Inferno

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Capítulo 84

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La noche había caído sobre la antigua capital bizantina.

A lo largo de la orilla del mar de Mármara, las luces comenzaban a encenderse e iluminaban un perfil de relucientes mezquitas y esbeltos minaretes. Era la hora del akSam, y por los altavoces de toda la ciudad resonaban los hipnóticos cantos de la adhān, la llamada a la oración.

La-ilaha-illa-Allah.

«No hay más dios que Alá».

Mientras los fieles se apresuraban a llegar a las mezquitas, el resto de la ciudad seguía su curso con normalidad; los revoltosos estudiantes universitarios bebían cerveza, los empresarios cerraban negocios, los vendedores callejeros pregonaban especias y alfombras y los turistas lo contemplaban todo con ojos maravillados.

Se trataba de un mundo dividido, una ciudad de fuerzas opuestas: religiosas y seculares; antiguas y modernas; orientales y occidentales. Situada en la frontera geográfica entre Europa y Asia, esta atemporal ciudad era literalmente el puente entre el Viejo Mundo… y un mundo todavía más antiguo.

«Estambul».

Si bien ya no era la capital de Turquía, durante siglos había sido el epicentro de tres imperios distintos: el bizantino, el romano y el otomano. Por esa razón, Estambul era con toda seguridad uno de los lugares más diversos del mundo. Del palacio de Topkapi a la Mezquita Azul, pasando por la Fortaleza de Yedikule, la ciudad era escenario de incontables leyendas folclóricas de batallas, gloria y derrotas.

Esa noche, por encima del bullicio de la ciudad, un avión de transporte C-130 comenzó a descender hacia el aeropuerto Atatürk a través de una incipiente tormenta. Desde el asiento plegable que había detrás de los pilotos, Robert Langdon miró por la ventanilla, aliviado por el hecho de que le hubieran ofrecido un asiento con ventanas.

Se sentía un poco mejor después de haber comido algo y de haber disfrutado de casi una hora de necesario descanso echando una cabezada en la parte trasera del avión.

En ese momento, a su derecha podía ver las luces de Estambul. Una reluciente península en forma de cuerno que se internaba en la negrura del mar de Mármara. Era el lado europeo, separado de su hermana asiática por una sinuosa cinta oscura.

«El estrecho del Bósforo».

A simple vista, el Bósforo parecía un amplio corte que dividía Estambul en dos. Langdon sabía, sin embargo, que el canal era el alma del comercio de la ciudad. Además de proporcionarle dos costas en vez de una, permitía el paso de barcos del Mediterráneo al mar Negro, lo cual convertía Estambul en una estación de paso entre dos mundos.

Mientras el avión descendía, la mirada de Langdon examinaba la lejana ciudad, intentando divisar el enorme edificio por el que habían venido a la ciudad.

«El lugar donde se encuentra la tumba de Enrico Dandolo».

Enrico Dandolo —el dux traicionero— no había sido enterrado en Venecia, sino en el corazón de la fortaleza que había conquistado en 1202, la extensa ciudad que Langdon observaba desde las alturas. Sus restos descansaban en el altar más espectacular que la ciudad capturada podía ofrecer; un edificio que hasta la fecha seguía siendo la joya de la corona de la región.

Santa Sofía.

Construida originalmente en el año 360 d. C., Santa Sofía había sido una catedral ortodoxa hasta 1204, año en el que Enrico Dandolo conquistó la ciudad en la Cuarta Cruzada y la convirtió en una iglesia católica. Más adelante, en el siglo XV, Fatih Sultan Mehmed conquistó Constantinopla y la reconvirtió en una mezquita. Siguió siendo una casa de oración islámica hasta que, en 1935, el edificio fue secularizado y convertido en museo.

«Un mouseion dorado de santa sabiduría», pensó Langdon.

Santa Sofía no solo estaba adornada con más azulejos dorados que la basílica de San Marcos, sino que su nombre significaba literalmente «santa sabiduría».

