Inferno

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Capítulo 85

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Robert Langdon iba mirando distraídamente por la ventanilla de la furgoneta mientras esta recorría a toda velocidad la carretera que conectaba el aeropuerto Atatürk con el centro de Estambul. Los funcionarios suizos se las habían arreglado para agilizarles los trámites aduaneros y Langdon, Sinskey y los demás se habían puesto en marcha en cuestión de minutos.

Sinskey había ordenado al comandante y a Ferris que permanecieran a bordo del C-130 con varios miembros de la OMS y que siguieran intentando averiguar el paradero de Sienna Brooks.

Si bien nadie creía que pudiera llegar a Estambul a tiempo, temían que llamara a algún discípulo de Zobrist en Turquía y le pidiera ayuda para llevar a cabo su plan antes de que el equipo de Sinskey lo impidiera.

«¿De verdad sería capaz Sienna de cometer un asesinato en masa?». A Langdon todavía le costaba asimilar todo lo que había pasado ese día pero, por más que le doliera, no tenía más remedio que aceptar la verdad. «Nunca has llegado a conocerla. Te ha engañado».

Había comenzado a caer una ligera lluvia en la ciudad y, mientras escuchaba el repetitivo movimiento del limpiaparabrisas, Langdon sintió que le invadía un repentino cansancio. A su derecha, en el mar de Mármara, podía ver las luces de los yates de lujo y de los enormes buques cisterna que iban y venían del puerto. Por todo el litoral, esbeltos y elegantes minaretes iluminados se alzaban por encima de las cúpulas de las mezquitas, silenciosos recordatorios de que, a pesar de que Estambul era una ciudad moderna y secular, en su esencia siempre se había encontrado la religión.

A Langdon, este tramo de quince kilómetros siempre le había parecido uno de los más bonitos de Europa. La carretera, un perfecto ejemplo del choque entre lo viejo y lo nuevo que ofrecía Estambul, seguía parte de la muralla de Constantino, construida más de dieciséis siglos antes del nacimiento del hombre que daba nombre a esa avenida: John F. Kennedy. El presidente estadounidense había sido un gran admirador del sueño de Kemal Atatürk: una república turca alzándose sobre las cenizas de un imperio caído.

Con unas incomparables vistas al mar, la avenida Kennedy serpenteaba a través de espectaculares bosques y parques históricos, pasaba por el puerto en Yenikapi y, después, se abría paso entre los límites de la ciudad y el estrecho del Bósforo, desde donde continuaba al norte por el Cuerno de Oro. Ahí, elevándose por encima de la ciudad con una estratégica vista del estrecho, se alzaba la fortaleza otomana del palacio de Topkapi. Ese palacio era uno de los lugares favoritos de los turistas, que lo visitaban para admirar tanto las vistas como su increíble colección de tesoros otomanos, además de una capa y una espada que supuestamente habían pertenecido al mismísimo profeta Mahoma.

«No llegaremos tan lejos» sabía Langdon. Pensó entonces en su destino, Santa Sofía, que se alzaba en el centro de la ciudad, a escasa distancia de donde estaban ahora.

Al dejar atrás la avenida Kennedy y comenzar a recorrer la abarrotada ciudad, Langdon contempló la cantidad de gente que había en las calles y las aceras, y recordó las conversaciones que había tenido ese día.

Superpoblación.

La plaga.

Las retorcidas aspiraciones de Zobrist.

Aunque siempre había tenido claro adónde se dirigía la misión de la unidad AVI, hasta ese momento no lo procesó del todo. «Nos dirigimos a la zona cero». Pensó en la bolsa de plástico disolviéndose lentamente y se preguntó cómo se las había arreglado para encontrarse en esa situación.

El extraño poema que él y Sienna habían descubierto en el dorso de la máscara mortuoria de Dante les había traído hasta allí, a Estambul. Langdon estaba conduciendo a la unidad AVI a Santa Sofía. Y sabía que cuando llegaran todavía habría mucho por hacer.

Arrodillaos en el mouseion dorado de santa sabiduría

y pegad la oreja al suelo,

para oír el rumor del agua.

Adentraos en el palacio sumergido…

pues aquí, en la oscuridad, el monstruo ctónico aguarda

en las aguas teñidas de rojo sangre…

de la laguna que no refleja las estrellas

A Langdon volvió a inquietarle el hecho de que el canto final del Inferno de Dante terminara con una escena prácticamente idéntica: después de un largo descenso al inframundo, Dante y Virgilio llegan al punto más bajo del infierno. En busca de una salida, siguen el rumor del agua de un riachuelo que desciende por una sima cercana y, tras cruzar una abertura consiguen salir.

Dante escribió: «Hay allá abajo una cavidad que no puede reconocerse por la vista, sino por el rumor de un arroyuelo que desciende por el cauce de un peñasco. Mi guía y yo entramos en aquel camino oculto para volver al camino luminoso».

Estaba claro que Zobrist se había inspirado en la escena de Dante, pero parecía haberle dado la vuelta a la situación. Langdon y los demás tendrían que seguir el rumor del agua, pero a diferencia de la escena de la Divina Comedia, no les conduciría fuera del infierno… sino directamente a él.

