Inferno

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Capítulo 87

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La lluvia caía con fuerza sobre la antigua cúpula de Santa Sofía.

Durante casi mil años, había sido la iglesia más grande del mundo e incluso en la actualidad resultaba difícil imaginar algo más grande. Al volver a verla, Langdon recordó la anécdota del emperador Justiniano quien, tras la finalización del edificio, se lo quedó mirando y proclamó con orgullo: «¡Salomón, te he superado!».

Sinskey y Brüder seguían avanzando con determinación hacia el monumental edificio, cuyo tamaño parecía aumentar a medida que se acercaban.

El sendero que ahora recorrían estaba flanqueado por los antiguos cañones utilizados por las fuerzas de Mehmet el Conquistador, un decorativo recordatorio de que cada conquista y reconversión del edificio para adaptarlo a las necesidades espirituales de la fuerza victoriosa había supuesto un violento capítulo en su historia.

Al acercarse a la fachada sur, Langdon contempló los tres apéndices con cúpula y aspecto de silo que sobresalían a la izquierda. Eran los Mausoleos de los Sultanes, uno de los cuales, Murad III, al parecer tuvo más de cien hijos.

De repente, sonó el timbre de un teléfono móvil. Brüder tomó el suyo, comprobó el número en el identificador de llamada y contestó con sequedad:

—¿Averiguaron algo?

Mientras escuchaba el informe, comenzó a negar con la cabeza sin dar crédito a lo que oía.

—¿Pero cómo es posible? —Escuchó un poco más y suspiró—. Está bien, manténganme informado. Estamos a punto de entrar —y colgó.

—¿Qué sucede? —preguntó Sinskey.

—Mantén los ojos abiertos —dijo Brüder, mirando a su alrededor—. Puede que tengamos compañía —se volvió hacia ella—. Parece que Sienna Brooks está en Estambul.

Langdon no se podía creer que Sienna hubiera encontrado un modo de llegar a Turquía; ni tampoco que, tras haber conseguido escapar de Venecia, se arriesgara a ser capturada o asesinada para asegurarse de que el plan de Zobrist se cumplía.

Sinskey se mostró igualmente alarmada y pareció que quería preguntarle algo más a Brüder, pero se lo pensó mejor y se volvió hacia Langdon.

—¿Hacia dónde debemos ir?

Langdon señaló la esquina sudoeste del edificio.

—La fuente de las abluciones está por ahí —dijo.

El punto de encuentro con el contacto del museo era un ornamentado manantial con enrejado que antaño utilizaban los musulmanes para sus abluciones rituales antes de la oración.

—¡Profesor Langdon! —exclamó una voz cuando estuvieron más cerca.

Un sonriente turco apareció por debajo de la cúpula octogonal que cubría la fuente, agitando animadamente los brazos.

—¡Por aquí, profesor!

Langdon y los demás apretaron el paso.

—Hola, me llamo Mirsat —dijo, y su inglés con acento rebosaba entusiasmo. Era un hombre delgado de pelo ralo, llevaba unos anteojos que le daban un aire académico y vestía un traje gris—. Es un gran honor para mí.

—El honor es nuestro —respondió Langdon al tiempo que le daba la mano a Mirsat—. Gracias por su hospitalidad a pesar de la poca antelación con la que les hemos avisado.

—Yo soy Elizabeth Sinskey —dijo la doctora mientras le daba la mano. Luego señaló a Brüder—: Y este es Cristoph Brüder. Estamos aquí para ayudar al profesor Langdon. Lamento el retraso del avión. Es usted muy amable de atendernos.

—¡Por favor! ¡No es nada! —exclamó Mirsat—. Al profesor Langdon le ofrecería una visita guiada a cualquier hora. Su libro Símbolos cristianos en el mundo musulmán es uno de los más vendidos en la tienda del museo.

«¿De verdad? —pensó Langdon—. Ahora sé cuál es el único lugar del mundo en el que se puede encontrar el libro».

—¿Comenzamos? —dijo Mirsat, indicándoles que le siguieran.

El grupo cruzó un pequeño espacio abierto, pasó de largo la entrada de turistas y siguió hasta lo que originalmente había sido la entrada principal del edificio: tres profundos arcos con unas enormes puertas de bronce.

Dos guardias de seguridad armados les estaban esperando. Al ver a Mirsat, abrieron una de las puertas.

Sağ olun —dijo Mirsat, pronunciando una de las pocas expresiones turcas que Langdon conocía: una fórmula de agradecimiento muy formal.

El grupo entró en el edificio y los guardias cerraron la pesada puerta a sus espaldas. El ruido resonó en el interior de piedra.

Langdon y los demás se encontraban en el nártex de Santa Sofía, una estrecha antecámara habitual en las iglesias cristianas, que servía de separación entre lo divino y lo profano.

«Fosos defensivos espirituales», los solía llamar Langdon.

El grupo llegó a otro juego de puertas y Mirsat abrió una. Más allá, en vez del santuario que esperaba encontrar, Langdon vio un segundo nártex ligeramente más grande que el primero.

«Un esonártex», cayó en la cuenta Langdon. Se le había olvidado que Santa Sofía contaba con dos niveles de protección del mundo exterior.

Como preparando al visitante para lo que se encontraría a continuación, el esonártex estaba significativamente más adornado que el nártex, y la bruñida piedra de sus paredes relucía bajo la luz de unos elegantes candelabros. En un extremo del sereno espacio había cuatro puertas y, sobre ellas, unos espectaculares mosaicos que Langdon no pudo sino admirar.

Mirsat se dirigió a la puerta más grande; un colosal portal de bronce.

—La Puerta Imperial —susurró con gran entusiasmo—. En la época de Bizancio, estaba reservada para el uso del emperador. Los turistas no suelen pasar por ella, pero esta es una noche especial.

Mirsat extendió la mano para abrir la puerta, pero antes de hacerlo se detuvo un momento.

—Antes de entrar —susurró—, ¿puedo preguntarle si hay algo en especial que quiera ver?

Langdon, Sinskey y Brüder se miraron.

—Sí —dijo el profesor—. Hay muchas cosas que ver, claro, pero si es posible nos gustaría comenzar por la tumba de Enrico Dandolo.

Mirsat ladeó la cabeza como si no le hubiera entendido bien.

—¿Cómo dice? ¿Quiere ver la tumba de Dandolo?

—Así es.

Mirsat pareció desanimarse.

—Pero, señor, la tumba de Dandolo es muy sencilla. No tiene símbolos. Hay mejores cosas.

—Soy consciente de ello —dijo Langdon educadamente—. Aun así, estaríamos muy agradecidos si pudiéramos verla.

Mirsat se quedó mirando a Langdon un largo rato, y luego levantó la mirada hacia el mosaico que había justo encima de la puerta, el mismo que había estado admirando Langdon. Era una icónica imagen del siglo IX del Cristo Pantocrátor: Jesucristo con el Nuevo Testamento en la mano izquierda y bendiciendo con la derecha.

Entonces, como si de repente cayera en la cuenta de algo, en las comisuras de los labios de Mirsat se dibujó una sonrisa de complicidad y comenzó a agitar el dedo índice en dirección a Langdon.

—¡Listo! ¡Muy listo!

—¿Cómo dice? —preguntó Langdon.

—No se preocupe, profesor —dijo Mirsat en un susurro conspirativo—. No le diré a nadie por qué está realmente aquí.

Sinskey y Brüder miraron a Langdon, desconcertados.

Lo único que pudo hacer el profesor fue encogerse de hombros mientras Mirsat abría la puerta y les hacía pasar.

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