Inferno

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Capítulo 94

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Robert Langdon no era un corredor, pero años de natación le habían proporcionado unas poderosas piernas, y su zancada era larga. Llegó a la esquina en cuestión de segundos. Al doblarla, desembocó en una avenida más amplia y rápidamente examinó las aceras.

«¡Tiene que estar aquí!».

Había dejado de llover y, desde esa esquina, Langdon podía ver toda la calle iluminada. No había ningún lugar donde ocultarse.

Y, sin embargo, Sienna parecía haber desaparecido.

Con los brazos en jarras y la respiración todavía jadeante, examinó la mojada calle que tenía delante. Solo vio movimiento a unos cincuenta metros. Uno de los modernos otobüsler de Estambul había arrancado y se alejaba por la avenida.

«¿Ha subido Sienna a un autobús?».

Parecía demasiado arriesgado. ¿Por qué iba a encerrarse en un vehículo si sabía que todo el mundo la estaba buscando? Aunque, claro, quizá creía que nadie la había visto doblar la esquina y justo entonces había visto que el bus se disponía a arrancar, ofreciéndole una oportunidad perfectamente sincronizada.

«Quizá».

En lo alto del bus había una pantalla de leds programable que indicaba su destino: GALATA.

Langdon corrió hacia un hombre mayor que se encontraba bajo el toldo de un restaurante. Iba vestido con una elegante túnica bordada y un turbante blanco.

—Disculpe —dijo Langdon casi sin aliento cuando llegó a su lado—. ¿Habla usted inglés?

—Por supuesto —dijo el hombre, algo molesto por el tono apremiante de Langdon.

—¿Galata? ¿Es un lugar?

—¿Galata? —respondió el hombre—. ¿El puente Gálata? ¿El puerto de Gálata?

Langdon señaló el otobüs que se alejaba.

—¡Gálata! ¿Adónde va?

El hombre del turbante miró el autobús y, tras considerarlo un momento, contestó:

—Puente Gálata. Sale de la parte antigua de la ciudad y cruza el puente.

Langdon emitió un gruñido. Volvió a examinar la acera a uno y otro lado, pero no parecía haber rastro de Sienna. Por la avenida no dejaban de pasar vehículos de emergencia en dirección a la cisterna. Sus sirenas resonaban por todas partes.

—¿Qué sucede? —preguntó el hombre, alarmado—. ¿Hay algún problema?

Langdon volvió a mirar el bus y supo que se la jugaba, pero no tenía otra opción.

—Sí, señor —respondió—. Hay una emergencia y necesito su ayuda. —Señaló entonces un reluciente Bentley plateado que un empleado acababa de dejar junto a la acera—. ¿Es ese su auto?

—Así es, pero…

—Necesito que me lleve —dijo Langdon—. Sé que no nos conocemos de nada, pero ha tenido lugar una catástrofe y es un asunto de vida o muerte.

El hombre del turbante miró al profesor directamente a los ojos un largo momento, como si le estuviera escrutando el alma. Al fin, asintió.

—Entonces será mejor que suba.

En cuanto el Bentley arrancó, Langdon se tuvo que agarrar al asiento. Estaba claro que el hombre era un conductor experimentado y que parecía disfrutar del desafío de serpentear entre el tráfico jugando a las carreras con el autobús.

Tardó menos de tres manzanas en llegar a la altura del otobüs. Langdon se inclinó en el asiento y miró la ventana trasera. Las luces interiores eran tenues y lo único que podía distinguir era la vaga silueta de los pasajeros.

—No pierda de vista el autobús, por favor —dijo Langdon—. ¿Tiene teléfono?

El hombre agarró un móvil que llevaba en el bolsillo y se lo dio al profesor. Tras agradecérselo profusamente, Langdon se dio cuenta de que no tenía ni idea de a quién llamar. No tenía el número de contacto de Sinskey ni el de Brüder. Y si llamaba a las oficinas de la OMS en Suiza tardaría siglos en que le hicieran caso.

—¿Cómo me pongo en contacto con la policía local? —preguntó Langdon.

—Uno cinco cinco —respondió el hombre—. En cualquier lugar de Estambul.

Langdon marcó los tres números y esperó. La línea sonó varias veces. Finalmente, respondió una voz grabada. Le informó en turco y en inglés de que, debido a la gran cantidad de llamadas, permanecería un momento en espera. Langdon se preguntó si ese volumen de llamadas no se debería a la crisis en la cisterna.

