Inferno

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Capítulo 88

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Algunos habían llamado a ese espacio la octava maravilla del mundo y, ahora que se encontraba en él, Langdon no iba a ser quien rebatiera esa afirmación.

Nada más cruzar el umbral y adentrarse en el colosal santuario, recordó que en Santa Sofía solo hacía falta un instante para que sus visitantes advirtieran la impresionante magnitud de sus proporciones.

El espacio era tan vasto que parecía empequeñecer incluso las grandes catedrales de Europa. Langdon sabía que, en parte, su abrumadora inmensidad era una ilusión, un dramático efecto secundario de su planta bizantina. La naos concentraba todo el espacio interior en una única nave cuadrada en vez de dividirlo en los cuatro brazos de una planta cruciforme, el estilo que adoptaron las catedrales posteriores.

«Este edificio es setecientos años anterior a Notre Dame», pensó Langdon.

Tras tomarse un momento para asimilar la amplitud del espacio, Langdon levantó la mirada hacia la enorme cúpula dorada que coronaba el edificio, a más de cuarenta y cinco metros de altura. Desde su punto central, cuarenta nervaduras se extendían, como si fueran rayos del sol, hasta una arcada circular de cuarenta ventanas. Durante el día, la luz que entraba por allí se reflejaba —y ese reflejo se volvía a reflejar— en los trozos de cristal incrustados en el mosaico dorado, creando la «luz mística» por la que era famosa Santa Sofía.

Para Langdon, solo había un pintor que había sabido capturar la atmósfera dorada de ese espacio. John Singer Sargent. No era de extrañar que, en su famoso cuadro de Santa Sofía, el artista estadounidense hubiera limitado su paleta a múltiples tonos de un único color.

«Dorado».

La reluciente cúpula dorada, a la que se solía llamar «la cúpula del cielo», estaba soportada por cuatro arcos gigantescos que, a su vez, sostenían una serie de semicúpulas y tímpanos. Esos soportes daban paso a otro nivel de semicúpulas y arcadas más pequeñas, lo cual creaba el efecto de una cascada de formas arquitectónicas que descendían del cielo a la Tierra.

También del cielo a la Tierra, pero siguiendo una ruta más directa, unos largos cables descendían desde la cúpula y sostenían unos resplandecientes candelabros que parecían colgar tan cerca del suelo que los visitantes altos tenían la sensación de que iban a chocar con ellos. En realidad, esa era otra sensación provocada por la magnitud del espacio, pues se encontraban a más de tres metros del suelo.

Como todos los grandes santuarios, el prodigioso tamaño de Santa Sofía servía a dos propósitos. En primer lugar, era una prueba de las grandes distancias que el hombre era capaz de recorrer para rendir tributo a Dios. Y, en segundo, servía de tratamiento de choque para los fieles: su espacio físico era tan imponente que quienes entraban en él sentían como si, ante la presencia de Dios, su persona empequeñeciera, su ego se desvaneciera y su ser físico e importancia cósmica se encogieran hasta quedar reducidos al tamaño de una mota de polvo o un átomo en las manos del Creador.

«Hasta que un hombre no es nada, Dios no puede hacer nada con él», Martín Lutero había pronunciado esas palabras en el siglo XVI, pero la idea había estado presente en las mentes de los constructores desde los primeros ejemplos de la arquitectura religiosa.

Langdon se volvió hacia Sinskey y Brüder, que habían estado mirando el techo y acababan de bajar de nuevo la mirada al suelo.

—¡Dios mío! —dijo Brüder.

—¡Sí! —dijo Mirsat, animado—. ¡Y también Alá y Mahoma!

Langdon se rio entre dientes mientras su guía le señalaba a Brüder el altar principal. Ahí se podía ver un altísimo mosaico de Jesús flanqueado por dos enormes discos con los nombres de Mahoma y Alá escritos en una ornamentada caligrafía.

—Para recordarles a sus visitantes los diversos usos de este espacio sagrado a lo largo de los siglos —explicó Mirsat—, este museo muestra a la vez la iconografía cristiana de cuando Santa Sofía era una basílica, y la islámica de cuando era una mezquita. —Sonrió con orgullo—. A pesar de la fricción entre ambas religiones en el mundo real, nosotros creemos que sus símbolos funcionan bastante bien juntos. Sé que usted está de acuerdo, profesor.

Langdon asintió, y pensó en toda la iconografía cristiana que había sido encalada cuando el edificio se convirtió en mezquita. La restauración de los símbolos cristianos que había al lado de los musulmanes había creado un efecto muy sugerente, en particular porque los estilos y las sensibilidades de las dos iconografías eran polos opuestos.

Mientras la tradición cristiana recurría a imágenes literales de Dios y sus santos, el islam representaba la belleza del universo mediante la caligrafía y los dibujos geométricos. La tradición islámica sostenía que solo Dios podía crear vida y, por lo tanto, el hombre no podía realizar imágenes de seres vivos; ni dioses, ni personas, ni tampoco animales.

