Inferno

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INFERNO I - INFERNO » IX. El purgatorio

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¡La revelación de un nuevo arte a partir del natural! ¡La clarividencia natural! ¿Por qué escupir sobre el naturalismo, cuando inaugura un nuevo arte, lleno de juventud y de esperanza? Es el retorno de los dioses, y la voz de alarma lanzada por escritores y artistas: ¡Pam!, ha resonado con tal potencia que la naturaleza se ha despertado, después de un sueño de varios siglos. Nada sucede en el mundo sin el consentimiento de las potencias: si el naturalismo fue, pues bien, que el naturalismo sea, y que renazca la armonía entre la materia y el espíritu.

Mi escultor es un vidente. Me cuenta que vio a Orfeo y a Cristo modelados juntos en una roca de Bretaña y añade que piensa volver a dicho lugar, con el fin de utilizarlos como modelos para un grupo escultórico destinado al Salón.

Una noche, al bajar por la rue de Rennes, este mismo vidente se detuvo ante el escaparate de una librería en que había expuestas unas litografías en color. Era una serie de escenas que representaban cuerpos humanos, con unas flores de pensamiento a guisa de cabeza. Observador botánico como soy, nunca había reparado en el parecido de la flor de pensamiento con el rostro humano. Mi compañero no da crédito a lo que ven sus ojos, presa de un doble asombro.

—Imagínese que ayer por la noche, de vuelta a casa, los pensamientos que tengo en mi ventana me miraban de modo irritante, y de pronto vi en ellos caras humanas. Yo pensé que se trataría de alguna ilusión óptica debida a mi estado de nervios. Y hoy me encuentro esto mismo impreso en una vieja estampa: por lo tanto, no es ninguna ilusión sino una realidad, ya que un artista desconocido observó lo mismo antes que yo.

Hacemos progresos como videntes, y a mi vez veo a Napoleón y a sus mariscales en la cúpula de Les Invalides.

Si se toma por el boulevard des Invalides viniendo de Montparnasse, por debajo de la rue Oudinot, la cúpula aparece en todo su esplendor a la hora de la puesta del sol, y las ménsulas y otros salientes del tambor que sustenta el cimborrio adquieren aspecto de figuras humanas, que cambian según el punto de mira, más o menos alejado, que adoptemos. Ahí está Napoleón. También Bernadotte, Berthier… y mi amigo los ha dibujado «del natural».

—¿Cómo explicaría usted este fenómeno?

—¿Explicar? ¿Es que se ha explicado alguna vez algo como no sea parafraseando un montón de palabras con otro montón de ellas?

—Así pues, ¿no cree usted que el arquitecto haya trabajado siguiendo una dirección subconsciente de su espíritu?

—Escuche usted, querido amigo. Jules Mansard, que construyó el cimborrio en 1706, fue incapaz de prever la silueta de Napoleón, que nació en 1769… ¿Le basta con esto?

A veces, por la noche, tengo sueños que me predicen el porvenir, me advierten de peligros, me revelan secretos. Así un amigo, fallecido hace tiempo, se me apareció en un sueño, ofreciéndome una moneda de plata de un tamaño insólito. Yo le pregunté por la procedencia de semejante pieza extraordinaria. Él me respondió que era americana, y desapareció con el tesoro.

Al día siguiente, una carta sellada en América, enviada por un amigo al que hacía veinte años que no veía, me informa de que con el fin de encargarme un texto para la exposición de Chicago había tratado inútilmente de dar con mi paradero por toda Europa. Se trataba de una suma de 12.000 francos, suma enorme para mi desesperada situación de aquel entonces, y que me había perdido. Estos x 2.000 francos hubieran asegurado mi futuro, pero nadie más que yo supo que la pérdida de este dinero me había sido infligida como castigo por una fechoría cometida en un arrebato de cólera, arrebato provocado por la perfidia de un rival literario.

Otro sueño, éste de mayor alcance, me hizo ver a Jonas Lie sosteniendo un reloj de péndulo de bronce dorado, de ornamentación poco común.

Unos días más tarde, mientras me paseaba por el boulevard Saint-Michel, atrajo mi atención el escaparate de una relojería:

—¡Pero si ése es el reloj de péndulo de Jonas Lie! —no pude menos que exclamar.

En efecto, era el mismo. Rematado por una esfera celeste, a la que había adosadas dos mujeres, el mecanismo descansaba sobre cuatro columnas. En el fanal de cristal, un reloj de calendario perpetuo, enmarcado, indicaba el 13 de agosto.

En un próximo capítulo diré lo que escondía de fatal esta fecha del r 3 de agosto. Estos pequeños incidentes y muchos otros acontecían durante mi estancia en el Hotel Orfila entre el 6 de febrero y el 19 de julio de 1896.