Con toda probabilidad, el palacio sumergido se encontraba en un estado de caos absoluto. Recordó a Brüder caminando por el agua y se preguntó qué habría descubierto. Tuvo la desagradable sensación de que ya lo sabía.

«Seguramente, Sienna se ha metido en el agua antes que él».

Las luces de frenado del autobús se encendieron al llegar a una parada. El conductor del Bentley también lo hizo, pero a unos quince metros, proporcionándole a Langdon una perfecta perspectiva de los pasajeros que entraban y salían. Solo bajaron tres personas y, a pesar de ser todos hombres, Langdon los estudió con atención, consciente del talento de Sienna para los disfraces.

Luego volvió a mirar la luna trasera del autobús. Estaba ahumada, pero ahora las luces interiores se habían encendido y pudo ver con más claridad la gente que había dentro. Se inclinó hacia adelante, estiró el cuello y acercó la cara al parabrisas del auto.

«¡Por favor, que no me haya equivocado!».

Entonces la vio.

En la parte trasera del vehículo, mirando al frente, una cabeza calva sobre unos delgados hombros.

«Solo podía ser Sienna».

Al arrancar, las luces interiores del bus volvieron a apagarse. Antes de desaparecer en la oscuridad, la cabeza de Sienna se volvió hacia atrás y echó un vistazo por encima del hombro.

Langdon bajó la cabeza e intentó ocultarse en las sombras del Bentley. «¿Me ha visto?». El conductor del turbante ya había arrancado y seguía de nuevo al autobús.

La calle descendía hasta el mar, y al fondo Langdon pudo ver las luces de un puente bajo que se extendía sobre el agua. Parecía saturado de tráfico. De hecho, toda la zona cercana a la entrada estaba muy congestionada.

—El Bazar de las Especias —dijo el hombre—. Muy popular en noches lluviosas.

El hombre señaló un edificio increíblemente largo que había en la orilla del mar, a la sombra de una espectacular mezquita (que, si Langdon no se equivocaba, a juzgar por la altura de sus minaretes era la Mezquita Nueva). El Bazar de las Especias parecía más grande que la mayoría de centros comerciales norteamericanos. Una gran cantidad de gente entraba y salía por su enorme puerta arqueada.

Alo?! —exclamó una tenue voz en el auto—. Acil Durum! Alo?!

El profesor bajó la mirada al teléfono que tenía en la mano. «La policía».

—¡Sí, hola! —respondió tras llevarse el aparato a la oreja—. Me llamo Robert Langdon. Trabajo con la Organización Mundial de la Salud. Ha tenido lugar una grave crisis en la cisterna de la ciudad y estoy siguiendo a la persona responsable. Va en un autobús que se encuentra cerca del Bazar de las Especias y se dirige a…

—Un momento, por favor —dijo la operadora—, deje que le pase con la central.

—¡No, espere! —Pero la llamada de Langdon volvió a quedar en pausa.

El conductor del Bentley se volvió hacia él con una expresión de miedo en el rostro.

—¡¿Una crisis en la cisterna?!

Langdon iba a explicarle qué había sucedido cuando, de improviso, el rostro del conductor se volvió de color rojo como si fuera un demonio.

«¡Unas luces de frenado!».

El conductor volvió la mirada al frente y el Bentley se detuvo justo detrás del autobús. Las luces interiores de este se volvieron a encender y Langdon pudo ver claramente a Sienna. Estaba junto a la puerta trasera, tirando del cordel de la parada de emergencia y golpeando la puerta para bajar del autobús.

«Me ha visto», se dio cuenta Langdon. Y, sin duda, también había visto el tráfico que había en el puente Gálata y sabía que no podía arriesgarse a que la alcanzaran en él.

De inmediato, Langdon abrió la puerta del Bentley, pero Sienna ya había bajado del autobús y se alejaba en la noche. Langdon le arrojó el teléfono móvil a su dueño.

—¡Dígale a la policía lo que ha pasado! ¡Y que rodee la zona!

Asustado, el hombre del turbante asintió.

—¡Y gracias! —exclamó Langdon—. Teşekkürler!

Tras lo cual salió corriendo detrás de Sienna, que se dirigía hacia la muchedumbre que abarrotaba la puerta del Bazar de las Especias.

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