Langdon visualizó el colosal edificio y recordó que, en algún lugar de sus profundidades, una oscura laguna contenía una bolsa ondulante que permanecía bajo el agua, suspendida, disolviéndose lentamente hasta liberar su contenido.

Langdon rezó para que no fuera demasiado tarde.

—Los pisos inferiores del edificio están inundados —había anunciado un rato antes Sinskey, indicándole a Langdon que la siguiera a su zona de trabajo—. No se va a creer lo que acabamos de descubrir. ¿Ha oído hablar alguna vez de un director de documentales llamado Göksel Gülensoy?

Langdon negó con la cabeza.

—Mientras estaba documentándome sobre Santa Sofía —le explicó Sinskey—, he descubierto que hace unos años Gülensoy hizo un documental sobre el edificio.

—Se han hecho docenas de películas sobre Santa Sofía.

—Sí —dijo ella, mientras llegaban a su zona de trabajo—, pero no como esta —le dio la vuelta a su ordenador portátil para que pudiera verlo—. Lea.

Langdon se sentó y echó un vistazo al artículo (una mezcla de varias fuentes de noticias, entre las cuales estaba el Hürriyet Daily News). En él se comentaba la nueva película de Gülensoy: En las profundidades de Santa Sofía.

En cuanto comenzó a leerlo, Langdon se dio cuenta de por qué Sinskey estaba tan animada. Solo las dos primeras palabras le hicieron levantar la mirada, sorprendido. «¿Submarinismo?».

—Efectivamente —dijo ella—. Siga leyendo.

La mirada de Langdon volvió a posarse en el artículo:

SUBMARINISMO POR DEBAJO DE SANTA SOFÍA: El director de documentales Göksel Gülensoy y su equipo de submarinismo han localizado remotas estancias inundadas decenas de metros por debajo de la estructura religiosa más visitada de Estambul.

Durante el proceso, han descubierto numerosas maravillas arquitectónicas, entre las cuales se encuentran las tumbas sumergidas de niños martirizados hace 800 años, así como túneles que conectan Santa Sofía con el palacio de Topkapi, el palacio de Tekfur y las supuestas extensiones subterráneas de las mazmorras de Anemas.

«Creo que lo que hay debajo de Santa Sofía es mucho más excitante que lo que hay en la superficie», dijo Gülensoy al explicar cómo se animó a hacer la película tras ver una antigua fotografía de unos investigadores examinando los cimientos del edificio en un bote, remando por una enorme sala parcialmente sumergida.

—¡Está claro que ha dado usted con el edificio correcto! —exclamó Sinskey—. Y parece que debajo hay grandes espacios navegables, muchos de los cuales son accesibles sin equipo de submarinismo… Esto explicaría lo que vemos en el video de Zobrist.

El agente Brüder se encontraba detrás de ellos, examinando la pantalla del ordenador portátil.

—También parece que los canales que hay debajo del edificio están conectados con diversas zonas de la superficie. Si esa bolsa de Solublon se disuelve antes de que lleguemos, no habrá forma de evitar que su contenido se propague.

—El contenido… —aventuró Langdon—. ¿Tiene alguna idea de lo que es? Quiero decir… con exactitud. Sé que se trata de un patógeno, pero…

—Hemos estado analizando el video de Zobrist —dijo Brüder—, y sus imágenes sugieren que no es un elemento químico, sino biológico, es decir, algo vivo. Teniendo en cuenta la pequeña cantidad que hay en la bolsa, suponemos que es altamente contaminante y que tiene la capacidad de reproducirse. No estamos seguros de si es un agente infeccioso que se transmite por el agua, como una bacteria o si puede propagarse por el aire como un virus, pero ambas cosas son posibles.

—Ahora estamos recogiendo información sobre las temperaturas de las capas freáticas de la zona para intentar evaluar qué tipo de sustancias contagiosas podrían desarrollarse en esas aguas subterráneas. En cualquier caso, Zobrist tenía un talento excepcional y podría haber creado algo con capacidades únicas. Y me veo obligada a sospechar que hay alguna razón por la que escogió esta localización —dijo Sinskey.

