Inferno

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Capítulo 79

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Tras abrirse paso entre los grupos de turistas que abarrotaban el puente Rialto, Sienna Brooks apretó otra vez a correr en dirección al oeste por Fondamenta Vin Castello.

«Tienen a Robert».

Todavía recordaba la desesperación de su mirada mientras los soldados lo arrastraban por el pozo de vuelta a la cripta. No tenía duda alguna de que, de un modo u otro, sus captores no tardarían en persuadirlo para que les contara todo lo que había descubierto.

«Estamos en el país equivocado».

Más trágico todavía, sin embargo, era el hecho de que le revelarían la verdadera naturaleza de la situación.

«Lo siento mucho, Robert.

»Por todo.

»No he tenido elección, de verdad».

Extrañamente, Sienna ya lo echaba de menos. Aquí, en medio de la multitud de turistas de Venecia, comenzó a sentir una soledad ya familiar.

No era una sensación nueva.

Desde la infancia, se había sentido así.

A causa de su excepcional intelecto, Sienna se había pasado la niñez sintiéndose como una extranjera en un país desconocido. Una alienígena atrapada en un mundo solitario. Intentó hacer amigos, pero las frivolidades a las que sus compañeros dedicaban su atención no tenían interés alguno para ella. Intentó respetar a los adultos, pero la mayoría no parecían ser más que niños grandes que carecían de la más básica comprensión del mundo que les rodeaba y, todavía peor, no sentían ninguna curiosidad o preocupación al respecto.

«No me sentía parte de nada».

De modo que aprendió a ser un fantasma. Invisible. Un camaleón. Una actriz que interpretaba un papel en medio de la multitud. Sin duda alguna, su pasión por la interpretación tenía su origen en lo que con el tiempo se convertiría en su sueño vital de convertirse en otra persona.

«Alguien normal».

Su interpretación en Sueño de una noche de verano le ayudó a sentirse parte de algo, y los actores adultos la apoyaron sin mostrarse condescendientes. Su alegría, sin embargo, duró poco: se evaporó en cuanto bajó del escenario la noche del estreno y se encontró ante una multitud de periodistas entusiasmados con ella mientras sus compañeros salían por la puerta de atrás sin que nadie reparara en ellos.

«Ahora ellos también me odian».

A los siete años, Sienna ya había leído lo suficiente como para diagnosticarse a sí misma una profunda depresión. Cuando se lo dijo a sus padres, se mostraron tan desconcertados como siempre por las extrañezas de su hija. Aun así, la enviaron a un psicólogo. Le hizo un montón de preguntas que ella ya se había respondido y, finalmente, le prescribió una combinación de amitriptilina y clordiazepóxido.

Sienna se puso de pie de un salto, furiosa.

—¿Amitriptilina? —dijo, desafiante—. ¡Quiero ser más feliz, no un zombi!

Afortunadamente, el psicólogo no se alteró lo más mínimo por su arrebato y le hizo una segunda sugerencia.

—Sienna, si prefieres no tomar medicamentos, podemos intentar un tratamiento más holístico. Parece que estás atrapada en un ciclo de pensamientos negativos sobre ti misma y no puedes dejar de pensar que no encajas en el mundo.

—¡Así es! —respondió ella—. ¡Intento no hacerlo, pero no puedo evitarlo!

Él sonrió.

—Claro que no puedes. Es físicamente imposible no pensar en nada. El alma necesita emoción, y nunca deja de buscar combustible, bueno o malo, para esa emoción. Tu problema es que le proporcionas el combustible equivocado.

Sienna nunca había oído a nadie hablar de la mente en términos como esos, y de inmediato se sintió intrigada.

—¿Cómo le proporciono otro combustible?

—Tienes que cambiar tu forma de pensar —dijo—. Ahora, piensas solo en ti misma. Te preguntas por qué no encajas tú, y qué hay de malo en ti.

—Así es —admitió Sienna—, pero estoy intentando solucionar el problema. Estoy intentando encajar. No puedo solucionar el problema si no pienso en él.

El médico soltó una risa.

—Creo que precisamente pensar en el problema… es tu problema. —Él le sugirió entonces que intentara dejar de pensar en sí misma y sus propios problemas, y dedicara en cambio su atención a lo que la rodeaba y a los problemas que había en el mundo.

