Inferno

Inferno


Capítulo 7

Página 12 de 112

7

Langdon se quitó la ensangrentada bata de hospital y se ató una toalla alrededor de la cintura. Después de limpiarse un poco la cara, se tocó con cuidado los puntos que tenía en la parte posterior de la cabeza. Tenía una herida en la piel, pero se alisó el cabello apelmazado y quedó casi oculta. Las píldoras de cafeína comenzaron a hacer efecto y al fin notó que su cabeza comenzaba a despejarse.

«Piensa, Robert. Intenta recordar».

El cuarto de baño sin ventanas le pareció de pronto claustrofóbico, de modo que salió y se dirigió de manera instintiva al otro lado del pasillo, donde, a través de una puerta parcialmente abierta, veía que entraba la luz natural. La habitación era una especie de estudio provisional. En ella había un escritorio barato, una gastada silla giratoria, varios libros en el suelo y, por suerte, una ventana.

Langdon se acercó a la luz diurna.

A lo lejos, el sol naciente de la Toscana comenzaba a besar las agujas más altas de la ciudad: el Campanile, la Badia, el Bargello. Langdon pegó la frente al cristal. El aire de marzo era vivificante y frío, y amplificaba el espectro de luz que ahora asomaba por encima de la ladera de las montañas.

«La luz del pintor», la llamaban.

En el centro de la silueta de la ciudad se elevaba una gigantesca cúpula de tejas rojas cuya cúspide estaba adornada con una bola de cobre dorado que relucía como un faro. El Duomo. Brunelleschi había hecho historia en la arquitectura al diseñar la enorme cúpula de la basílica y, ahora, más de quinientos años después, la estructura de ciento quince metros todavía se mantenía firme en la Piazza del Duomo, como un gigante inamovible.

«¿Por qué estoy en Florencia?».

Esa ciudad se había convertido en uno de los destinos europeos favoritos de Langdon, que había sido aficionado desde siempre al arte italiano. En sus calles Miguel Ángel había jugado de niño, y en sus estudios había surgido el Renacimiento italiano; sus galerías atraían a miles de viajeros para admirar El nacimiento de Venus de Botticelli, la Anunciación de Leonardo, o el orgullo de la ciudad: el David.

Esta obra de Miguel Ángel le impresionó muchísimo cuando, en la adolescencia, la vio por primera vez. Recuerda haber entrado en la Galleria dell’Accademia, avanzar con lentitud a través de la sombría falange de los toscos Prigioni de Miguel Ángel y, al fin, levantar inexorablemente la mirada hacia la obra maestra de cinco metros de altura. La inmensidad y la definida musculatura del David maravillaban a muchos visitantes que lo veían por primera vez y, sin embargo, lo que Langdon encontró más fascinante fue la postura en la que se encontraba. El escultor había empleado la clásica tradición del contrapposto para crear la ilusión de que David estaba inclinado hacia la derecha y que la pierna izquierda casi no soportaba peso alguno cuando, en realidad, estaba sosteniendo toneladas de mármol.

El David supuso para Langdon la primera apreciación verdadera del poder de una gran escultura. Se preguntaba si habría visitado la obra esos últimos días. Lo único que recordaba era haberse despertado en el hospital y ver cómo asesinaban a un médico inocente ante sus ojos. «Very sorry. Very sorry».

El sentimiento de culpa que sentía era casi nauseabundo. «¿Qué he hecho?».

Mientras miraba por la ventana, advirtió que sobre el escritorio que tenía al lado descansaba un computador portátil y se le ocurrió que en internet quizá había alguna noticia sobre lo que le había pasado.

«Puede que encuentre alguna respuesta».

Langdon se volvió hacia la puerta y exclamó:

—¡¿Sienna?!

Silencio. Debía de estar todavía en el apartamento del vecino buscando ropa.

Convencido de que comprendería la intrusión, Langdon abrió el portátil y lo encendió.

La pantalla cobró vida con un parpadeo. El fondo era la típica «nube azul» de Windows. Acto seguido, abrió la página de Google Italia y tecleó «Robert Langdon».

«Si mis alumnos pudieran verme ahora», pensó mientras comenzaba la búsqueda. No dejaba de reprenderles por buscarse en Google, un nuevo pasatiempo que reflejaba la obsesión con la celebridad personal que había poseído a la juventud estadounidense.

La página mostró cientos de resultados relacionados con él, sus libros y sus conferencias. «Esto no es lo que estoy buscando».

Langdon seleccionó el botón de noticias para restringir la búsqueda.

Apareció una nueva página: resultados de noticias para «Robert Langdon».