Brüder asintió con resignación y les ofreció su evaluación del inusual mecanismo de dispersión —la bolsa de Solublon sumergida—, cuya sencilla brillantez estaban comenzando a comprender. Al suspender la bolsa bajo unas aguas subterráneas, Zobrist había creado un entorno de incubación excepcionalmente estable: temperatura constante, sin radiación solar, amortiguación cinética y total privacidad. Tras escoger una bolsa con la durabilidad deseada, Zobrist podía dejar el agente infeccioso desatendido hasta su autoliberación en una fecha determinada.

«Aunque no regresara al lugar».

La repentina sacudida del avión al aterrizar hizo que Langdon regresara a su asiento plegable de la cabina. Al poco, los pilotos ralentizaron la marcha y condujeron la nave hasta un remoto hangar.

Langdon esperaba que los recibiera un ejército de empleados de la OMS con trajes de protección contra materiales peligrosos. La única persona que les estaba esperando, sin embargo, era el conductor de una gran furgoneta blanca con el emblema de una brillante cruz.

«¿La Cruz Roja está aquí?», Langdon volvió a mirar por la ventanilla y cayó en la cuenta de que en realidad se trataba de otra entidad que utilizaba el mismo estilo de cruz. «La embajada Suiza».

Rápidamente, se desabrochó el cinturón y fue junto a Sinskey y los demás, que ya estaban preparándose para bajar del avión.

—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó—. ¿El equipo de la OMS? ¿Las autoridades turcas? ¿Están ya todos en Santa Sofía?

Sinskey miró a Langdon con cierta incomodidad.

—En realidad —explicó—, hemos decidido no alertar a las autoridades locales. Ya contamos con la mejor unidad AVI del ECDC y, de momento, es preferible mantener esta operación en secreto y evitar una posible ola de pánico.

A su lado, Langdon vio que Brüder y su equipo metían en grandes bolsas todo tipo de material de protección contra materiales peligrosos: trajes, mascarillas y equipos de detección electrónica.

Brüder se cargó la bolsa en el hombro y se acercó a él.

—Estamos listos. Entraremos en el edificio, localizaremos la tumba de Dandolo, seguiremos el sonido del agua tal y como sugiere el poema y luego mi equipo y yo evaluaremos de nuevo la situación y decidiremos si llamar o no a otras autoridades.

Langdon ya le había encontrado un problema a ese plan.

—Santa Sofía cierra a la puesta del sol, de modo que sin las autoridades locales ni siquiera podremos entrar.

—Ya lo he solucionado —dijo Sinskey—. Conozco a alguien en la embajada suiza que se ha puesto en contacto con el conservador del Museo Santa Sofía y le ha pedido una visita privada para un VIP. El conservador ha accedido.

Langdon casi estalla en carcajadas.

—¿Una visita VIP para la directora de la Organización Mundial de la Salud? ¿Y un ejército de soldados con bolsas llenas de equipamiento contra materiales peligrosos? ¿No cree que llamaremos la atención?

—La unidad AVI permanecerá en el coche mientras Brüder, usted y yo evaluamos la situación —dijo Sinskey—. Por cierto, el VIP es usted, no yo.

—¡¿Cómo dice?!

—Le hemos dicho al museo que un famoso profesor norteamericano estaba a punto de llegar en avión con un equipo de investigación para escribir un artículo sobre los símbolos de Santa Sofía, pero que su vuelo se había retrasado cinco horas y llegaría cuando el edificio ya hubiera cerrado. Como el profesor y su equipo se iban mañana por la mañana, les hemos pedido…

—OK —dijo Langdon—. Ya lo entiendo.

—Nos recibirá un empleado del museo. Al parecer, es un gran seguidor de sus textos sobre arte islámico —Sinskey sonrió, intentando mostrarse optimista—. Nos han asegurado que tendrá acceso a todos los rincones del edificio.

—Y, lo que es más importante —declaró Brüder—, dispondremos del lugar solo para nosotros.

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