«Entonces todo cambió».

En vez de dedicar toda su energía a sentir lástima de sí misma, comenzó a sentirla por otros. Y dio inicio a sus actividades filantrópicas. Daba sopa a los vagabundos y leía libros a los ciegos. Curiosamente, ninguna de las personas a las que ayudaba parecían advertir que era distinta. Solo estaban agradecidas de que alguien se preocupara por ellos.

Sienna trabajaba cada semana más duro. Apenas podía dormir a causa de toda la gente que necesitaba su ayuda.

—¡Sienna, tómatelo con más calma! —le decía la gente—. ¡No puedes salvar el mundo!

«Qué comentario más terrible».

A través de sus diversos actos de servicio público, Sienna entró en contacto con varios miembros de un grupo humanitario. Cuando la invitaron a unirse a un viaje de un mes a las Filipinas, ella no lo pensó dos veces.

Sienna creía que darían de comer a pobres pescadores o granjeros del campo en un lugar que, según había leído, era de una belleza geológica sin par, con vibrantes lechos marinos y maravillosas llanuras. Así, cuando el grupo se instaló en pleno Manila —la ciudad más densa del mundo—, Sienna se quedó horrorizada. Nunca había visto pobreza a esa escala.

«¿Qué puede hacer una sola persona para cambiar la situación?».

Por cada individuo que alimentaba, había cientos más que la miraban con ojos desolados. Manila padecía atascos de seis horas, una polución asfixiante y un aterrador comercio sexual formado básicamente por niños. A muchos de ellos sus padres los habían vendido a proxenetas, con la esperanza de que al menos así fueran alimentados.

En medio de ese caos de prostitución infantil, mendigos, carteristas y cosas peores, Sienna comenzó a sentir una creciente impotencia. A su alrededor, veía cómo la humanidad estaba obligada a recurrir a su instinto primario de supervivencia. «Ante la desesperación, los seres humanos se vuelven animales».

Sienna volvió a caer en una oscura depresión. Al fin había entendido lo que era realmente la humanidad: una especie al límite.

«Estaba equivocada —pensó—. No puedo salvar el mundo».

Presa de un frenesí nervioso, un día Sienna apretó a correr a través de las callejuelas de la ciudad, abriéndose paso a empujones entre las multitudes en busca de espacio.

«¡La carne humana me asfixia!».

Mientras corría, volvió a sentir que se posaban sobre ella las miradas de los demás. Ya no pasaba desapercibida. Era alta, blanca y con una cabellera rubia. Los hombres la miraban como si estuviera desnuda.

Cuando finalmente sus piernas flaquearon, no tenía ni idea de la distancia que había recorrido ni de dónde se encontraba. Se limpió las lágrimas y la suciedad de los ojos y vio ante sí una especie de poblado de chozas; una ciudad hecha de planchas metálicas y cartones. A su alrededor se oían llantos de bebés y el hedor a excrementos humanos lo invadía todo.

«He cruzado las puertas del infierno».

—Turista —dijo alguien a su espalda en tono burlón—. Magkano? ¿Cuánto?

Sienna se dio la vuelta y vio que tres jóvenes se le estaban acercando, salivando como lobos. De inmediato supo que estaba en peligro e intentó salir corriendo, pero la acorralaron. Eran como depredadores cazando en manada.

Pidió ayuda a gritos, pero nadie le hizo caso. A unos cinco metros, vio a una anciana sentada en un neumático, pelando una cebolla con un cuchillo oxidado. La mujer ni siquiera levantó la vista.

Cuando los hombres la agarraron y la arrastraron a una pequeña choza, Sienna no tuvo ninguna duda de lo que le iba a pasar, y fue presa del pánico. Se resistió con todas sus fuerzas, pero ellos eran más fuertes y la inmovilizaron sobre un colchón viejo y manchado.

Una vez ahí, le arrancaron la camisa, arañándole la suave piel, y le metieron una tela en la boca para que no pudiera gritar. Tenía la sensación de que se iba a asfixiar. Luego, le dieron la vuelta sobre el colchón y la colocaron de cara sobre la pútrida cama.

