Inferno

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Capítulo 78

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Langdon siguió al hombre bronceado por el claustrofóbico laberinto de pasillos que había bajo cubierta. La doctora Sinskey y los soldados del ECDC iban detrás, en fila india. Al acercarse a una escalera, Langdon deseó subirla y salir al aire libre, pero descendieron todavía más en el barco.

En lo más profundo de las entrañas de la embarcación, su guía los condujo a través de un panal de cubículos de cristal. Algunos eran transparentes y otros opacos. Dentro de los cubículos insonorizados se podía ver a empleados tecleando en sus computadores o hablando por teléfono. Los que levantaron la mirada y repararon en el grupo que pasaba a su lado parecían seriamente alarmados de ver a desconocidos en esa parte del barco. El hombre bronceado asintió para tranquilizarlos y siguió adelante.

«¿Qué es este lugar?», se preguntó Langdon mientras pasaban por otra zona de trabajo igual de asfixiante.

Al fin, su anfitrión llegó a una gran sala de reuniones y entraron en ella. En cuanto estuvieron todos sentados, el hombre presionó un botón y las paredes de cristal se volvieron opacas con un silbido, aislándolos dentro. Langdon nunca había visto nada igual.

—¿Dónde estamos? —preguntó finalmente.

—Este es mi barco. El Mendacium.

¿Mendacium? —preguntó Langdon—. ¿El nombre latino de los Pseudologos, los dioses griegos del engaño?

El hombre se quedó impresionado.

—No mucha gente sabe eso.

«No es un apelativo muy noble», pensó Langdon. Los Mendacium eran oscuras deidades; los daimones especializados en falsedades, mentiras y patrañas.

El hombre sacó una pequeña tarjeta de memoria y la insertó en un equipo electrónico que había en el fondo de la sala. Una enorme pantalla LCD se encendió y las luces se apagaron.

En medio de un expectante silencio, Langdon oyó de repente el suave rumor del agua. Al principio creyó que provenía del exterior del barco, pero luego se dio cuenta de que salía de los altavoces de la pantalla. Poco a poco, una imagen comenzó a tomar forma: la húmeda pared de una caverna iluminada con una inconstante luz roja.

—Bertrand Zobrist grabó este video —dijo su anfitrión— y me pidió que mañana lo hiciera público.

Langdon observaba el extraño video sin apenas dar crédito a sus ojos. En el cavernoso espacio había una laguna en cuyas aguas se sumergía la cámara hasta llegar al suelo de lodo. Ahí había una placa con el siguiente mensaje: EN ESTE LUGAR, EN ESTA FECHA, EL MUNDO CAMBIÓ PARA SIEMPRE.

La placa estaba firmada por BERTRAND ZOBRIST.

La fecha era… el día de mañana.

«¡Dios mío!». Langdon se volvió hacia Sinskey en la oscuridad, pero ella había bajado la mirada al suelo. Parecía que ya había visto el video y que no se sentía capaz de hacerlo otra vez.

La imagen viró hacia la izquierda y Langdon vio entonces una desconcertante burbuja de plástico transparente que contenía un líquido gelatinoso de color amarillo pardusco. La delicada esfera parecía estar sujeta al suelo para no ascender a la superficie.

«¿Qué…?». Langdon examinó la bolsa distendida. El viscoso contenido parecía arremolinarse, casi como si ardiera a fuego lento.

Cuando al final cayó en cuenta, se quedó sin aliento. «La plaga de Zobrist».

—Pare el video —dijo Sinskey en la oscuridad.

La imagen quedó congelada: una bolsa de plástico suspendida bajo el agua; una nube de líquido flotando en el espacio.

—Creo que ya se imagina de qué se trata —le dijo Sinskey a Langdon—. La pregunta es, ¿cuánto tiempo más permanecerá el líquido en la bolsa? —Se acercó a la pantalla LCD y señaló una diminuta marca que había en el plástico transparente—. Esto nos indica de qué está hecha. ¿Puede leerlo?

Con el corazón latiéndole con fuerza, Langdon aguzó la mirada y leyó una palabra que parecía ser el nombre del fabricante: Solublon®.

—Es el fabricante de plásticos solubles en agua más grande del mundo —anunció Sinskey.

Langdon notó que se le hacía un nudo en el estómago.

—¡¿Está diciendo que esta bolsa se está… disolviendo?!

Sinskey asintió.

—Nos hemos puesto en contacto con el fabricante y hemos averiguado que fabrican docenas de plásticos solubles. Lamentablemente, pueden tardar de diez minutos a diez semanas en disolverse, según cuál sea su uso. Asimismo, la velocidad de descomposición también varía dependiendo del tipo de agua y la temperatura, pero no tenemos duda alguna de que Zobrist tuvo en cuenta esos factores —se detuvo un momento—, y creemos que esta bolsa se disolverá…

—Mañana —le interrumpió el comandante—. Mañana es el día que Zobrist marcó en mi calendario. Y también el día que aparece en la placa.

Langdon se había quedado sin habla.

—Enséñele el resto —dijo Sinskey.

La reproducción se reanudó. La cámara hizo una panorámica de las aguas resplandecientes y la cavernosa oscuridad. Langdon no tenía duda alguna de que se trataba de la localización a la que hacía referencia el poema. «La laguna que no refleja las estrellas».

Ese escenario evocaba las visiones del infierno de Dante, el río Cocito que fluía a través de las cavernas del inframundo.

