Inferno

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Capítulo 86

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«Soy su prisionero», pensó el comandante mientras iba de un lado a otro del avión de transporte C-130. Había accedido a ir a Estambul para ayudar a Sinskey a hacer frente a esa situación antes de que estuviera completamente fuera de control.

Había esperado que cooperar con ella ayudara a atenuar las consecuencias penales que pudiera sufrir por su implicación involuntaria en esa crisis. «Pero ahora me tienen retenido».

En cuanto el avión había estacionado en el hangar gubernamental del aeropuerto Atatürk, Sinskey y su equipo habían descendido y la directora de la OMS le había ordenado a él y a los pocos miembros del Consorcio que habían venido con él que permanecieran a bordo.

El comandante había intentado salir a tomar aire fresco, pero se lo habían impedido unos pilotos de rostro imperturbable. Le habían recordado que la doctora había pedido que todo el mundo permaneciera en el avión.

«No es buena señal», pensó, sentándose. Comenzaba a ser consciente de lo incierto de su futuro.

Desde hacía mucho tiempo, estaba acostumbrado a ser el maestro de marionetas, la fuerza que tiraba de los hilos y, sin embargo, le habían arrebatado todo el poder.

«Zobrist, Sienna, Sinskey».

Todos le habían desafiado y manipulado.

Ahora, atrapado en la extraña celda sin ventanas del avión de la OMS, comenzaba a preguntarse si no se le habría acabado la suerte y si su situación actual no se debería a algún tipo de retribución kármica por toda una vida dedicada a la improbidad.

«La mentira es mi medio de vida. Soy un proveedor de desinformación».

Si bien él no era la única persona del mundo que se dedicaba a vender mentiras, sí se había establecido como el mayor pez del estanque. Los demás peces, más pequeños, le parecían incluso de otra raza y le molestaba que le relacionaran con ellos.

Accesibles a través de internet, negocios como Alibi Company y Alibi Network ganaban fortunas en todo el mundo proporcionando a parejas infieles formas de engañar y no ser descubiertos. Esas empresas prometían «detener el tiempo» momentáneamente para que sus clientes pudieran escaparse de maridos, esposas o hijos. Creaban farsas como convenciones de negocios, citas con el médico e incluso bodas falsas. Esos eventos incluían invitaciones, folletos, billetes de avión, formularios de confirmación de hoteles e incluso números de contacto especiales que en realidad sonaban en centralitas de Alibi Company, donde profesionales especializados se hacían pasar por recepcionistas o lo que requiriera el engaño.

Él, sin embargo, nunca había perdido el tiempo con artificios intrascendentes. Se encargaba únicamente de engaños a gran escala. Sus servicios solo estaban a disposición de aquellos que podían permitirse pagar millones de dólares.

Gobiernos.

Grandes empresas.

Y, ocasionalmente, algún VIP multimillonario.

Para conseguir sus objetivos, esos clientes tenían a su disposición todos los activos, personal, experiencia y creatividad del Consorcio. Y, por encima de todo, la seguridad de que cualquiera que fuera la farsa que se construyera para apoyar su engaño, jamás nadie podría vincularles a la misma.

Bien fuera para sostener un mercado de valores, justificar una guerra, ganar las elecciones o conseguir que un terrorista saliera de su escondite, los líderes mundiales recurrían a planes de desinformación masiva para modelar la percepción pública.

Siempre había sido así.

En la década de 1960, los soviéticos establecieron una falsa red de espías que estuvo suministrando de forma deliberada información errónea a los británicos durante años. En 1947, el ejército de Estados Unidos ideó una elaborada farsa sobre unos OVNI para alejar la atención del accidente aéreo que había tenido un avión secreto en Roswell, Nuevo México. Y, más recientemente, habían hecho creer al mundo entero que en Irak había armas de destrucción masiva.

Durante casi tres décadas, el comandante había ayudado a diversas personas a proteger, retener e incrementar su poder. Aunque era extremadamente cuidadoso con los trabajos que aceptaba, siempre había temido que llegaría un día en el que accedería a realizar el encargo equivocado.

«Y ese día ha llegado».

Él creía que siempre se podía determinar el origen de toda gran caída: un encuentro al azar, una mala decisión, una mirada indiscreta.

En ese caso, el momento tuvo lugar hacía casi doce años, cuando decidió contratar a una joven estudiante de medicina que quería ganar algo de dinero extra. El agudo intelecto de la mujer, sus increíbles dotes lingüísticas y su capacidad de improvisación la convertían en una persona idónea para el Consorcio.

«Sienna Brooks tenía un talento innato».

Ella comprendió de inmediato el funcionamiento de la organización y el comandante tuvo la sensación de que tampoco era ajena a los secretos. Sienna trabajó para él durante casi dos años, en los que ganó una importante cantidad de dinero que le ayudó a pagar la matrícula de la facultad de medicina. Un día, sin embargo, anunció que lo dejaba. Quería salvar el mundo y, dijo, eso no podía hacerlo ahí.

El hombre nunca imaginó que reaparecería casi una década después con una especie de regalo: un multimillonario cliente potencial.

Bertrand Zobrist.

El comandante dio un respingo al recordarlo.

«Todo esto es culpa de Sienna.

»Formaba parte del plan de Zobrist desde el principio».

A su lado, en la improvisada mesa de reuniones del C-130, la conversación telefónica de un funcionario de la OMS se estaba acalorando.

—¡¿Sienna Brooks?! —preguntó este, gritando al teléfono—. ¿Estás seguro? —El funcionario permaneció un momento callado y luego frunció el ceño—. Está bien, dame los detalles. Espero.

Tapó el auricular con la mano y se volvió hacia sus colegas.

—Parece que Sienna Brooks ha despegado de Italia poco después de que lo hiciéramos nosotros.

Todo el mundo en la mesa se quedó petrificado.

—¿Cómo? —preguntó una mujer—. Teníamos controles en el aeropuerto, en puentes, en la estación de tren…

—Aeropuerto de Nicelli —respondió—. En el Lido.

—No es posible —contestó la mujer, negando con la cabeza—. Nicelli es pequeño. No hay vuelos regulares. Solo helicópteros locales y…

—De algún modo, Sienna ha conseguido un avión privado que estaba estacionado ahí. Todavía no tengo los detalles del vuelo —volvió a acercar el auricular a la boca—. Sí, estoy aquí, ¿qué más tienes? —Mientras escuchaba, sus hombros se fueron desplomando más y más hasta que al fin se sentó—. Comprendo, sí, gracias —terminó la llamada.

Todos sus colegas se lo quedaron mirando a la expectativa.

—El avión de Sienna se dirigía a Turquía —dijo el hombre, frotándose los ojos.

—Entonces ¡llama al Mando de Transporte Europeo! —exclamó alguien—. ¡Que obliguen al avión a dar la vuelta!

—No puedo —dijo el hombre—. Ha aterrizado hace doce minutos en el aeropuerto privado de Hezarfen, a solo veinticuatro kilómetros de aquí. Sienna Brooks sigue libre.

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