A medida que la furgoneta se internaba por calles aún más estrechas y barrios más densamente poblados, Langdon comenzó a ser consciente de la perversa lógica que había conducido a Zobrist a escoger el centro de Estambul como el epicentro de una pandemia.

«El punto de encuentro entre Oriente y Occidente.

»La encrucijada del mundo».

A lo largo de la historia, Estambul había sucumbido a diversas plagas mortales que habían diezmado su población. De hecho, durante la fase final de la Peste Negra, la ciudad fue considerada el «centro de la plaga» de todo el imperio, y se dice que la enfermedad mataba todos los días a más de diez mil de sus residentes. Varios cuadros otomanos famosos mostraban a ciudadanos cavando fosas desesperadamente en los campos de Taksim para enterrar pilas de cadáveres.

Langdon esperaba que Karl Marx estuviera equivocado cuando dijo que «la historia se repite a sí misma».

Por las calles lluviosas, la gente, ajena a la situación, seguía con sus asuntos como si nada. Una hermosa turca avisaba a sus hijos que la cena estaba lista; dos ancianos compartían una bebida en una terraza; una pareja elegantemente vestida caminaba de la mano bajo un paraguas; un hombre con esmoquin bajaba de un autobús y, protegiendo el estuche del violín bajo su saco, apretaba a correr como si llegara tarde a un concierto.

Langdon examinaba los rostros que veía e intentaba imaginar las vicisitudes de la vida de cada persona.

«Las masas están hechas de individuos».

Apartó la mirada de la ventanilla y cerró los ojos para intentar escapar del siniestro giro que habían tomado sus pensamientos. El daño, sin embargo, ya estaba hecho.

En la oscuridad de su mente se materializó una imagen: el desolador paisaje de El triunfo de la muerte, de Brueghel, el terrorífico panorama de una ciudad asolada por la peste, el sufrimiento y la tortura.

La furgoneta tomó la avenida Torun y, por un momento, Langdon creyó que habían llegado a su destino. A su izquierda, alzándose entre la niebla, apareció una gran mezquita.

Pero no era Santa Sofía.

«La Mezquita Azul», advirtió rápidamente al ver sus seis esbeltos minaretes en forma de lápiz, cada uno de los cuales contaba con múltiples balcones şerefe y estaba coronado por una afilada aguja. Langdon había leído una vez que el exotismo de cuento de hadas de los minaretes con balcones de la Mezquita Azul había sido la inspiración del icónico castillo de Cenicienta en Disneylandia. La construcción debía su nombre al deslumbrante mar de mosaicos azules que adornaba sus paredes interiores.

«Ya estamos llegando», pensó Langdon cuando la furgoneta tomó la avenida Kabasakal y pasó junto a la extensa plaza de Sultanahmet, situada a medio camino entre la Mezquita Azul y Santa Sofía, famosa por sus vistas de ambas.

Langdon aguzó la mirada y buscó el perfil de Santa Sofía en el horizonte, pero la lluvia y los faros de los coches dificultaban la visibilidad. Por si eso no fuera suficiente, el tráfico de la avenida parecía haberse detenido.

Langdon no podía ver más que una hilera de resplandecientes luces rojas.

—Hay un concierto, creo —anunció el conductor—. Será más rápido ir a pie.

—¿Está lejos? —preguntó Sinskey.

—No. Al otro lado de este parque que hay aquí delante. Tres minutos. Es muy seguro.

Sinskey le hizo una señal con la cabeza a Brüder, y luego se volvió hacia la unidad AVI.

—Quedaos en la furgoneta y acercaos todo lo que podáis al edificio. El agente Brüder se pondrá en contacto muy pronto.

Tras lo cual ella, Brüder y Langdon bajaron de la furgoneta y se dirigieron hacia el parque.

El grupo comenzó a recorrer los arbolados senderos del parque Sultanahmet. El dosel de grandes hojas de los árboles ofrecía cierto refugio frente a la lluvia, que parecía ir a peor. Los caminos estaban plagados de señalizaciones que indicaban a los visitantes la localización de diversos monumentos del parque: un obelisco egipcio procedente de Luxor, la Columna de las Serpientes procedente del templo de Apolo en Delphi y el Milion, que antaño servía de «punto cero» de todas las distancias del Imperio bizantino.

Finalmente, llegaron a la orilla de la piscina circular que se encontraba en el centro del parque. Al llegar a la abertura, Langdon levantó la mirada al este.

«Santa Sofía».

Más que un edificio, parecía una montaña.

Su colosal silueta resplandecía bajo la lluvia. Era como una ciudad en sí misma: su cúpula central —increíblemente amplia y con estrías de color gris plateado— parecía descansar sobre un conglomerado de cúpulas que se apilaban a su alrededor. Cuatro altos minaretes —cada uno de los cuales tenía un único balcón y una aguja gris plateada— se alzaban en las esquinas del edificio, tan lejos de la cúpula central que uno apenas podía determinar si formaban parte de una misma estructura o no.

Sinskey y Brüder, que hasta entonces habían mantenido un paso constante, se detuvieron de golpe y levantaron la mirada al tiempo que se esforzaban en asimilar la altura y amplitud del edificio que se alzaba ante ellos.

—¡Dios mío! —exclamó débilmente Brüder, sin dar crédito a lo que veía—. ¿Vamos a buscar algo ahí dentro?

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