Inferno

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Capítulo 80

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Sobre la cubierta del Mendacium, Langdon se sujetó en la pulida baranda de teca, pues su equilibrio todavía era precario, e intentó recobrar el aliento. El aire marítimo era más frío, y el ruido de los aviones comerciales que volaban a baja altitud le indicó que se estaban acercando al aeropuerto de Venecia.

«Hay algunas cosas que debería saber sobre la señorita Brooks».

A su lado, el comandante y la doctora Sinskey permanecían en silencio para dejar que se ubicara. Lo que le habían dicho en el piso de abajo le había dejado tan desorientado y molesto que Sinskey había decidido sacarlo fuera para que le diera el aire.

El mar vespertino resultaba vigorizador y, sin embargo, Langdon seguía sintiéndose igual de embotado. Lo único que podía hacer era mirar distraídamente la agitada estela del barco mientras intentaba encontrarle alguna lógica a lo que acababa de oír.

Según el comandante, Sienna Brooks y Bertrand Zobrist habían sido amantes durante años. Juntos militaban en una especie de movimiento llamado transhumanismo. El nombre completo de ella era Felicity Sienna Brooks, pero también respondía al nombre en código de FS-2080, que tenía algo que ver con sus iniciales y el año en el que cumpliría cien años.

«¡Nada de esto tiene sentido!».

—Conocí a Sienna Brooks a través de otra persona —le había contado el comandante a Langdon—, y confiaba en ella. Así pues, cuando el año pasado me vino a ver y me pidió que me reuniera con un rico cliente potencial, acepté. Este resultó ser Bertrand Zobrist, que me contrató para que le proporcionara un refugio seguro en el que pudiera trabajar en su «obra maestra». Supuse que estaría desarrollando una nueva tecnología que no quería que le piratearan, o quizá realizando una avanzada investigación genética que no cumplía con las regulaciones de la OMS. No hice preguntas, pero créame, nunca imaginé que estuviera creando… una plaga.

Langdon solo pudo asentir. Estaba completamente estupefacto.

—Zobrist era un fanático de Dante —siguió diciendo el hombre—, de modo que escogió la ciudad de Florencia para ocultarse. Mi organización le proporcionó todo lo que necesitaba: un laboratorio discreto con alojamiento, varios alias y medios seguros de comunicación. También un asistente que lo supervisaba todo, de la seguridad a la compra de comida y suministros. Zobrist nunca utilizaba sus tarjetas de crédito ni aparecía en público, de modo que era imposible localizarlo. Incluso le proporcionamos disfraces y documentación alternativa para que pudiera viajar sin que nadie se enterara —se detuvo un momento, y luego añadió—: Eso es lo que debió de hacer cuando escondió la bolsa de Solublon.

Sinskey exhaló un suspiro sin apenas disimular su frustración.

—La OMS se pasó un año intentando localizarlo, pero parecía haber desaparecido de la faz de la Tierra.

—Ni siquiera Sienna sabía dónde estaba —dijo.

—¿Cómo dice? —Langdon levantó la mirada y se aclaró la garganta—. ¿No había dicho que eran amantes?

—Lo eran, pero cuando se escondió, rompió todo vínculo con ella. A pesar de que Sienna había sido la persona que nos había puesto en contacto, yo el acuerdo lo había hecho con Zobrist y parte del mismo consistía en que, cuando desapareciera, lo haría para todo el mundo, incluida Sienna. Al parecer, más adelante le envió una carta de despedida en la que le revelaba que estaba muy enfermo, que moriría en un año y que no quería que presenciara su deterioro.

«¿Zobrist abandonó a Sienna?».

—Ella intentó ponerse en contacto conmigo para que le dijera dónde estaba —prosiguió—, pero me negué pues tengo que respetar los deseos de mis clientes.

—Hace dos semanas —dijo Sinskey—, Zobrist acudió a un banco de Florencia y alquiló de forma anónima una caja de seguridad. Al salir, el banco nos avisó de que su nuevo software de reconocimiento facial había identificado al hombre como Bertrand Zobrist. Mi equipo voló entonces a Florencia y tardó una semana en dar con su escondite. Estaba vacío, pero dentro encontramos pruebas de que había creado una especie de patógeno altamente contagioso y que lo había ocultado en algún lugar —Sinskey hizo una pausa—. Lo buscamos durante horas sin descanso. A la mañana siguiente, antes del amanecer, lo localizamos caminando por la ribera del Arno y fuimos tras él. Fue entonces cuando subió a lo alto de la torre de la Badia y se suicidó arrojándose al vacío.