Juntamente con estos hechos se desarrollaba, paralela, pero a intervalos, la aventura siguiente, que desembocó en mi expulsión del hotel, e inauguró una nueva etapa de mi vida.

Ha llegado la primavera; el valle de lágrimas que se extiende bajo mi ventana reverdece y florece. El verde césped cubre el suelo, oculta las inmundicias, y la gehena se ha trocado en el valle de Sarón[15] donde florecen, aparte de los lirios, las robinias y las paulonias.

Estoy mortalmente triste, pero las risas alegres de las muchachas, que juegan abajo, invisibles bajo los árboles, llegan a mi corazón y me despiertan a la vida. Pasa la vida y se acerca la vejez: mujer, hijos, hogar, todo se ve devastado: otoño en el interior, primavera en el exterior.

Encuentro consuelo en el Libro de Job y en las Lamentaciones de Jeremías, porque seguramente existe una analogía, al menos, entre la suerte de Job y la mía. ¿Acaso no me he visto afectado por una úlcera incurable? ¿No me abrumó la pobreza y no me han abandonado mis amigos?

«Sin haber sol, ando renegrido; me he levantado en la asamblea, sólo para gritar. Me he hecho hermano de los chacales y compañero de las avestruces. Mi piel se ha ennegrecido sobre mí y mis huesos queman por la fiebre. Se ha trocado en duelo mi cítara, y mi flauta, en voz de plañideras.»

Así dice Job. Y Jeremías, en dos palabras, expresa lo abismal de mi tristeza: «¡Casi he olvidado lo que es la felicidad!»

Es con esta disposición de ánimo cómo, doblado sobre mi trabajo durante un bochornoso mediodía, escucho los acordes de un piano debajo de mi ventana, tras el follaje del valle. Aguzo el oído, como el correo al toque de la corneta; me recobro y reconforto mi espíritu: respiro. Es el

Despertar de Schumann,

Aufschwung. ¡Y además, es

Él quien toca! Es mi amigo, el ruso, mi discípulo, el que me llamaba «padre» porque todo cuanto sabía lo había aprendido de mí, mi

famulus que me daba el título de maestro al mismo tiempo que me besaba las manos, porque su vida comenzaba donde terminaba la mía. Es él, que ha venido de Berlín a París para acabar conmigo, como lo hizo en Berlín, ¿y por qué razón?… Pues simplemente porque el destino había querido que su actual mujer hubiera sido mi amante antes de que él la conociese. ¿Era culpa mía que la cosa hubiera sucedido así? Sin duda no y, no obstante, me juró un odio mortal, me calumnió, me impidió estrenar mis obras en los teatros, urdió intrigas que me privaron de los ingresos necesarios para mi subsistencia. Fue entonces cuando en un ataque de rabia, le golpeé en pleno pecho brutal y cobardemente, tan cobardemente que sufrí por ello como si hubiera cometido un asesinato.

Ahora que ha venido a matarme siento alivio, pues sólo la muerte puede liberarme del remordimiento.

No fue, pues, otro que él quien me inquietó por medio de cartas con falsas direcciones, allí, en la recepción del hotel. ¡Que golpee, pues! No me defenderé, porque no le faltan motivos para ello y la vida no tiene ya ningún sentido para mí.

Sigue tocando el

Despertar que sabe ejecutar como nadie; invisible detrás de la muralla de verdor, manda las mágicas armonías por encima de las copas en flor, de modo que creo verlas como si fueran mariposas revoloteando en torno al sol.

¿Por qué toca? ¡Para hacerme saber su llegada, para espantarme y hostigarme en mi huida!

Tal vez conozca la

crémerie, donde los otros rusos han anunciado desde hace tiempo la llegada de su compatriota. Así que allí me voy por la noche, a cenar, y ya desde la misma puerta me dirigen miradas hostiles. Al corriente de mis diferencias con el ruso, todos los comensales se han aliado contra mí. A fin de desarmarlos, yo mismo abro el fuego:

—¿Popoffsky está en París? —digo en tono interrogativo.

—¡No, todavía no! —me responde uno.

—Sí —contesta otro—, le han visto en el

Mercure de France.

