Indiana

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Cuarta parte

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CUARTA PARTE

XXV

Mientras tanto, la llegada del ministerio del 8 de agosto[52], que tantas cosas descompuso en Francia, asestó un duro golpe a la seguridad de Raymon. El señor de Ramière no era una de esas ciegas vanidades que se arroban por un día victorioso. Había hecho de la política la esencia de su pensamiento, la base de todos sus sueños futuros. Se había jactado de que el rey, por medio de habilidosas concesiones, mantendría por largo tiempo el equilibrio que aseguraría la existencia de las familias nobles. Pero la aparición del príncipe Polignac destruyó sus esperanzas. Raymon tenía visión de futuro, y estaba demasiado familiarizado con la nueva sociedad como para no ponerse en guardia ante los momentáneos triunfos. Comprendía que su destino se desestabilizaba con el de la monarquía y que su fortuna, y tal vez su vida, pendían de un hilo.

Se encontró entonces en una delicada y embarazosa posición. Su honor le imponía el deber de consagrarse —a pesar de los peligros de tal lealtad— a la familia cuyos intereses habían estado hasta entonces estrechamente ligados a los suyos. Bajo ese punto de vista, no podía faltar a su conciencia ni a la memoria de los suyos. Pero aquel orden de cosas, aquella inclinación hacia el régimen absolutista, chocaba con su prudencia, con su razón y, como él mismo decía, con sus íntimas convicciones. Comprometía toda su existencia; peor que eso, le volvía ridículo; a él, su célebre defensor, que había osado prometer tantas veces, en nombre de la corona, justicia para todos y fidelidad al pacto jurado. Pero ahora todos los actos del gobierno implicaban un desmentido formal a las imprudentes afirmaciones del ecléctico joven; todas las mentes tranquilas y perezosas que tan solo dos días antes se adherían al trono constitucional comenzaban a apoyar a la oposición y a tachar de traición los esfuerzos de Raymon y sus semejantes. Los más educados le acusaban de falta de previsión e incapacidad. Raymon consideraba humillante pasar por incauto después de haber jugado un papel tan brillante en aquella partida. Comenzó a maldecir y despreciar secretamente a una realeza que se deterioraba y le arrastraba en su caída; mucho le hubiera gustado poder desligarse sin deshonra antes de la hora del combate. Durante algún tiempo hizo increíbles esfuerzos espirituales para conciliar la confianza de ambos bandos. Los opositores de aquella época no planteaban demasiadas dificultades para la admisión de nuevos partidarios. Precisaban de adeptos y, gracias a la falta de rigurosidad en las credenciales que les pedían, lograron un número considerable. Además, jamás rechazaban el apoyo de nombres ilustres y, a diario, los hábiles halagos que lanzaban desde sus periódicos conseguían desprender las más bellas joyas de aquella deteriorada corona. Raymon no se dejó engañar por aquellas demostraciones de estima; pero jamás las rechazó, convencido de que podían serle de utilidad. Por otra parte, los defensores del trono se mostraban más intolerantes a medida que su situación se volvía más desesperada, y echaban de sus filas, sin prudencia ni contemplación, incluso a sus más aptos defensores. Pronto comenzaron a testimoniar su descontento y desprecio por Raymon. Él, en su turbación, orgulloso de su reputación como la principal virtud de su existencia, se vio aquejado de un muy oportuno y agudo ataque reumático que le forzó a renunciar momentáneamente a cualquier tipo de trabajo y a retirarse a la campiña junto a su madre.

Durante su aislamiento, Raymon padeció un gran sufrimiento al sentir que verdaderamente era como un cadáver en medio de la devoradora actividad de una sociedad dispuesta a disolverse, y al verse imposibilitado —tanto por el peligro de definirse políticamente como por su enfermedad— para enrolarse bajo aquellos belicosos estandartes que flotaban por todas partes llamando al gran combate a los más oscuros e ineptos. Los acuciantes dolores de su enfermedad, el abandono, el hastío y la fiebre provocaron insensiblemente un nuevo curso a sus ideas. Se preguntó, quizá por primera vez en su vida, si la alta sociedad merecía las molestias que se había tomado para complacerla, y la juzgó con justicia al ver la indiferencia que le mostraba y lo olvidadiza que se había tornado respecto a su gloria y su talento. Después se consoló por haber sido un incauto, persuadiéndose de que jamás había hecho otra cosa que buscar su bienestar personal y que solo gracias a sí mismo lo había alcanzado. Nada nos reafirma tanto en el egoísmo como la propia reflexión. Raymon sacó la conclusión de que el hombre que vive en sociedad precisa de dos tipos de felicidad: la proporcionada por la vida pública y la privada, los triunfos sociales y las alegrías domésticas.