Firmas de libros: Robert Langdon aparecerá…

Discurso de graduación de Robert Langdon…

Robert Langdon publica un manual básico sobre símbolos para…

La lista se extendía varias páginas, pero no encontró nada reciente y, desde luego, nada que explicara su estado actual. «¿Qué sucedió anoche?». Langdon abrió entonces la página web de The Florentine, un periódico en lengua inglesa publicado en Florencia. Revisó los titulares, la sección de últimas noticias y el blog de la policía, pero solo encontró artículos sobre un incendio en un apartamento, un escándalo sobre malversación de fondos y diversos incidentes relacionados con delitos menores.

«¡¿No hay nada?!».

Se detuvo un momento en una noticia de última hora sobre un alto cargo municipal que había muerto la noche anterior de un ataque al corazón en la plaza que había delante de la catedral. El nombre de la víctima todavía no había sido revelado, pero no se sospechaba que fuera un acto criminal.

Sin saber qué más hacer, finalmente Langdon entró en su cuenta de correo electrónico de Harvard para echar un vistazo a sus mensajes, por si ahí encontraba alguna respuesta. Lo único que halló, sin embargo, fue la habitual ristra de e-mails de colegas, alumnos y amigos, la mayoría de los cuales estaban relacionados con citas de la semana siguiente.

«Es como si nadie supiera que me he ido».

Con creciente incertidumbre, Langdon apagó el computador y cerró la tapa. Estaba a punto de salir de la habitación cuando algo llamó su atención. En un rincón del escritorio de Sienna, en lo alto de una pila de viejas revistas médicas y papeles, había una vieja Polaroid. La instantánea mostraba a Sienna Brooks y a su compañero de la barba riendo en un pasillo del hospital.

«El doctor Marconi», pensó Langdon al tomar la fotografía y contemplarla; sin poder evitar sentirse culpable.

Cuando volvió a dejarla sobre la pila de libros, advirtió con sorpresa el cuadernillo amarillo que había en lo alto: un maltrecho programa del teatro Globe de Londres. Según la portada, era de una producción de Sueño de una noche de verano, de Shakespeare…, que se había representado hacía más de veinticinco años.

En la parte superior había un mensaje escrito en rotulador permanente: «Cariño, nunca olvides que eres un milagro».

Langdon agarró el cuadernillo y unos cuantos recortes de periódico cayeron sobre el escritorio. Se dispuso a colocarlos de nuevo en su sitio pero, al abrir el programa por la desgastada página de la que habían caído, se detuvo en seco.

Ante sí tenía una fotografía de la actriz infantil que interpretaba a Puck, el travieso duende de Shakespeare. Era una niña que no debía de tener más de cinco años, y llevaba el cabello recogido de manera familiar.

Debajo se podía leer:

HA NACIDO UNA ESTRELLA.

Se trataba de un efusivo relato acerca de una niña prodigio —Sienna Brooks— con un coeficiente intelectual fuera de lo común. En una sola noche, la niña había memorizado las líneas de todos los personajes y, durante los ensayos iniciales, a menudo les daba el pie a los demás miembros del reparto. Entre sus aficiones se encontraban el violín, el ajedrez, la biología y la química. Era hija de una adinerada pareja del suburbio londinense de Blackheath, y una celebridad en los círculos científicos: a los cuatro años había vencido a un maestro de ajedrez en su propio juego, y leía en tres idiomas.

«Dios mío —pensó entonces Langdon—. Sienna. Esto explica unas cuantas cosas».

Recordó que uno de los graduados de Harvard más famosos fue un niño prodigio llamado Saul Kripke que, a los seis años, había aprendido hebreo por sí mismo y, a los doce, había leído las obras completas de Descartes. También recordaba a otro joven fenómeno más reciente llamado Moshe Kai Cavalin que, a los once años, había obtenido un grado universitario con una nota media de 4.0 y había conseguido un título nacional de artes marciales; a los catorce había publicado un libro titulado Podemos hacerlo.

Langdon tomó otro recorte de periódico. Era un artículo con una fotografía de Sienna a los siete años:

GENIO INFANTIL CON UN COEFICIENTE INTELECTUAL DE 208.

Él no sabía que los coeficientes intelectuales llegaban a esa cifra. Según el artículo, Sienna Brooks era una virtuosa violinista, podía dominar un idioma en un mes, y estaba aprendiendo por sí misma anatomía y fisiología.

Luego vio otro recorte de una revista médica:

EL FUTURO DEL PENSAMIENTO: NO TODOS LOS ANIMALES HAN SIDO CREADOS IGUALES.

