Inferno

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Capítulo 95

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El Bazar de las Especias es uno de los mercados cubiertos más grandes del mundo. Construido hace más de trescientos años con forma de ele, el extenso complejo tiene ochenta y ocho salas abovedadas divididas en cientos de tiendas, donde los vendedores locales pregonan una impresionante variedad de placeres comestibles procedentes de todo el mundo: especias, frutas, hierbas y el ubicuo dulce típico de Estambul: la delicia turca.

La entrada del bazar —un enorme portal de arco gótico— se encuentra en la esquina de Çiçek Pazari y la calle Tahmis, y se dice que por ella pasan más de trescientos mil visitantes diarios.

Esa noche, a medida que se acercaba a la abarrotada entrada, Langdon tuvo la sensación de que esas trescientas mil personas se encontraban ahí en ese momento. Seguía corriendo a toda velocidad sin apartar los ojos de ella. La tenía apenas a veinte metros. Iba directo hacia la entrada del bazar y no parecía tener intención alguna de detenerse.

Sienna llegó al portal arqueado repleto de gente y comenzó a abrirse paso entre la muchedumbre para entrar en el bazar. Al cruzar el umbral, echó un vistazo por encima del hombro. Langdon vio en sus ojos a una niña que huía asustada, desesperada y fuera de control.

—¡Sienna! —exclamó.

Pero ella se adentró en el mar de humanidad y desapareció.

Langdon fue tras ella. Avanzando entre la gente a empujones y estirando el cuello para localizarla, finalmente la vio huyendo por el pasillo occidental, que quedaba a su izquierda.

Toneles repletos de especies exóticas —curry indio, azafrán iraní, té de flores chino— bordeaban el camino. Sus deslumbrantes colores conformaban una especie de túnel de colores amarillos, marrones y dorados. A cada paso, Langdon olía un nuevo aroma —setas acres, raíces amargas, aceites almizclados— que inundaba el aire como un ensordecedor coro de idiomas de todo el mundo. El resultado era un abrumador estallido de estímulos sensoriales dispuesto en medio de un incesante zumbido de personas.

De miles de personas.

Una agobiante sensación de claustrofobia atenazó a Langdon y casi lo obliga a detenerse, pero se recompuso rápidamente y siguió adentrándose en el bazar. A lo lejos, podía ver a Sienna avanzando entre la muchedumbre sin aflojar lo más mínimo el paso. Estaba claro que llegaría hasta el final, dondequiera que eso fuera.

Por un momento, Langdon se preguntó por qué la seguía.

«¿Por justicia?». Teniendo en cuenta lo que había hecho, no se le ocurría qué castigo podían aplicarle si la atrapaban.

«¿Para prevenir una pandemia?». Lo que hubiera hecho ya no tenía remedio.

Mientras avanzaba a través de un océano de desconocidos, de repente fue consciente de por qué quería realmente detener a Sienna Brooks.

«Quiero respuestas».

A apenas diez metros, Sienna se dirigía a una salida que había en el brazo occidental del bazar. Volvió a echar un vistazo por encima del hombro y se alarmó al ver a Langdon tan cerca. Cuando volvió la mirada al frente, tropezó y se cayó.

Salió despedida y chocó con el hombro de la persona que tenía delante. Mientras caía, extendió la mano para agarrarse a algo, pero solo encontró el borde de un tonel de castañas secas. El recipiente volcó y las castañas se derramaron por el suelo.

A Langdon le llevó apenas tres zancadas llegar al lugar en el que había caído la joven. Para entonces, sin embargo, solo vio el tonel volcado y las castañas.

El vendedor gritaba furiosamente.

«¡¿Adónde ha ido?!», pensó Langdon.

El profesor dio una vuelta en círculo, pero Sienna parecía haber desaparecido. En cuanto su mirada se posó en la salida occidental que se encontraba a solo quince metros, cayó en la cuenta de que la dramática caída de la joven no había tenido nada de accidental.

Corrió hacia esa puerta y salió a una enorme plaza que también estaba repleta de gente, pero no había rastro de Sienna.

Justo enfrente, al final de una carretera de múltiples carriles, el puente Gálata se extendía sobre las aguas del Cuerno de Oro. Los minaretes duales de la Mezquita Nueva se elevaban a su derecha. A su izquierda solo estaba la plaza abarrotada.

El ensordecedor ruido de las bocinas de los autos volvió a llamar la atención de Langdon otra vez al frente. Se fijó en la carretera que separaba la plaza del mar y vio a Sienna a unos cien metros, corriendo entre el veloz tráfico y esquivando por poco dos camiones que casi la atropellan. Se dirigía al mar.

A su izquierda, en la orilla del Cuerno de Oro, Langdon podía oír el bullicio de los transbordadores, otobüsler, taxis y botes turísticos de un centro de transportes.