Sienna Brooks siempre había sentido lástima de las almas ignorantes capaces de creer en Dios a pesar de vivir en un mundo repleto de sufrimiento y, sin embargo, en ese momento se puso a rezar, con todas sus fuerzas.

«Por favor, Dios, líbrame de todo mal».

Mientras rezaba, oyó cómo los hombres se reían y se burlaban de ella. Uno, pesado y pegajoso, se colocó encima; podía notar su sudor goteando sobre la espalda.

«Mi virginidad —pensó Sienna—. Así es como voy a perderla».

De repente, el hombre se retiró de un salto y las burlas se volvieron gritos de ira y miedo. El sudor que antes caía sobre la espalda de Sienna… pasó a ser sangre que salpicaba el colchón.

Cuando se dio la vuelta para ver qué estaba ocurriendo, vio a la anciana de la cebolla y el cuchillo herrumbroso de pie ante su atacante. La espalda del hombre sangraba profusamente.

La anciana se volvió entonces hacia los otros dos y les amenazó con el cuchillo ensangrentado hasta que, al fin, todos se marcharon corriendo.

Sin decir una palabra, la anciana ayudó a Sienna a recoger su ropa y a vestirse.

Salamat —susurró Sienna entre lágrimas—. Gracias.

La anciana le indicó por señas que era sorda.

Sienna juntó entonces las palmas y, en señal de respeto, inclinó la cabeza con los ojos cerrados. Cuando los volvió a abrir, la mujer ya se había ido.

Sienna se marchó de las Filipinas en cuanto pudo, sin despedirse siquiera de los demás miembros del grupo. Jamás dijo una palabra a nadie sobre lo que le había pasado. Esperaba que ignorar el incidente la ayudara a olvidarlo, pero en realidad solo empeoró la situación. Meses después, todavía tenía pesadillas y ya no se sentía a salvo en ningún sitio. Tomó clases de artes marciales, pero aunque dominó enseguida la técnica mortal del dim mak, se sentía en peligro allá donde iba.

Volvió a caer en la depresión y, finalmente, incluso dejó de dormir. Comenzaron a caerle grandes mechones de cabello. Para su horror, al cabo de unas pocas semanas se había quedado medio calva. Había desarrollado síntomas de lo que autodiagnosticó como telegenic effluvium, una alopecia provocada por el estrés sin otra cura que la desaparición de ese estrés. Sin embargo, cada vez que se miraba en el espejo veía su cabeza medio calva y el corazón le comenzaba a latir con fuerza.

«¡Parezco una anciana!».

Al final no le quedó otra opción que afeitarse la cabeza. Al menos ya no parecería vieja. Solo enferma. Como tampoco quería dar la impresión de que tenía cáncer, se compró una peluca rubia que llevaba recogida para, al menos, volver a sentirse ella misma.

Por dentro, sin embargo, Sienna Brooks había cambiado.

«Estoy tarada».

En un desesperado intento por dejar su vida atrás, viajó a Estados Unidos y se matriculó en una facultad de medicina. Siempre se había sentido atraída por esa disciplina, y esperaba que ser doctora le hiciera sentirse útil, como si al menos estuviera haciendo algo para aliviar el dolor de este atribulado mundo.

A pesar de ser muy larga, la carrera le resultó fácil, y mientras sus compañeros estudiaban, ella se puso a actuar a tiempo parcial para ganarse un dinero extra. No se trataba precisamente de obras shakespearianas, pero gracias a su talento para los idiomas y la memorización, en vez de un trabajo, actuar era como un santuario en el que podía olvidarse de quién era, y ser otra persona.

Quien fuera.

Desde que tenía uso de razón había intentado escapar de sí misma. De niña, había dejado incluso de utilizar su primer nombre, Felicity, en favor del segundo, Sienna. Felicity significaba «afortunada», y ella sabía que era cualquier cosa menos eso.

«Deja de obsesionarte con tus propios problemas —se recordó—. Concéntrate en los del mundo».

El ataque de pánico que había sufrido en las abarrotadas calles de Manila había despertado en Sienna una honda preocupación por la sobrepoblación mundial. Fue entonces cuando descubrió los textos de Bertrand Zobrist, un ingeniero genético que había propuesto algunas teorías muy controvertidas sobre la población mundial.

