Inferno

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Capítulo 4

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Por un instante, Langdon tuvo la sensación de que el tiempo se había detenido.

El doctor Marconi yacía en el suelo, inmóvil y con el pecho ensangrentado. Sobreponiéndose a los sedantes que le habían inyectado, levantó la mirada hacia la asesina, que estaba recorriendo los últimos metros del pasillo en dirección a la puerta abierta. Al acercarse al umbral, miró a Langdon y levantó el arma… Le apuntaba directamente a la cabeza.

«Voy a morir —pensó Langdon—. Aquí y ahora».

El estallido que resonó en la pequeña habitación del hospital fue ensordecedor.

Langdon se encogió, convencido de que la mujer le había disparado. Sin embargo, el ruido no lo había provocado el arma de la asesina sino la puerta al cerrarse de golpe. La doctora Brooks se había abalanzado sobre ella antes de que la desconocida disparara.

Con expresión de pánico, la doctora se dio la vuelta y se agachó junto a su colega cubierto de sangre, y empezó a buscarle el pulso. El doctor Marconi tosió y un pequeño hilo de sangre comenzó a recorrer su mejilla hasta la espesa barba. Luego se quedó inmóvil.

Enrico, no! Ti prego! —gritó la doctora.

Una ráfaga de balas impactó contra el exterior metálico de la puerta, y en el pasillo se oyeron gritos de alarma.

De algún modo, Langdon consiguió ponerse en movimiento. El pánico y el instinto de supervivencia le hicieron sobreponerse al efecto de los sedantes. Al salir de la cama sintió una punzada de dolor en el antebrazo. Por un instante, creyó que una bala había atravesado la puerta y le había alcanzado, pero, al bajar la mirada, vio que se había roto la vía intravenosa. El catéter de plástico colgaba de su antebrazo, y la sangre caliente comenzaba a recorrer el tubo en sentido inverso.

Langdon se despejó completamente.

Agachada junto al cuerpo de Marconi, la doctora Brooks seguía buscándole el pulso al tiempo que las lágrimas comenzaban a aflorar en sus ojos. Como si hubieran accionado un interruptor en su interior, se puso de pie y se volvió hacia Langdon. La expresión de su rostro había cambiado. Sus jóvenes rasgos se habían endurecido y ahora transmitían el aplomo de un experimentado doctor de urgencias haciendo frente a una crisis.

—Sígame —le ordenó.

La doctora Brooks lo agarró por el brazo y tiró de él. Con paso inestable, Langdon comenzó a recorrer la habitación mientras en el pasillo se seguían oyendo disparos. Su mente estaba alerta pero a su cuerpo, muy drogado, le costaba reaccionar. «¡Muévete!». Las baldosas del suelo estaban frías, y la fina bata de hospital no era lo bastante larga para su metro ochenta. En la palma de la mano podía notar la sangre que goteaba desde el antebrazo.

Mientras las balas seguían impactando con fuerza en el pomo de la puerta, la doctora Brooks metió a Langdon en un pequeño cuarto de baño. Antes de ir detrás de él, sin embargo, se detuvo, dio media vuelta y corrió hacia el mostrador para tomar la ensangrentada chaqueta de tweed Harris.

«¡Deje mi maldito saco!».

La doctora Brooks regresó con la prenda y rápidamente cerró la puerta del baño. Justo entonces, la puerta de la habitación se abrió con gran estruendo.

Sin vacilar, la joven doctora cruzó el pequeño cuarto de baño en dirección a una segunda puerta, la abrió y condujo a Langdon a la sala de recuperación contigua. Los disparos sonaban a sus espaldas. Ella asomó entonces la cabeza a un pasillo, agarró a Langdon por el brazo y lo llevó hacia una escalera. El brusco movimiento le hizo sentirse mareado; tenía la sensación de que iba a desmayarse en cualquier momento.

Los siguientes quince segundos apenas consiguió mantener la conciencia despierta… Bajaron escaleras, tropezó, se cayó al suelo. El martilleo que sentía en la cabeza era casi insoportable. Su vista era más y más borrosa, y sus músculos, más torpes, como si respondieran con efecto retardado.

Y hacía más frío.

«Estoy en la calle».

Mientras recorrían un oscuro callejón, Langdon tropezó y se cayó al suelo. Con gran esfuerzo, la doctora Brooks consiguió ponerlo de pie, maldiciendo en voz alta por estar sedado.

Al llegar al final del callejón, Langdon tropezó de nuevo. Esta vez ella lo dejó allí, avanzó unos pasos y llamó a alguien. Él pudo distinguir la tenue luz verde de un taxi aparcado delante del hospital. El coche no se movía. El conductor debía de estar durmiendo. La doctora siguió gritando y agitando los brazos con fuerza. Al fin, los faros del coche se encendieron y comenzó a avanzar perezosamente hacia ellos.

Una puerta en el callejón se abrió de golpe. Langdon pudo oír unas pisadas que se acercaban a ellos con rapidez y, al volverse, vio la oscura silueta que venía en su dirección. Mientras intentaba ponerse de pie, la doctora lo agarró y lo metió en el asiento trasero del coche. La mitad del cuerpo del profesor aterrizó ahí y la otra, en el suelo del vehículo. La doctora Brooks se le echó encima y cerró la puerta.

El soñoliento taxista se volvió y se quedó mirando a la extraña pareja que acababa de meterse en su taxi: una joven con el cabello amarrado ataviada con un traje quirúrgico y un hombre con una bata de hospital medio rasgada y el brazo ensangrentado. Estaba a punto de decirles que salieran del coche cuando uno de los retrovisores laterales estalló en pedazos. La mujer vestida de cuero negro se acercaba con el arma en alto. Se volvió a oír el silbido del silenciador y, rápidamente, la doctora Brooks agarró a Langdon por la cabeza y tiró de ella hacia abajo. La luna trasera reventó, y una lluvia de cristales les cayó encima.

El conductor no necesitó más motivos. Apretó a fondo el pedal del acelerador y el taxi salió disparado.

Langdon se encontraba al borde de la conciencia. «¿Alguien está intentando asesinarme?».

Cuando doblaron la esquina, la doctora Brooks se incorporó y tomó el ensangrentado brazo de Langdon. El catéter le colgaba de una aparatosa herida en la piel.

—Mira por la ventanilla —le ordenó ella.

Langdon obedeció. En la oscuridad exterior pudo distinguir unas tumbas con aspecto fantasmal. De algún modo, le pareció apropiado estar pasando junto a un cementerio. Notó que los dedos de la doctora agarraban el catéter y, sin previo aviso, tiraban de él.

Un intenso dolor le recorrió el cuerpo en dirección a la cabeza. Sintió que todo le daba vueltas y, al fin, perdió el sentido.

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