.

«Está muy lejos», quiso decir Langdon, pero algo le detuvo. Levantó la mirada hacia Brüder, el hombre que esa mañana le había disparado y que una hora atrás casi lo estrangula. La situación había cambiado tanto y en tan poco tiempo que Langdon ya no sabía qué debía creer.

Sinskey se inclinó hacia adelante.

—Creemos que el agente infeccioso se encuentra aquí en Venecia. ¿Es así? Díganos dónde y enviaré un equipo a tierra.

Langdon vaciló.

—¡Señor! —exclamó Brüder con impaciencia—. Está claro que sabe algo… ¡Díganos dónde está! ¿Es que no comprende lo que está a punto de ocurrir?

—¡Agente Brüder, ya basta! —le ordenó la doctora Sinskey al soldado. Luego se volvió otra vez hacia Langdon y siguió hablando a media voz—. Teniendo en cuenta todo por lo que ha pasado, es absolutamente comprensible que se sienta desorientado y no esté seguro de en quién puede confiar. —Lo miró a los ojos—. Pero nos queda muy poco tiempo, y le pido que confíe en mí.

—¿Puede ponerse de pie? —preguntó una nueva voz.

Un atildado hombre menudo y bronceado apareció en la puerta. Examinó a Langdon con estudiada serenidad, pero la sensación que transmitía su mirada era de peligro.

Sinskey le indicó a Langdon que se pusiera de pie.

—Profesor, este es un hombre con el que preferiría no colaborar, pero la situación es tan apremiante que no tenemos otra elección.

Langdon deslizó las piernas por un lateral de la cama y, tras ponerse de pie, se tomó un momento para recobrar el equilibrio.

—Sígame —dijo el hombre, ya de camino a la puerta—. Hay algo que es necesario que vea.

Langdon no se movió.

—¿Quién es usted?

El hombre se detuvo y juntó las puntas de los dedos.

—Los nombres no son importantes. Puede llamarme comandante. Dirijo una organización que, lamento decirlo, cometió la equivocación de ayudar a Bertrand Zobrist a conseguir su objetivo. Ahora estoy intentando corregir esa equivocación antes de que sea demasiado tarde.

—¿Qué quiere enseñarme? —preguntó Langdon.

El hombre se lo quedó mirando.

—Algo que le dejará bien claro que estamos todos en el mismo bando.

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