«Es un genio», pensó al leer su trabajo. Sienna nunca había sentido eso por ningún otro ser humano, y cuanto más lo leía, más tenía la sensación de encontrarse ante un alma gemela. El artículo «No puedes salvar el mundo» le recordó lo que todo el mundo le decía de pequeña… con la diferencia de que Zobrist defendía exactamente lo contrario.

«Puedes salvar el mundo —había escrito Zobrist—. Si no tú, ¿quién? Si no ahora, ¿cuándo?».

Sienna estudió las ecuaciones matemáticas de Zobrist y analizó sus predicciones sobre una posible catástrofe malthusiana y el inminente colapso de la especie. A nivel intelectual, se sentía atraída por las avanzadas especulaciones de Zobrist, pero su nivel de estrés no hacía sino aumentar todavía más al ver el futuro que le esperaba a la humanidad. Un futuro garantizado matemáticamente, tan obvio, e inevitable.

«¿Es que nadie lo ve?».

A pesar de que las ideas de Zobrist la asustaban, Sienna se obsesionó con él. Vio videos de todas sus presentaciones y leyó todo lo que había escrito. Cuando se enteró de que iría a dar una conferencia a Estados Unidos, supo que debía ir a verlo. Esa fue la noche en la que todo su mundo cambió.

Una sonrisa —un infrecuente momento de felicidad— iluminó su rostro al recordar esa velada mágica, la misma que había recordado unas horas antes, mientras iba en el tren con Langdon y Ferris.

Chicago. El ventarrón.

Enero, seis años atrás, pero todavía parece ayer. Camino con dificultad por las aceras cubiertas de nieve de la Milla Magnífica, bajo el azote del viento y con el cuello vuelto hacia arriba para protegerme de la cegadora blancura. A pesar del frío, esta noche nada puede evitar que cumpla mi destino. Por fin escucharé al gran Bertrand Zobrist… en persona.

Bertrand sale al escenario con el auditorio medio vacío. Es alto, muy alto y sus vibrantes ojos verdes parecen contener todos los misterios del mundo.

—Al diablo con este auditorio vacío —declara—. ¡Vayamos al bar!

Unos cuantos ocupamos una tranquila mesa y él nos habla de genética, de población, y de su última pasión… el transhumanismo.

A una copa le siguen otras, y me siento como si disfrutara de una audiencia privada con una estrella de rock. Cada vez que me mira, sus ojos verdes encienden un inesperado sentimiento en mi interior, y siento el profundo tirón de la atracción sexual.

Es una sensación del todo nueva para mí.

Y finalmente nos quedamos a solas.

—Gracias por esta noche —le digo. He bebido alguna copa de más y el alcohol se me ha subido un poco a la cabeza—. Eres un profesor increíble.

—¿Adulación? —Zobrist sonríe y se inclina hacia mí. Nuestras piernas se tocan—. Te llevará a donde quieras.

El coqueteo es claramente inapropiado, pero es una noche de mal tiempo en un hotel desierto de Chicago, y parece como si todo el mundo se hubiera detenido.

—¿Qué te parece? —dice Zobrist—. ¿La última en mi habitación?

Me quedo inmóvil, consciente de que mi expresión debe de ser la de un ciervo iluminado por los faros de un auto. ¡No sé cómo se hace esto!

Los ojos de Zobrist destellan afectuosamente.

—Deja que lo adivine —me susurra—. Nunca has estado con un hombre famoso.

Noto que me sonrojo e intento disimular la oleada de emociones que siento: vergüenza, excitación, miedo.

—En realidad —le digo—. Nunca he estado con ningún hombre.

Zobrist sonríe y se acerca a mí.

—No estoy seguro de qué has estado esperando, pero me encantaría ser tu primero.

En ese momento, todos los miedos y frustraciones sexuales de mi infancia desaparecen… evaporándose en la noche de ventisca.

Poco después, estoy desnuda en sus brazos.

—Relájate, Sienna —me susurra, y sus pacientes manos despiertan en mi inexperto cuerpo sensaciones que nunca había sentido.

En brazos de Zobrist, siento como si todo estuviera bien en el mundo, y sé que mi vida al fin tiene un propósito.

He encontrado el amor.

Y lo seguiré a donde sea.

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