Inferno

Inferno


Capítulo 90

Página 95 de 112

90

Elizabeth Sinskey salió precipitadamente de Santa Sofía con Langdon, Brüder y su desconcertado guía. Afuera llovía a cántaros.

«Adentraos en el palacio sumergido», pensó Sinskey.

Al parecer, la cisterna de la ciudad —Yerebatan Sarayi— se encontraba en dirección a la Mezquita Azul y un poco hacia el norte.

Mirsat los guiaba.

La doctora no tuvo más remedio que explicarle quiénes eran y que estaban en plena carrera contrarreloj para impedir que en el interior del palacio sumergido estallara una posible crisis de salud pública global.

—¡Por aquí! —exclamó Mirsat, conduciéndolos a través del oscuro parque. Tenían la montaña de Santa Sofía detrás, y los minaretes de cuento de hadas de la Mezquita Azul delante.

Al lado de Sinskey, Brüder hablaba a gritos por teléfono. Estaba poniendo al tanto a la unidad AVI y ordenando a sus hombres que se encontraran con él en la entrada de la cisterna.

—Parece que el objetivo de Zobrist es el suministro de agua de la ciudad —dijo el agente, casi sin aliento—. Voy a necesitar diagramas de todos los conductos de entrada y salida de la cisterna. Pondremos en marcha los protocolos de aislamiento y contención. Necesitaremos barreras físicas y químicas junto con…

—Un momento —dijo Mirsat—. Me ha malinterpretado. La cisterna no suministra agua a la ciudad. ¡Ya no!

Brüder apartó el teléfono de su oreja y se quedó mirando fijamente al guía.

—¿Qué?

—Antiguamente, esa era su función —le aclaró el guía—, pero ya no. Nos hemos modernizado.

Brüder se detuvo bajo un árbol para protegerse de la lluvia y todos lo hicieron con él.

—Mirsat —dijo Sinskey—, ¿está seguro de que nadie bebe el agua de la cisterna?

—Por el amor de Dios, no —dijo él—. Básicamente, el agua permanece ahí, filtrándose poco a poco en la tierra.

La doctora, Langdon y Brüder intercambiaron miradas de incertidumbre. La doctora no sabía si sentirse aliviada o alarmada. «Si nadie entra en contacto con el agua, ¿por qué Zobrist querría contaminarla?».

—Cuando modernizamos el suministro del agua décadas atrás —explicó Mirsat—, la cisterna dejó de utilizarse y pasó a ser un gran estanque subterráneo —se encogió de hombros—. Hoy en día no es más que una atracción turística.

Sinskey se volvió de golpe hacia él. «¿Una atracción turística?».

—Un momento… ¿Ahí abajo puede bajar gente? ¿A la cisterna?

—Por supuesto —dijo—. Miles de personas la visitan cada día. Es bastante impresionante. Hay pasarelas sobre el agua, e incluso una pequeña cafetería. La ventilación es limitada, de modo que el aire está algo cargado y es muy húmedo, pero aun así es un lugar muy popular.

Sinskey intercambió una mirada con Brüder y se dio cuenta de que ella y el agente estaban pensando lo mismo: una caverna oscura y húmeda repleta de agua estancada en la cual se estaba incubando un patógeno. Para completar la pesadilla, había pasarelas que permitían a los turistas pasear por encima de la superficie del agua.

—Ha creado un bioaerosol —declaró Brüder.

Sinskey asintió.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Langdon.

—Significa que se puede transmitir por el aire —respondió Brüder.

El profesor se quedó en silencio y Sinskey se dio cuenta de que estaba empezando a comprender la magnitud potencial de esa crisis.

Ella ya había contemplado la posibilidad de un patógeno transmisible por el aire. Sin embargo, cuando todavía creía que la cisterna suministraba agua a la ciudad, había supuesto que quizá Zobrist hubiera elegido una bioforma acuática. Las bacterias acuáticas eran robustas y resistentes a los cambios de temperatura, pero también se propagaban con lentitud.

Los patógenos de transmisión aérea, en cambio, lo hacían con rapidez.

Mucha rapidez.

—Si se transmite por el aire —dijo Brüder—, probablemente es viral.

«Un virus. —Sinskey estaba de acuerdo—. El patógeno de propagación más rápido que Zobrist podría haber elegido».

