Inferno

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Capítulo 3

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A ocho kilómetros de la costa de Italia, el Mendacium, un yate de lujo de setenta metros de longitud, avanzaba a través de la niebla que se elevaba al amanecer entre las suaves olas del Adriático. El sigiloso casco del barco era de color gris metálico, lo cual le proporcionaba una distintiva y poco acogedora apariencia militar.

Valorado en más de trescientos millones de dólares, el navío contaba con todos los lujos: spa, piscina, cine, submarino y helipuerto. Estas comodidades, sin embargo, carecían de interés para el dueño, que se había hecho con el yate cinco años atrás e inmediatamente hizo desmantelar la mayoría de espacios para instalar en su lugar un centro de mando electrónico de categoría militar.

Conectada a tres satélites propios, así como a una serie de repetidores terrestres, la sala de control del Mendacium contaba con un personal de casi veinticuatro personas entre técnicos, analistas y coordinadores de operaciones, que vivían a bordo y permanecían siempre en contacto con los diversos centros de operaciones terrestres de la organización.

La seguridad del barco incluía una pequeña unidad de soldados con entrenamiento militar, dos sistemas de detección de misiles y un arsenal que contaba con las armas más recientemente desarrolladas. El resto de personal de apoyo (cocineros, limpieza y servicio) elevaba el total de la tripulación a más de cuarenta personas. El Mendacium era, a todos los efectos, una oficina móvil desde la cual el propietario dirigía su imperio.

Este era un hombre pequeño y delgado, de piel bronceada y ojos hundidos, al que sus empleados conocían como comandante. Su físico poco imponente y su personalidad directa parecían perfectos para alguien que había hecho una vasta fortuna proporcionando un menú privado de servicios muy codiciados en los oscuros límites de la legalidad.

Le habían llamado muchas cosas: mercenario sin alma, facilitador del pecado, posibilitador del diablo…, pero no era nada de eso. Él simplemente proporcionaba la oportunidad de llevar a cabo, sin consecuencias, las ambiciones y deseos de sus clientes; que la naturaleza de la humanidad fuera pecaminosa no era problema suyo.

A pesar de los detractores y sus objeciones éticas, su brújula moral era una estrella fija. Había construido su reputación —y la del mismo Consorcio— en base a dos reglas doradas:

No hacer nunca una promesa que no pudiera mantener.

Y no mentir nunca a un cliente.

Nunca.

En su carrera profesional, no había roto ninguna promesa ni había renunciado a un acuerdo hecho. Su palabra era sagrada, una garantía absoluta, y si bien había algunos contratos que lamentaba haber realizado, echarse para atrás era una opción que no contemplaba.

Esa mañana, al salir al balcón privado de su camarote, el comandante miró el mar revuelto e intentó alejar la inquietud que sentía en su interior.

«Las decisiones del pasado determinan nuestro presente».

Las elecciones que había hecho en el pasado le permitían lidiar casi con cualquier asunto, por delicado que fuera, y salir siempre victorioso. Ese día, sin embargo, mientras miraba las lejanas luces de la costa italiana, se sentía inusualmente intranquilo.

Un año atrás, en ese mismo yate, había tomado una decisión cuyas ramificaciones ahora amenazaban con echar por tierra todo lo que había construido. «Acepté proporcionar nuestros servicios al hombre equivocado». Por aquel entonces no podía saberlo, pero su error de cálculo provocaría una tempestad de desafíos imprevistos y le obligaría a recurrir a algunos de sus mejores agentes y ordenarles que hicieran «lo que fuera necesario» para evitar que su barco se fuera a pique.

En ese momento, estaba esperando noticias de un agente en particular.

«Vayentha», pensó, y visualizó a la fornida especialista del cabello en punta. Vayentha, que hasta esta misión siempre le había servido con gran profesionalismo, cometió un error catastrófico la noche anterior. Las últimas seis horas habían sido un caos, un desesperado intento de retomar el control de la situación.

«Ella asegura que su error fue una cuestión de mala suerte: el inoportuno arrullo de una paloma».

Sin embargo, él no creía en la mala suerte. Todos sus actos buscaban erradicar la aleatoriedad y evitar el azar. El control era su especialidad: prever todas las posibilidades, anticipar cualquier respuesta y adecuar la realidad al resultado deseado. Tenía un expediente inmaculado de éxitos y discreción, y con él una impresionante cartera de clientes compuesta por millonarios, políticos, jeques e, incluso, gobiernos enteros.

Al este, las primeras y débiles luces del amanecer habían comenzado a consumir las estrellas más bajas del horizonte. De pie en la cubierta, el comandante esperaba pacientemente la noticia de que la misión de Vayentha había salido tal y como estaba planeada.

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