Dondequiera que se encontrara esa caverna, sus aguas estaban contenidas por unas paredes húmedas y musgosas que —creía Langdon— parecían hechas por el hombre. También tuvo la sensación de que la cámara solo mostraba un pequeño rincón del enorme espacio interior, idea que se veía reforzada por la presencia de unas leves sombras verticales en la pared. Eran amplias y rectilíneas, y estaban espaciadas de forma regular.

«Columnas», cayó en la cuenta Langdon.

El techo de esa caverna estaba soportado por columnas.

La laguna no se encontraba en una caverna, sino en una gigantesca sala.

«Adentraos en el palacio sumergido…».

Antes de que pudiera decir nada, la aparición de una nueva sombra en la pared llamó su atención. Se trataba una forma humanoide con una larga nariz picuda.

«Oh, Dios mío…».

La sombra comenzaba entonces a musitar un poema con voz apagada y una siniestra cadencia poética.

Yo soy la salvación para ustedes. Yo soy la Sombra.

Durante los siguientes minutos, Langdon contempló las imágenes más aterradoras que hubiera visto jamás. El soliloquio que Bertrand Zobrist ofrecía vestido de médico de la plaga estaba repleto de referencias al Inferno de Dante y, a pesar de tratarse de los desvaríos de un genio lunático, su mensaje estaba muy claro: el crecimiento de la población humana estaba fuera de control y la supervivencia de la humanidad pendía de un hilo. En la pantalla, la voz entonó:

No hacer nada es dar la bienvenida al infierno de Dante, un asfixiante y estéril maremágnum de Pecado. Así pues, he decidido tomar medidas drásticas. Algunos se sentirán horrorizados, pero toda salvación tiene su precio. Algún día, el mundo comprenderá la belleza de mi sacrificio.

Langdon no pudo evitar echarse atrás cuando el mismo Zobrist aparecía en pantalla y se quitaba la máscara. Observó su demacrado rostro y sus desquiciados ojos verdes, y se dio cuenta de que estaba viendo al fin la cara del hombre que se encontraba en el centro de esa crisis.

Zobrist comenzaba entonces a profesar su amor por alguien a quien decía deber su inspiración:

Dejo el futuro en tus suaves manos. Mi trabajo aquí abajo ya ha concluido. Ha llegado el momento de que vuelva a salir a la superficie y contemple de nuevo las estrellas.

Langdon advirtió que las últimas palabras de Zobrist eran prácticamente una copia de las de Dante en Inferno.

En la oscuridad de la sala de reuniones, Langdon se dio cuenta de que todos los momentos de pánico que había experimentado ese día se acababan de cristalizar en una única y aterradora realidad.

Bertrand Zobrist tenía un rostro, y una voz.

Las luces de la sala se encendieron y Langdon vio que todo el mundo lo miraba a la expectativa.

Elizabeth Sinskey se puso de pie y, acariciando nerviosamente su amuleto, dijo:

—Profesor, está claro que nos queda muy poco tiempo. La única buena noticia hasta el momento es que no hemos detectado ningún patógeno ni se nos ha notificado el surgimiento de ninguna enfermedad, así que suponemos que la bolsa Solublon sigue intacta. El problema es que no sabemos dónde buscar. Nuestro objetivo es neutralizar esta amenaza encontrando la bolsa antes de que se disuelva. El único modo de hacer eso, claro está, es sabiendo cuanto antes cuál es su localización.

El agente Brüder se puso de pie y miró fijamente a Langdon.

—Suponemos que ha venido a Venecia porque ha descubierto que es aquí donde Zobrist ocultó su plaga.

Langdon se quedó mirando al grupo de personas que tenía delante. En sus rostros percibía el miedo. Todos parecían esperar un milagro pero, desgraciadamente, las noticias que tenía no eran buenas.

—Estamos en el país equivocado —anunció—. Lo que están buscando se encuentra a unos mil quinientos kilómetros de aquí.

Langdon sintió en su cuerpo la reverberación del profundo retumbar de los motores del Mendacium cuando este comenzó a dar la vuelta para regresar al aeropuerto de Venecia. A bordo se había desatado el caos. El comandante se había puesto a dar órdenes a gritos a su equipo. Elizabeth Sinskey había agarrado el móvil y había llamado a los pilotos del avión de transporte C-130 de la OMS con el fin de que estuvieran preparados para salir de Venecia de inmediato. Y el agente Brüder se había abalanzado sobre su ordenador portátil para ver si podía coordinar una avanzada internacional en su destino final.

«A un mundo de distancia».

El comandante regresó a la sala de reuniones y se dirigió a Brüder.

—¿Alguna noticia de las autoridades venecianas?

Brüder negó con la cabeza.

—No hay ningún rastro. Están buscando, pero Sienna Brooks ha desaparecido.

Langdon se quedó estupefacto. «¿Están buscando a Sienna?».

Sinskey terminó su llamada telefónica y se unió a la conversación.

—¿Todavía no la han encontrado?

El comandante negó con la cabeza.

—Si está de acuerdo, creo que la OMS debería autorizar el uso de la fuerza en caso de que sea necesaria para capturarla.

Langdon se puso de pie de un salto.

—¡¿Por qué?! ¡Sienna no está implicada en nada de esto!

El comandante clavó su mirada en él.

—Profesor, hay algunas cosas que debería saber sobre la señorita Brooks.

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