Liberar bajo el agua un virus transmisible por el aire era algo poco frecuente, pero había muchas formas vivas que se incubaban en un líquido y luego se propagaban por el aire: los mosquitos, las esporas de moho, la bacteria que causaba la enfermedad de la Legionela, las micotoxinas, la marea roja, e incluso los seres humanos.

Mirsat se quedó mirando al otro lado de una calle repleta de autos con una expresión de gran desasosiego, y Sinskey siguió su mirada hasta un edificio achaparrado de ladrillos rojos y blancos. Su única puerta estaba abierta, y dejaba a la vista lo que parecía una escalera. Un grupo de gente bien vestida esperaba afuera con sus paraguas mientras un portero controlaba el flujo de gente que bajaba al interior.

«¿Una especie de club de baile subterráneo?».

La doctora vio entonces el letrero dorado que había en la fachada del edificio y notó que se le hacía un nudo en el estómago. A no ser que ese club se llamara Cisterna y hubiera sido construido en el año 523 d. C., ya entendía por qué su guía parecía tan preocupado.

—El palacio sumergido —tartamudeó Mirsat—. Parece… que esta noche hay un concierto.

—¡¿Un concierto en una cisterna?! —preguntó ella con incredulidad.

—Es un espacio grande y cubierto —respondió—. Se suele usar como centro cultural.

Brüder, al parecer, ya había oído suficiente, y apretó a correr a través de la maraña de autos de la avenida Alemdar. Sinskey y los demás fueron tras él.

Cuando llegaron a la entrada, se encontraron con que la puerta estaba bloqueada por un puñado de asistentes al concierto que esperaban su turno para entrar: tres mujeres con burka, un par de turistas agarrados de la mano y un hombre con esmoquin. Se agolpaban todos en la puerta para protegerse de la lluvia.

Las notas de la música que estaban interpretando dentro llegaban hasta la calle. «Berlioz», supuso Sinskey al oír la idiosincrática orquestación. Fuera lo que fuese, parecía algo que no encajaba en aquel lugar de Estambul.

Al acercarse más a la entrada, la doctora sintió una cálida ráfaga de aire procedente de las profundidades de la tierra, que trajo a la superficie no solo el sonido de los violines sino un inconfundible olor a humedad y a aglomeración de gente.

También le causó un mal presentimiento.

Un grupo de turistas apareció en la escalera y salió del edificio conversando alegremente. El portero permitió entonces que bajara el siguiente grupo.

Brüder intentó entrar, pero el portero se lo impidió con un educado gesto.

—Un momento, señor. La cisterna está llena. En menos de un minuto saldrán más visitantes. Gracias.

Brüder parecía dispuesto a entrar a la fuerza, pero Sinskey le colocó una mano en el hombro y lo hizo a un lado.

—Espere —le ordenó—. El equipo está de camino y usted no puede registrar este lugar solo. —Le señaló la placa que había en la pared—. Es enorme.

Según la placa informativa, se trataba de una sala subterránea del tamaño de una catedral —su longitud era de casi dos campos de fútbol—, con un techo que se extendía más de treinta mil metros cuadrados y soportado por un bosque de 336 columnas de mármol.

—Mire esto, doctora —dijo Langdon, que se encontraba a unos pocos metros—. No lo va a creer.

Sinskey se dio la vuelta. El profesor le señalaba el cartel del concierto que había en la pared.

«Oh, Dios mío».

La directora de la OMS había acertado al identificar el estilo de música como romántico, pero la pieza que se interpretaba esa noche no estaba compuesta por Berlioz, sino por otro compositor del mismo período: Franz Liszt.

Esa noche, en las entrañas de la tierra, la Orquesta Sinfónica Estatal de Estambul interpretaba una de las obras más famosas de Liszt: la Sinfonía Dante, toda una composición inspirada por el descenso al infierno del poeta florentino.

—Se representa durante una semana —dijo Langdon tras leer la letra pequeña del cartel—. Es un concierto gratuito. Patrocinado por un donante anónimo.

Sinskey apostó a que adivinaba su identidad. En ese caso, el gusto de Bertrand Zobrist por lo dramático era también una cruel estrategia. Esa semana de conciertos gratuitos atraería a la cisterna a más turistas de lo habitual. Ellos respirarían el aire contaminado y luego regresarían infectados a sus casas, allí o en el extranjero.

—¿Señor? —le dijo el portero a Brüder—. Tenemos espacio para dos más.