Langdon recordaba haber intentando explicar una vez ese concepto a sus alumnos: «Un Miguel Ángel musulmán, por ejemplo, no habría pintado nunca el rostro de Dios en el techo de la Capilla Sixtina; habría escrito su nombre. Dibujar su cara se habría considerado una blasfemia».

Langdon les explicó a continuación la razón de eso.

«Tanto el cristianismo como el islam son logocéntricos —les dijo a sus alumnos—. Eso significa que son religiones basadas en “la Palabra”. En la tradición cristiana, esta Palabra se convierte en carne en el libro de Juan: “Y la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros”. Por lo tanto, resulta aceptable representarla con forma humana. En la tradición islámica, sin embargo, la Palabra no se convierte en carne y, por lo tanto, necesita permanecer como tal; en la mayoría de los casos, en forma de interpretaciones caligráficas de los nombres de las figuras santas del islam».

Uno de los alumnos de Langdon resumió la compleja historia con una divertida y acertada apostilla: «A los cristianos les gustan las caras, y a los musulmanes, las palabras».

—Ante nosotros —prosiguió Mirsat, señalando al otro lado del increíble espacio— tenemos una mezcla única de cristianismo e islam.

Rápidamente, les mostró la fusión de símbolos que había en el enorme ábside, entre los que destacaba la Virgen y el Niño visibles sobre la mihrab, el nicho semicircular que en una mezquita señala la dirección de la Meca. A su lado, una escalera conducía al púlpito del orador. Este era parecido al que se utiliza en los sermones cristianos pero, en realidad, se trataba de una minbar, la plataforma sagrada desde la que el imán conducía los servicios del viernes. De igual modo, la estructura que había al lado parecía un coro cristiano, pero en realidad era una müezzin mahfili, una plataforma elevada en la que un muecín se arrodilla y canta en respuesta a las oraciones del imán.

—Las mezquitas y las catedrales son en realidad muy similares —proclamó Mirsat—. ¡Las tradiciones de Occidente y Oriente no son tan distintas como uno podría imaginar!

—¿Mirsat? —dijo Brüder con impaciencia—. Si no le importa, nos gustaría ver la tumba de Dandolo.

Mirsat se sintió ligeramente molesto, como si el apuro del hombre fuera una falta de respeto al edificio.

—Sí —dijo Langdon—. Lamento que estemos apurados, pero no disponemos de mucho tiempo.

—Está bien, pues —dijo Mirsat, señalando un balcón alto que había a su izquierda—. Vayamos al piso de arriba a ver la tumba.

—¿Arriba? —respondió Langdon, desconcertado—. ¿No está enterrado en la cripta? —Langdon recordaba la lápida, pero no el lugar exacto en el que se encontraba. Había creído que estaría en una oscura zona subterránea del edificio.

A Mirsat le extrañó la pregunta.

—No, profesor, la tumba de Enrico Dandolo se encuentra arriba.

«¿Qué está pasando aquí?», se preguntó Mirsat.

Cuando Langdon le había dicho que quería ver la tumba de Dandolo, él había creído que se trataba de una especie de señuelo. «Nadie quiere ver la tumba de Dandolo». Había supuesto que lo que en verdad quería ver era el enigmático tesoro que había justo al lado: el Mosaico de la Déesis, un Cristo Pantocrátor que posiblemente era una de las obras de arte más misteriosas de todo el edificio.

«Langdon está estudiando el mosaico, pero no quiere que se sepa», había pensado Mirsat, creyendo que el profesor estaba escribiendo un artículo secreto al respecto.

En ese momento, sin embargo, Mirsat se sintió confundido. Sin duda, Langdon sabía que el Mosaico de la Déesis se encontraba en el primer piso, ¿por qué entonces se mostraba tan sorprendido?

«A no ser que realmente quiera ver la tumba de Dandolo».

Desconcertado, Mirsat les condujo hacia la escalera. De camino, pasaron por delante de una de las dos famosas urnas de Santa Sofía: un enorme recipiente con capacidad para 1250 litros que había sido tallado en una única pieza de mármol durante el período helenístico.

Mientras ascendía en silencio con su séquito, Mirsat no pudo evitar sentirse algo inquieto. Los colegas de Langdon no parecían académicos. Uno de ellos, musculoso y rígido, y vestido de negro de arriba abajo, parecía más bien un soldado. Y la mujer del cabello plateado le era familiar. La había visto antes. «¿Quizá en la televisión?».

Comenzaba a sospechar que el propósito de su visita no era el que parecía ser. «¿Por qué está en verdad aquí?».

—Un tramo más —anunció con una sonrisa Mirsat al llegar al descanso—. En el siguiente piso encontraremos la tumba de Dandolo y, claro —se detuvo un momento y miró a Langdon—, el célebre Mosaico de la Déesis.

Ni siquiera se inmutó.

Al parecer, Langdon no había ido a ver el mosaico. Él y sus acompañantes parecían inexplicablemente obsesionados con la tumba de Dandolo.

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