En ese artículo había una fotografía de Sienna con unos diez años, tan rubia como siempre, de pie junto a un enorme aparejo médico. El artículo contenía una entrevista con un doctor que explicó que los escáners PET del cerebelo de Sienna habían revelado que era físicamente diferente de otros cerebelos. El suyo era un órgano más grande y aerodinámico, capaz de manipular el contenido visual-espacial de un modo en que la mayoría de seres humanos no podía siquiera imaginar. El médico achacó la ventaja física de Sienna a un inusual crecimiento acelerado de las células de su cerebro; algo parecido al cáncer salvo que, en vez de peligrosas células cancerígenas, lo que se había acelerado era el crecimiento de tejido cerebral benigno.

Langdon encontró otro recorte más, esta vez de un periódico local.

LA MALDICIÓN DE LA BRILLANTEZ.

No había ninguna fotografía. El artículo hablaba de una joven genio, Sienna Brooks, que había intentado asistir a escuelas normales. En estas, sin embargo, se burlaban de ella porque no encajaba. Luego describía la soledad que sentían los jóvenes superdotados cuyas herramientas sociales no estaban al nivel de su intelecto, y que a menudo se veían marginados por los demás.

Según el artículo, Sienna había huido de casa a los ocho años y había sido capaz de vivir sola durante diez días sin que la descubrieran. Finalmente, la habían encontrado en un lujoso hotel londinense, donde se hizo pasar por la hija de un huésped, robó una llave y subsistió gracias al servicio de habitaciones, que cargaba a nombre de otra persona. Al parecer, se había pasado la semana leyendo las mil seiscientas páginas de la Anatomía de Gray. Cuando las autoridades le preguntaron por qué estaba leyendo textos médicos, ella les contestó que quería averiguar qué le pasaba a su cerebro.

Langdon se compadeció de esa niña. Era incapaz de imaginarse lo solitaria que debía de ser la vida de alguien tan profundamente distinto. Volvió a doblar los artículos, y se detuvo un momento para mirar por última vez la fotografía de Sienna a los cinco años, caracterizada como Puck. Teniendo en cuenta las surreales circunstancias de su encuentro, Langdon tenía que admitir que su interpretación del travieso duende inductor de sueños parecía adecuada. Deseó entonces poder despertar y, al igual que los personajes de la obra, descubrir que todos los acontecimientos recientes no habían sido más que un sueño.

Langdon volvió a colocar con cuidado todos los recortes en la página donde estaban antes y cerró el programa. Al ver la nota de la portada volvió a sentir una inesperada melancolía: «Cariño, nunca olvides que eres un milagro».

Se fijó entonces en el familiar símbolo que adornaba la portada del programa. Era el mismo pictograma griego que decoraba la mayoría de programas teatrales del mundo, un símbolo de dos mil quinientos años que se había convertido en sinónimo de teatro dramático.

Le maschere.

Langdon se quedó mirando los icónicos rostros de la Comedia y la Tragedia y de repente oyó un extraño zumbido, como si un cable se tensara poco a poco en el interior de su mente. Una punzada de dolor le atravesó el cráneo y ante sus ojos comenzó a desfilar la visión de una máscara flotante. Dejó escapar un grito ahogado y se llevó las manos a la cabeza. Acto seguido se sentó en la silla y cerró los ojos con fuerza.

Al hacerlo, las extrañas visiones volvieron a su mente con toda su crudeza.

La mujer del cabello plateado y el amuleto le llamaba desde el otro lado del río teñido de sangre. Sus desesperados gritos atravesaban el pútrido aire y se oían con claridad por encima de los sonidos de los cuerpos atormentados y moribundos que se extendían hasta donde llegaba la vista. Langdon volvió a ver el cuerpo medio enterrado boca abajo que agitaba con desesperación las piernas en el aire. Justo en ellas se distinguía claramente una letra erre.

—¡Busca y hallarás! —le dijo la mujer a Langdon—. ¡El tiempo se está agotando!

Langdon volvió a sentir la abrumadora necesidad de ayudarla, de ayudarlos a todos.

—¡¿Quién eres?! —gritó él desde el otro lado del río teñido de sangre.

De nuevo, la mujer levantó los brazos y se retiró el velo, dejando a la vista el mismo rostro cautivador que Langdon había visto antes.

—Yo soy la vida —dijo ella.

Sin más aviso, una colosal imagen apareció en el cielo sobre la cabeza de la mujer: una aterradora máscara con una nariz larga y picuda y dos ojos verdes e inexpresivos que observaban a Langdon.

—Y yo soy la muerte —dijo una resonante voz.

Ir a la siguiente página

Report Page