Inferno

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Capítulo 92

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Procurando que no lo viera nadie, el agente Brüder pasó por debajo de la baranda y se metió en el agua. Le llegaba a la altura del pecho y estaba fría, lo cual provocó que, al filtrarse por la ropa, sus músculos se tensaran. El suelo de la cisterna era resbaladizo pero firme. Se quedó un momento inmóvil, evaluando la situación y observando cómo los círculos concéntricos en el agua se alejaban, como ondas expansivas.

Contuvo un momento la respiración. «Muévete despacio —se dijo a sí mismo—. No crees turbulencias».

Langdon, que permanecía en la plataforma, miró a uno y otro lado.

—Adelante —susurró—. Nadie lo ve.

Brüder se volvió hacia la cabeza invertida de la Medusa. Un foco rojo la iluminaba y, ahora que se encontraba a su nivel, le pareció todavía más grande.

—Siga la mirada de la Medusa —le susurró Langdon—. A Zobrist le gustaban los juegos simbólicos, y tenía tendencia al dramatismo. No me sorprendería que hubiera colocado su creación a la vista de la letal mirada del monstruo.

«Las grandes mentes piensan igual». Brüder agradeció que el profesor hubiera insistido en bajar a la cisterna con él; sus conocimientos los habían guiado casi directamente a ese lejano rincón de la cisterna.

Mientras las notas de la Sinfonía Dante sonaban a lo lejos, Brüder tomó su linterna de bolsillo impermeable Tovatec, la metió debajo del agua y la encendió. Un brillante haz de luz halógena atravesó el agua, iluminando el suelo de la cisterna.

«Con calma —se recordó a sí mismo—. No perturbes nada».

Y, sin más preámbulo, se fue moviendo en cámara lenta por la laguna sin dejar de mover metódicamente la linterna de un lado a otro, como si fuera un rastreador de minas submarinas.

En la baranda, Langdon había comenzado a sentir una molesta opresión en la garganta. A pesar de la humedad, el aire de la cisterna le parecía viciado y sin oxígeno. Mientras el agente avanzaba con cuidado por el agua, el profesor se dijo que todo iba a salir bien.

«Hemos llegado a tiempo.

»Está todo intacto.

»El equipo de Brüder puede contenerlo».

Aun así, se sentía intranquilo. A causa de su claustrofobia, allí abajo se habría sentido mal fueran cuales fuesen las circunstancias. «Algo sobre miles de toneladas de tierra… soportadas únicamente por columnas en descomposición».

Apartó el pensamiento de su cabeza y volvió a echar un vistazo por encima del hombro por si alguien los había visto.

«Nada».

Las únicas personas cercanas estaban mirando en dirección contraria, hacia la orquesta. Nadie parecía haberse dado cuenta de que Brüder se había metido al agua.

Langdon volvió mirar al líder de la unidad AVI. La luz halógena de su linterna seguía oscilando siniestramente delante de él, iluminándole el camino.

De repente, la visión periférica del profesor captó un movimiento: una ominosa forma negra se alzó en el agua a su izquierda. Se volvió y se quedó mirando la amenazadora sombra, medio esperando encontrarse ante una especie de Leviatán emergiendo de las profundidades.

El agente se detuvo. Al parecer, también la había visto.

La fantasmal silueta negra tenía unos nueve metros de altura, y era prácticamente idéntica a la del médico de la plaga que aparecía en el video de Zobrist.

«Es una sombra —cayó en la cuenta Langdon—. La de Brüder».

Al pasar por delante de un foco sumergido en la laguna, su sombra se había proyectado en la pared de un modo muy parecido al de Zobrist en el video.

«¡Este es el lugar! —exclamó Langdon—. Se está acercando».

Brüder asintió y continuó avanzando lentamente. Langdon lo hacía por la plataforma, manteniéndose a su altura. Mientras el agente se alejaba más y más, Langdon volvió a mirar por encima del hombro para asegurarse de que nadie había reparado en ellos.

Nada.

Al volver a posar sus ojos en la laguna, algo en sus pies llamó su atención.

Bajó la mirada y vio un pequeño charco de líquido rojo.

Sangre.

Por alguna razón, había sangre cerca de sus pies.

«¿Estoy sangrando?».

No sentía dolor alguno, pero de todos modos comprobó frenéticamente que no tuviera alguna herida o se tratara de una posible reacción a alguna toxina que hubiera en el aire. Se aseguró también de que no le estuvieran sangrando la nariz, las uñas o las orejas.

Sin entender de dónde procedía esa sangre, miró entonces a su alrededor y confirmó que estaba solo en la pasarela desierta.

Volvió a bajar la mirada al charco y esta vez advirtió un pequeño hilo que recorría la pasarela e iba a parar a sus pies. El líquido rojo parecía proceder del final de la pasarela y descendía hasta sus pies por la inclinación de los tablones.

«Ahí hay alguien herido», pensó Langdon. Rápidamente, echó un vistazo a Brüder, que en esos momentos se estaba acercando al centro de la laguna.

Langdon comenzó a recorrer la pasarela siguiendo la corriente. A medida que avanzaba, se hacía más amplia y fluía con mayor rapidez. «¿Qué diablos…?». Apretó a correr y siguió el líquido hasta la pared, donde la pasarela terminaba de golpe.

Había llegado a un callejón sin salida.

En la lúgubre oscuridad, distinguió una gran charco de aguas rojas. Parecía que alguien acabara de ser despedazado.

En ese instante, mientras observaba cómo el líquido goteaba de la plataforma a la cisterna, cayó en la cuenta de que su primera impresión había sido equivocada.

«No es sangre».

El color rojo de las luces y de la pasarela habían conferido a esas gotas transparentes un tono rojizo y habían provocado esa ilusión.

«No es más que agua».

En vez de sentirse aliviado, la revelación le provocó más miedo todavía. Bajó la mirada al charco de agua y reparó en las salpicaduras que había en la baranda. Y luego en las huellas.

«Alguien ha salido del agua en este punto».

Langdon se dio la vuelta para llamar a Brüder, pero estaba demasiado lejos y la música de la orquesta era ahora un fortissimo de vientos y timbales. Era ensordecedora. De repente, notó una presencia a su lado.

«No estoy solo».

En cámara lenta, se volvió hacia la pared donde terminaba la pasarela. A tres metros, discernió una forma en las sombras. Parecía una gran piedra envuelta en una capa negra. La forma permanecía inmóvil.

Y entonces se movió.

Comenzó a erguirse, y una cabeza sin rasgos que hasta entonces había permanecido inclinada comenzó a elevarse.

«Es una persona ataviada con un burka negro», se dio cuenta Langdon.

La tradicional vestimenta islámica no dejaba nada de piel a la vista, pero cuando la cabeza se volvió hacia Langdon, él vislumbró dos oscuros ojos mirándolo a través de una rejilla de la prenda.

Lo supo de inmediato.

De repente, Sienna Brooks reaccionó y empezó a correr. Tras embestir a Langdon y tirarlo al suelo, se escapó a toda velocidad por la pasarela.

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