Inferno

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Capítulo 96

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«Se ha propagado».

Elizabeth Sinskey permanecía al pie de la escalera de la cisterna y, respirando con dificultad a través de una mascarilla, contemplaba la caverna evacuada. Aunque ya se había expuesto al patógeno que pudiera haber aquí abajo, cuando ella y la unidad AVI volvieron a entrar en el espacio desolado le alivió llevar puesto un traje de protección contra materiales peligrosos. Con esos holgados trajes blancos sujetos a cascos herméticos, el grupo parecía un equipo de astronautas internándose en una nave alienígena.

Sinskey sabía que en la calle se agolpaban cientos de asistentes al concierto y músicos asustados y confundidos. Muchos de ellos estaban recibiendo primeros auxilios por las heridas sufridas durante la estampida. Otros habían huido de la zona. Ella se consideraba afortunada de haber escapado solo con una rodilla magullada y el amuleto roto.

«Solo hay un agente infeccioso que viaje más rápido que un virus —pensó Sinskey—. El miedo».

Las puertas de la cisterna habían sido herméticamente selladas y estaban vigiladas por las autoridades locales. Sinskey había temido alguna fricción debido a cuestiones jurisdiccionales, pero todo posible conflicto se había evaporado al instante en cuanto vieron el material contra materiales peligrosos de la unidad y oyeron sus advertencias acerca de una posible plaga.

«Dependemos de nosotros mismos —pensó la directora de la OMS mientras miraba el reflejo del bosque de columnas en la laguna—. Nadie quiere bajar aquí».

A su espalda, dos agentes extendían una enorme sábana de poliuretano al pie de la escalera y la fijaban a la pared con una pistola de aire caliente. Otros dos habían encontrado un espacio abierto en una pasarela y habían comenzado a instalar una serie de aparatos electrónicos. Parecían estar preparándose para analizar la escena de un crimen.

«Eso es exactamente lo que es —pensó Sinskey—. La escena de un crimen».

La doctora volvió a visualizar la mujer con el burka mojado que acababa de escapar de la cisterna. Todo indicaba que Sienna Brooks había arriesgado su propia vida para sabotear el intento de contención de la OMS y completar la retorcida misión de Zobrist. «Bajó y rompió la bolsa de Solublon…».

Langdon había salido corriendo tras Sienna, y Sinskey todavía no había recibido noticia alguna sobre lo que les había pasado a ninguno de los dos.

«Espero que el profesor esté a salvo», pensó.

Brüder permanecía de pie en la plataforma, mirando inexpresivamente la cabeza invertida de la Medusa y preguntándose cómo proceder ahora.

Como agente de la unidad AVI, había sido entrenado para pensar a nivel global. Debía dejar a un lado cualquier preocupación ética o personal y centrarse en salvar tantas vidas como fuera posible. Hasta ese momento, no había sido del todo consciente del riesgo que corría su propia salud. «He caminado por el agua infectada —pensó, lamentando la arriesgada decisión que había tomado pero sabiendo que no había tenido otra opción—. Necesitábamos una valoración inmediata».

Brüder se obligó a pensar en la tarea que tenía entre manos: implementar un plan B. Por desgracia, en una crisis de contención, el Plan B siempre era el mismo: ampliar el radio. Con bastante frecuencia, luchar contra una enfermedad contagiosa era como hacerlo contra un incendio forestal: a veces había que recular o perder una batalla con la esperanza de ganar la guerra.

Todavía no había renunciado a la idea de que la contención total fuera posible. Lo más probable era que Sienna Brooks hubiera roto la bolsa unos pocos minutos antes del ataque general de histeria y la evacuación. Si eso era cierto, a pesar de que cientos de personas habían huido de la escena, en el momento inicial de la propagación todos se encontraban demasiado lejos del origen del virus y seguramente no se habrían infectado.

«Todos salvo Langdon y Sienna —cayó en la cuenta Brüder—. Ambos estaban aquí, en la zona cero, y ahora se encuentran en algún lugar de la ciudad».

Otra cosa preocupaba a Brüder, algo que no tenía sentido y que seguía molestándolo. No había llegado a encontrar la bolsa de Solublon. Si Sienna la había roto —con una patada, rasgándola o lo que hubiera hecho—, debería haber encontrado restos de plástico flotando en la zona.

Pero no había nada. Todo resto de la bolsa parecía haber desaparecido. Y dudaba mucho que Sienna se la hubiera podido llevar con ella, pues para entonces ya se debía de estar deshaciendo.

«Así pues, ¿dónde ha ido a parar?».

Brüder tenía la preocupante sensación de que algo se le escapaba. Aun así, se concentró en preparar una nueva estrategia de contención, lo cual requería contestar primero una pregunta crítica.

«¿Cuál es el radio de dispersión actual del agente infeccioso?».

Él sabía que esa pregunta tendría respuesta en cuestión de minutos. Su unidad había establecido una serie de aparatos portátiles de detección de virus por las plataformas a una distancia creciente de la zona cero. Esos dispositivos —conocidos como unidades PCR— utilizaban lo que se llamaba reacción en cadena de la polimerasa para detectar la presencia de contaminación viral.

Se sentía optimista. Teniendo en cuenta la ausencia de movimiento en el agua de la laguna y el hecho de que hubiera pasado muy poco tiempo, estaba convencido de que los dispositivos PCR detectarían una zona de contaminación muy pequeña y podrían atacarla con productos químicos y usando la succión.

—¿Listo? —exclamó un técnico por un megáfono.

Los agentes estacionados alrededor de la cisterna alzaron sus pulgares.

—Analicen las muestras —se oyó por el crepitante megáfono.

Por toda la caverna, los agentes se agacharon y pusieron en marcha sus dispositivos PCR. Cada aparato comenzó a analizar una muestra del lugar en el que su operador se encontraba. Se habían situado alrededor de la placa de Zobrist en arcos concéntricos y a una distancia entre sí cada vez más amplia.

En la cisterna se hizo un silencio expectante y todo el mundo rezó para que solo se encendieran luces verdes.

Y entonces sucedió.

En la máquina más cercana a Brüder, la luz roja que indicaba la detección de un virus comenzó a parpadear. Los músculos del agente se tensaron y se volvió rápidamente hacia la siguiente.

La luz roja de esta también parpadeó.

«No».

Por toda la caverna comenzaron a oírse murmullos de desconcierto. Brüder contempló horrorizado como, una a una, se encendían las luces rojas de todos los dispositivos PCR hasta la entrada de la caverna.

«Oh, Dios…», pensó. El mar de luces rojas de detección dibujaba una imagen inconfundible.

El radio de contaminación era enorme.

El virus había contaminado toda la cisterna.

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