Cruzó corriendo la plaza en dirección a la carretera. Cuando llegó a la valla de seguridad, se esperó a que no pasaran coches y cruzó el primero de varios carriles. Durante quince segundos, Langdon fue avanzando de mediana en mediana entre los cegadores faros y las enojadas bocinas de los vehículos. Deteniéndose, avanzando y serpenteando, consiguió llegar finalmente a la valla que había al otro lado de la carretera y saltar a una extensión de césped.

Aunque todavía podía verla, Sienna estaba ahora muy lejos. Había pasado de largo la parada de taxis y unos buses estacionados y se dirigía al muelle, donde había todo tipo de botes meciéndose en el mar: barcazas de turistas, taxis acuáticos, botes de pesca privados y lanchas. Langdon miró entonces las parpadeantes luces del lado oriental del Cuerno de Oro, y no tuvo ninguna duda de que si llegaba a la otra orilla no habría posibilidad alguna de encontrarla nunca más.

Cuando Langdon llegó al puerto, se volvió hacia la izquierda y comenzó a correr, llamando la atención de los turistas que estaban haciendo cola para embarcar en una flotilla de barcazas restaurante ostentosamente decoradas con cúpulas imitando las de las mezquitas, florituras doradas y neones parpadeantes.

«Las Vegas del Bósforo», pensó Langdon al pasar por delante a toda velocidad.

A lo lejos, Sienna ya no corría. Se había detenido en una zona del muelle repleta de lanchas privadas y hablaba con el propietario de una.

«¡No deje que suba a bordo!».

Al acercarse más, pudo ver que el joven al que Sienna intentaba engatusar se encontraba al timón de una reluciente lancha a punto de desamarrar. El hombre sonreía, pero negaba educadamente con la cabeza. La joven siguió gesticulando, pero el dueño de la lancha pareció declinar su oferta de forma irrevocable y volvió su atención a los mandos de la embarcación.

Sienna se volteó hacia Langdon. En el rostro de la joven era perceptible su desesperación. A sus pies, los motores fuera borda de la lancha se pusieron en marcha y la embarcación comenzó a alejarse del muelle.

De repente, saltó por encima del agua y aterrizó sobre el casco de fibra de vidrio del bote. Al notar el impacto, el conductor se dio la vuelta sin dar crédito a lo que pasaba. Tras frenar el bote, que se encontraba a unos veinte metros del muelle, corrió hacia su polizón sin dejar de gritar furiosamente.

Cuando llegó a su altura, Sienna se hizo a un lado y, con gran agilidad, lo tomó de la muñeca y utilizó su propio impulso para empujarlo por la borda de la lancha. El hombre cayó de cabeza al mar. Un momento después, volvió a salir a la superficie, agitando los brazos y gritando una retahíla de lo que sin duda eran obscenidades en turco.

Impertérrita, Sienna le arrojó un chaleco salvavidas, se dirigió al timón del bote y volvió a ponerlo en marcha.

Los motores rugieron y la lancha aceleró.

Langdon permanecía en el muelle, recobrando el aliento mientras veía como el lustroso casco blanco surcaba el agua y se convertía en una fantasmal sombra de la noche. Levantó entonces la mirada al horizonte y supo que Sienna tenía acceso no solo a la otra orilla, sino a la red casi infinita de canales que se extendían del mar Negro al Mediterráneo.

«Se ha escapado».

El dueño del bote salió del agua y corrió a llamar a la policía.

A Langdon le embargó una poderosa sensación de soledad al ver cómo las luces de la lancha robada se iban haciendo pequeñas y el gemido de sus potentes motores se volvía cada vez más débil.

Y entonces dejaron de oírse de golpe.

Langdon aguzó la mirada. «¿Ha apagado el motor?».

Las luces del bote parecían haber dejado de alejarse y ahora se mecían suavemente en las olas del Cuerno de Oro. Por alguna razón desconocida, Sienna Brooks se había detenido.

«¿Se ha quedado sin gasolina?».

Al ahuecar las manos junto a las orejas y aguzar el oído, pudo escuchar el leve gemido de los motores haciéndose más lentos.

«Si no se ha quedado sin gasolina, ¿qué está haciendo?».

Langdon esperó.

Diez segundos. Quince segundos. Treinta segundos.

Entonces, inesperadamente, los motores volvieron a ponerse en marcha, primero con cierta renuencia y después con más decisión. Para desconcierto de Langdon, las luces del bote comenzaron a dar un amplio giro hasta que la proa quedó de cara a él.

«Está regresando».

Cuando el bote estuvo más cerca, pudo ver a Sienna al volante, mirando inexpresivamente al frente. A treinta metros, aminoró la marcha y volvió a dejar la embarcación en el muelle del que había partido. Entonces detuvo el motor.

Silencio.

Langdon la miraba sin entender nada.

Sienna no levantó la mirada.

Hundió la cara en las manos y sus hombros encorvados comenzaron a temblar. Cuando miró a Langdon, tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Robert —sollozó—. No puedo seguir escapando. Ya no tengo adónde ir.

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