Inferno

Inferno


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A treinta y cuatro mil pies de altura sobre la oscura extensión del golfo de Vizcaya, el vuelo nocturno de Alitalia a Boston se dirigía hacia el oeste bajo la luz de la luna.

A bordo, Robert Langdon leía con fruición una edición de bolsillo de la Divina Comedia. La cadencia de la terza rima del poema, junto con el zumbido de los motores del avión, le habían transportado a un estado casi hipnótico. Las palabras de Dante parecían fluir por la página y resonaban en su corazón como si hubieran sido escritas específicamente para él en ese mismo momento.

El poema de Dante, advirtió entonces Langdon, no trataba tanto del sufrimiento del infierno como del poder del alma humana para afrontar cualquier desafío, por amedrentador que fuera.

Por la ventanilla podía admirar la deslumbrante luna, cuya luz impedía ver cualquier otro cuerpo celeste. Absorto en sus pensamientos, Langdon se puso a darle vueltas a todo lo que había ocurrido esos últimos días.

«Los lugares más oscuros del infierno están reservados para aquellos que mantienen su neutralidad en épocas de crisis moral». Para Langdon, el significado de esas palabras nunca había estado más claro: «En tiempos peligrosos, no hay mayor pecado que la pasividad».

Era consciente de que él mismo, como tantos otros millones de personas, era culpable de ello. En lo que respectaba a las circunstancias del mundo, la negación de la realidad se había convertido en una pandemia global. Langdon se prometió a sí mismo que no lo olvidaría.

Mientras el avión surcaba el cielo en dirección al oeste, pensó en las dos valientes mujeres que estaban ahora en Ginebra, tomando decisiones sobre el futuro y analizando las complejidades de un mundo que había cambiado.

Por la ventanilla vio que un banco de nubes aparecía en el horizonte y cruzaba lentamente el cielo hasta llegar a la altura de la luna y tapar su radiante luz.

Robert Langdon se recostó entonces en el asiento con la intención de ponerse a dormir.

Apagó la luz del panel superior y miró una última vez el cielo. Al caer de nuevo la oscuridad, el mundo se había transformado. El cielo era ahora un reluciente tapiz de estrellas.

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