El agente se volvió hacia Sinskey.

—Llame a las autoridades locales. No sé qué encontraremos ahí abajo, pero necesitaremos apoyo. Cuando llegue mi equipo, que se pongan en contacto conmigo por radio. Mientras tanto, yo bajaré e intentaré averiguar dónde puede haber escondido Zobrist la bolsa.

—¿Sin mascarilla? —preguntó Sinskey—. No sabe si la bolsa está intacta.

Brüder frunció el ceño y alzó la mano en dirección al cálido aire que salía por la puerta.

—Odio decir esto, pero si el agente infeccioso ya no está en la bolsa, lo más probable es que toda la ciudad esté ya infectada.

Sinskey había estado pensando lo mismo, pero no había querido decirlo delante de Langdon o Mirsat.

—Además —añadió Brüder—, ya he comprobado en otras ocasiones lo que sucede cuando mi equipo entra en un sitio con trajes de protección contra materiales peligrosos. Sin duda, provocaríamos una ola de pánico general y una estampida.

Sinskey decidió hacer caso a Brüder; al fin y al cabo, él era el especialista y se había encontrado antes en situaciones como esa.

—Nuestra única opción realista —le explicó Brüder— es confiar en que la bolsa siga intacta y que todavía podamos contener el patógeno.

—Está bien —dijo Sinskey—. Hágalo.

—Hay otro problema —interrumpió Langdon—. ¿Qué hay de Sienna?

—¿Qué sucede con ella? —preguntó Brüder.

—Sean cuales sean sus intenciones en Estambul, habla muy bien varios idiomas y probablemente hable turco.

—¿Y?

—Pues que conoce la referencia que el poema hace al «palacio sumergido» y, en turco, «palacio sumergido» señala… —se volvió hacia el letrero de «Yerebatan Sarayi» que había encima de la puerta—, aquí.

—Es cierto. —Sinskey se mostró de acuerdo—. Puede que se haya dado cuenta sin necesidad de ir a Santa Sofía.

Brüder se volvió hacia la puerta y maldijo entre dientes.

—Bueno, aunque Sienna ya esté ahí abajo y planee romper la bolsa de Solublon antes de que podamos contenerla, tampoco creo que lleve mucho rato dentro. Además, es un lugar enorme, y probablemente no tiene ni idea de dónde buscar. Y, con toda esa gente alrededor, tampoco puede meterse en el agua sin que nadie se dé cuenta.

—¿Señor? —le volvió a decir el portero a Brüder—. ¿Quiere entrar o no?

Brüder vio otro grupo de asistentes al concierto que se acercaba por el otro lado de la calle, y le indicó al portero con un movimiento de cabeza que sí.

—Yo voy con usted —dijo Langdon, siguiéndole.

Brüder se dio la vuelta y le cerró el paso.

—Ni hablar.

Langdon le respondió con firmeza.

—Agente Brüder, una de las razones por las que estamos en esta situación es que Sienna Brooks me ha estado engañando todo el día. Y, como acaba de decir usted mismo, puede que ya estemos todos infectados, de modo que lo voy a ayudar le guste o no.

Brüder se lo quedó mirando un momento, y finalmente claudicó.

Cuando cruzaron la puerta y comenzaron a descender la profunda escalera detrás de Brüder, Langdon sintió el cálido aire que procedía de las entrañas de la cisterna. La húmeda brisa transportaba las notas de la Sinfonía Dante de Liszt, así como un olor familiar pero inefable, el de una multitud de gente congregada en un espacio cerrado.

Langdon sintió entonces que le envolvía un fantasmal paño mortuorio; como si los largos dedos de una mano invisible emergieran de la tierra y se aferraran a su carne.

«La música».

El coro de la sinfonía —de cien voces— estaba cantando un conocido pasaje, pronunciando con claridad cada sílaba del siniestro texto de Dante.

«Lasciate ogne speranza —cantaban ahora—, voi ch’entrate».

Esas seis palabras —el verso más famoso de todo el Inferno de Dante— surgían del fondo de la escalera como un aciago hedor a muerte.

Acompañado por una oleada de trompetas y cornetas, el coro entonó una vez más la advertencia. «Lasciate ogne speranza, voi ch’entrate».

«Los que entráis, abandonad toda esperanza».

Ir a la siguiente página

Report Page