Se desmienten unos a otros, por lo que termino sin saber a qué atenerme, mientras pongo cara de creer todo cuanto me cuentan. La hostilidad demasiado evidente me hace jurar que evitaré en lo sucesivo la

crémerie, aunque muy a mi pesar, pues la frecuentaban personas que me resultaban realmente simpáticas. De nuevo aislado, expulsado por mi maldito enemigo, le tomo ojeriza, y el odio me corroe y me vuelve malvado. ¡Renuncio a la muerte! No quiero caer en manos de un hombre que no me llega a la suela del zapato: es una humillación demasiado grande para mí, y un honor demasiado alto para él. Quiero luchar, defenderme, y para saber a qué atenerme, me dirijo a la rue de la Santé, detrás del Val-de-Grâce, para ver a un pintor danés,[16] amigo íntimo de Popoffsky. Este hombre, en otro tiempo amigo mío, había llegado a París hacía seis semanas y, al encontrármelo por la calle, me había saludado como a un extraño, casi como a un enemigo. En cambio, al día siguiente me hizo una visita, y me invitó a ir a su estudio, cubriéndome de lisonjas para no suscitar en mí la impresión de ser un falso amigo. Cuando le pedí noticias de Popoffsky, él se mostró evasivo, pero confirmó la noticia de su próxima llegada a París.

—¡Con el propósito de asesinarme! —apostillé yo.

—¡Sin duda! ¡Andaos con cuidado!

Por la mañana, al ir a devolverle la visita a mi amigo danés, abro la puerta de su casa y me encuentro un perro danés —¡qué casualidad!—, de tamaño gigantesco y aspecto monstruoso, echado sobre el pavimento del patio, cerrándome el paso. De un impulso instintivo, pero decidido, salí inmediatamente a la calle y volví sobre mis pasos, dando gracias a las potencias por haberme advertido, convencido como estaba de haber escapado a un peligro desconocido. Algunos días más tarde, cuando quise repetir mi visita, encontré la puerta abierta, y en el umbral un niño sentado, con un naipe en la mano. Supersticioso pero lúcido, eché una mirada a la carta. ¡Era el diez de picas!

—¡En esta casa se juega sucio!

Y me marché sin entrar.

Pero esa noche, tras la escena de la

crémerie, estaba completamente decidido a desafiar al cancerbero y a la carta de picas, pero el destino no quiso que así fuera, de suerte que encontré a mi hombre en la Brasserie des Lilas. Él se mostró encantado de verme y nos sentamos en una mesa de la terraza.

Reviviendo nuestros comunes recuerdos de Berlín, él volvía a su viejo papel de buen compañero, se exaltaba con sus propios relatos, olvidaba las pequeñas discordias y confesaba hechos que había negado públicamente. De pronto, pareció recordar algún compromiso o algunas promesas hechas, por lo que enmudeció, frío, hostil, como irritado por haberse dejado tirar de la lengua.

A mi pregunta directa de si Popoffsky estaba en París, él me respondió en tono tan seco que la mentira me pareció evidente. Y así nos dejamos.

Hay que decir aquí que este danés había sido amante de la señora Popoffsky antes que yo, y que le guardaba rencor a su amante por haberle abandonado por mí. Ahora hacía el papel de amigo del matrimonio debido a la poca cautela de Popoffsky, que, sin embargo, no ignoraba las relaciones de su mujer con el apuesto Henri.

El

Despertar de Schumann resuena más allá de las tupidas copas de los árboles, pero el músico permanece invisible, y me es imposible saber dónde se encuentra. Durante todo un mes continúa la música, por la tarde, de cuatro a cinco.

Una mañana que bajaba yo por la rue de Fleurus para reconfortarme con una visita a mi arco iris del escaparate de la tintorería, entré en el Jardin du Luxembourg que estaba totalmente en flor y de una hermosura como de cuento de hadas, y me encuentro en el suelo dos ramitas secas, rotas por el viento. Representaban dos letras griegas, la «P» y la «y». Las recogí, y la asociación «P-y», abreviatura de Popoffsky, no tardó en acudir a mi mente. Por tanto, no era otro sino él quien me perseguía, y las potencias querían ponerme en guardia del peligro. Se apodera de mí la inquietud, a pesar de esa señal de buen augurio por parte de lo invisible. Invoco la protección de la Providencia, leo los salmos de David contra sus enemigos, odio a mi enemigo con el odio religioso del Antiguo Testamento, y al mismo tiempo no me siento con valor de utilizar los medios de magia negra que acabo de estudiar. «Ten a bien liberarme, ¡oh Iahvé!; corre, ¡oh, Iahvé!, en mi ayuda. Sean confundidos y avergonzados a una los que buscan mi vida para perderla. Vuelvan las espaldas, llenas de vergüenza, los que en mi mal se gozan. Estremézcanse de ignominia los que me gritan: ¡Ea, ea!»

Esta súplica me pareció entonces sincera, y la misericordia del Nuevo Testamento se me antojaba una pura cobardía.

¿Hacia qué desconocido mundo emprendió el vuelo mi invocación impía? No sabría decirlo: pero la continuación de esta aventura demostrará al menos que mi deseo se vio satisfecho.

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