—Seguramente ya había planeado hacerlo —dijo el comandante—. Estaba convencido de que le quedaba muy poco tiempo de vida.

—Al parecer —siguió diciendo Sinskey—, Sienna también lo había estado buscando. De algún modo, descubrió que nos habíamos movilizado a Florencia y siguió nuestros movimientos, convencida de que lo habíamos encontrado. Por desgracia, llegó justo a tiempo para verlo saltar —Sinskey suspiró—. Sospecho que para ella fue muy traumático ver cómo se suicidaba su amante y mentor.

Langdon se sentía indispuesto y apenas podía comprender lo que le estaban diciendo. Sienna era la única persona en quien confiaba y esa gente le estaba diciendo que no era quien decía ser. Daba igual lo que le aseguraran, él era incapaz de creer que Sienna realmente estuviera de acuerdo con el deseo de Zobrist de crear una plaga…

¿O sí lo hacía?

«¿Estarías dispuesto a matar hoy a la mitad de la población si con eso pudieras salvar a nuestra especie de la extinción?», le había preguntado Sienna.

Langdon sintió un escalofrío.

—Cuando Zobrist murió —explicó Sinskey—, utilicé mis influencias para acceder a su caja de seguridad. Irónicamente, resultó que contenía una carta para mí y un extraño artilugio.

—El proyector —aventuró Langdon.

—Exacto. Su carta decía que quería que yo fuera la primera persona en visitar la zona cero, situada en un lugar que nadie podría encontrar sin su Mapa del infierno.

Langdon visualizó el cuadro de Botticelli que escondía el pequeño proyector.

—Zobrist me había pedido que le entregara a la doctora Sinskey el contenido de la caja de seguridad mañana por la mañana, no antes, de modo que, cuando llegó a manos de la doctora Sinskey antes de tiempo, entramos en pánico y nos pusimos en marcha para recuperarlo de acuerdo con los deseos de nuestro cliente —añadió el comandante.

Sinskey miró a Langdon.

—No tenía muchas esperanzas de descifrar el mapa a tiempo, así que le recluté para que me ayudara. ¿Recuerda algo de todo esto ahora?

Langdon negó con la cabeza.

—Lo trajimos a Florencia y quedó con alguien que nos podía ayudar.

«Ignazio Busoni».

—Anoche se reunió con él —dijo Sinskey—. Y luego desapareció. Creímos que le había ocurrido algo.

—Y, de hecho —dijo el comandante—, sí le pasó algo. Para intentar recuperar el proyector, una agente que trabajaba para mí llamada Vayentha empezó a seguirlo en el aeropuerto, pero perdió su pista en la Piazza della Signoria. —Frunció el ceño—. Fue un error catastrófico. Y encima tuvo la desfachatez de culpar a un pájaro.

—¿Cómo dice?

—Una paloma. Según Vayentha, estaba observándolo desde las sombras de un nicho cuando un grupo de turistas pasó por delante de ella. Justo entonces, una paloma arrulló en una jardinera que había en una ventana sobre su cabeza, lo cual provocó que los turistas se detuvieran y le bloquearan el paso. Cuando por fin llegó al callejón donde lo vio por última vez, usted ya había desaparecido —negó con la cabeza—. La cuestión es que perdió su pista durante varias horas. Finalmente, volvió a dar con usted, pero para entonces, ya iba con otro hombre.

«Ignazio —pensó Langdon—. Debíamos de estar saliendo del Palazzo Vecchio con la máscara».

—Ella los siguió hasta la Piazza della Signoria, pero al parecer usted y el hombre decidieron marcharse en distintas direcciones.

«Eso tiene sentido —pensó Langdon—. Ignazio huyó con la máscara y la escondió en el baptisterio antes de sufrir un ataque al corazón».

—Luego, Vayentha cometió otro terrible error —dijo.

—¿Me disparó en la cabeza?

—No. Le abordó demasiado pronto, antes de que supiera usted nada. Necesitábamos saber si había descifrado el mapa o le había dicho a la doctora Sinskey lo que esta necesitaba saber. Usted se negó a hablar. Decía que antes moriría.

«¡Estaba buscando una plaga mortal! ¡Seguramente creí que eran mercenarios intentando conseguir un arma biológica!».

La nave se estaba acercando al embarcadero del aeropuerto y ralentizó la marcha. A lo lejos, Langdon pudo distinguir el anodino casco de un avión de transporte C-130. En el fuselaje se podía leer la inscripción ORGANIZACIÓN MUNDIAL DE LA SALUD.

Justo entonces apareció Brüder con expresión sombría.

—Acabo de enterarme de que el único equipo cualificado que se encuentra a menos de cinco horas del lugar es el nuestro, lo cual significa que dependemos únicamente de nosotros mismos.

Sinskey fue presa del desánimo.

—¿Coordinación con las autoridades locales?

Brüder se mostró receloso.

—Todavía no. Al menos, esa es mi recomendación. Aún no sabemos cuál es la localización precisa de la plaga, de modo que no hay nada que puedan hacer. Es más, una operación de contención está muy por encima de sus posibilidades y corremos el riesgo de que hagan más mal que bien.

Primum non nocere —susurró Sinskey, repitiendo el precepto fundamental de la ética médica—: «Ante todo, no hacer daño».

—Por último —dijo Brüder—, todavía no tenemos noticias sobre Sienna Brooks —se volvió hacia el comandante—. ¿Sabe si tiene algún contacto en Venecia que la pueda ayudar?

—No me sorprendería —respondió este—. Zobrist tenía discípulos en todas partes y, si conozco bien a Sienna, estará utilizando todos los recursos disponibles para llevar a cabo su propósito.

—Tenemos que evitar que salga de Venecia —dijo Sinskey—. No sabemos en qué condiciones se encuentra actualmente la bolsa de Solublon. Si alguien la descubre, puede que solo haga falta un pequeño contacto para romper el plástico y liberar el agente infeccioso en el agua.

Permanecieron un momento en silencio, asimilando la gravedad de la situación.

—Me temo que tengo más malas noticias —dijo Langdon—. El mouseion dorado de santa sabiduría —se detuvo un momento—. Sienna sabe dónde está. Sabe adónde vamos.

—¡¿Cómo?! —exclamó Sinskey, alarmada—. ¿No decía que no había tenido oportunidad de explicarle a Sienna lo que había descubierto? ¿Que solo le había dicho que estaban en el país equivocado?

—Así es —dijo Langdon—, pero ella sabía que estábamos buscando la tumba de Enrico Dandolo. Una búsqueda en internet le indicará rápidamente dónde se encuentra. Y cuando lo descubra…, el envase de la plaga no puede andar lejos. El poema dice que sigamos el rumor del agua hasta el palacio sumergido.

—¡Maldita sea! —exclamó Brüder y se marchó furioso.

—Nunca llegará antes que nosotros —dijo el comandante—. Le llevamos ventaja.

Sinskey suspiró hondo.

—No esté tan seguro. Nuestro medio de transporte es lento y Sienna Brooks parece ser alguien con muchos recursos.

Mientras el Mendacium atracaba, Langdon miró con inquietud el voluminoso C-130 que les esperaba en la pista de despegue. No parecía un trasto capaz de volar y carecía de ventanillas. «¿Ya he montado en esto?». Langdon no lo recordaba.

Bien a causa del balanceo del barco al atracar o quizá debido a sus crecientes reservas respecto a la claustrofóbica aeronave, de repente Langdon comenzó a sentir náuseas.

Se volvió hacia Sinskey.

—No sé si me encuentro bien para volar.

—No le pasa nada —dijo ella—. Hoy ha pasado por muchas cosas y, además, su cuerpo todavía no ha eliminado todas las toxinas.

—¿Toxinas? —Langdon retrocedió un paso—. ¿De qué está hablando?

Sinskey apartó la mirada. Había dicho más de lo que pretendía.

—Profesor, lo siento. Lamentablemente, he descubierto que su condición médica es un poco más complicada que una simple herida en la cabeza.

Langdon sintió una punzada de miedo al recordar la mancha negra que Ferris tenía en el pecho cuando se derrumbó en el suelo de la basílica.

—¿Qué me sucede? —preguntó Langdon.

Sinskey vaciló, como si no estuviera muy segura de cómo explicárselo.

—Subamos primero al avión.

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