Su madre, que le cuidaba asiduamente, cayó gravemente enferma. Esto le hizo olvidar sus males y velar por ella, pero las fuerzas no le acompañaron. Las almas ardientes y apasionadas gozan de una salud tenaz y milagrosa en días de peligro; pero las almas tibias y perezosas no imprimen al cuerpo tal energía sobrenatural. A pesar de que Raymon era un buen hijo, tal y como lo entiende la sociedad, sucumbió físicamente bajo el peso de la fatiga. Tumbado en su lecho de dolor, sin nadie más a su cabecera que mercenarios o algunos pocos amigos ávidos de regresar a las agitaciones de la vida social, comenzó a pensar en Indiana, añorándola sinceramente, pues entonces le era necesaria. Recordó los piadosos cuidados que le había visto prodigar a su viejo y huraño esposo, y se imaginó las delicadezas y bondades con las que habría cubierto a su amante.

«Si hubiera aceptado su sacrificio», pensó, «estaría deshonrada; pero, ¿qué me importaría en este momento? Abandonado por un mundo frívolo e individualista, ahora no me encontraría solo; aquella a la que todos repudiarían con desprecio estaría a mis pies amándome; lloraría mis males y sabría endulzarlos. ¿Por qué dejé ir a aquella mujer? Me amaba tanto que hubiera podido consolarse de los ultrajes de los hombres proporcionando dicha a mi vida».

Resolvió contraer matrimonio una vez curado; repasó mentalmente los nombres y semblantes que le habían impactado en los salones de ambas clases de la sociedad. Encantadoras visiones aparecieron en sus ensueños; cabelleras rebosantes de flores, hombros níveos envueltos en boas de cisne, esbeltas cinturas encorsetadas en muselina o satén; aquellos atractivos fantasmas agitaron sus alas de seda ante los empalagosos y ardientes ojos de Raymon; pero solo había visto aquellas hadas en el perfumado torbellino del salón de baile. Al despertar, se preguntó si sus sonrosados labios mostrarían otra sonrisa que la de la coquetería; si sus blancas manos sabrían curar las heridas del sufrimiento; si su fino y brillante ingenio sabría rebajarse a la penosa tarea de consolar y distraer a un enfermo hastiado. Raymon era un hombre de cierta inteligencia, y desconfiaba más que nadie de la coquetería femenina; odiaba el egoísmo más que cualquier otro hombre sabedor de que nada le aportaba a su propia dicha. Y además, Raymon se sentía tan desorientado para elegir esposa como para decidir su color político. Idénticas razones le imponían moderación y prudencia. Pertenecía a una insigne y rígida familia que no toleraría un mal matrimonio y, sin embargo, la fortuna ya no estaba segura más que en manos plebeyas. Todo parecía indicar que esta clase social se levantaría sobre las ruinas de aquella y, para mantener el estatus, había que convertirse en el yerno de un industrial o un especulador. Así pues, Raymon pensó que lo más prudente era esperar a ver de qué lado soplaría el viento antes de comprometerse en una aventura que decidiría su destino.

Aquellas positivas reflexiones le mostraron con crudeza la falta de afecto que caracteriza a las uniones de conveniencia, y la azarosa esperanza de tener una compañera digna de su amor no entraba en los cálculos de su felicidad. Mientras tanto, la enfermedad podía prolongarse, y la esperanza de que llegarían días mejores no extinguía la aguda sensación de los dolores presentes. Regresó al penoso recuerdo de su obcecación el día en que había rechazado a la señora Delmare, y se maldijo por no haber sabido valorar sus verdaderos intereses.

Entretanto, recibió la carta que Indiana le había escrito desde la isla de Bourbon. La sombría e inflexible energía que conservaba ante los reveses que deberían haber desgarrado su alma, impresionó vivamente a Raymon.

«La juzgué mal», pensó; «realmente me ama, aún me ama; por mí habría sido capaz de realizar los heroicos esfuerzos que jamás creí posibles en una mujer; y ahora tal vez basta una palabra para atraerla, como un invencible imán, de un extremo del mundo a otro. ¡Si no me tomara más de seis meses, tal vez ocho, obtener resultados, me gustaría intentarlo!».

Y se durmió con aquella idea; pero pronto le despertó un gran ajetreo en la habitación contigua. Se levantó no sin dificultad, se puso un batín y se arrastró hasta el dormitorio de su madre; estaba muy grave.

Por la mañana había hallado la fuerza para conversar con él; no se hacía ilusiones sobre el poco tiempo de vida que le quedaba, y su mente estaba ocupada en el porvenir de su hijo.

—Estás a punto de perder a tu mejor amiga —le dijo—; Dios quiera reemplazarla por una compañera digna de ti. Pero sé prudente, Raymon; no arriesgues una vida serena por una quimera de ambición. ¡Ay! No he conocido más que a una mujer a la que me hubiera gustado llamar hija; pero el Cielo dispuso de ella. No obstante, escucha, hijo mío. El señor Delmare está viejo y achacoso; quién sabe si ese largo viaje no habrá extenuado sus últimas fuerzas. Respeta el honor de esa mujer mientras viva; pero si, como pienso, está llamado a seguirme muy pronto a la tumba, recuerda que aún hay en el mundo una mujer que te ama casi tanto como tu madre.

Esa noche la señora de Ramière murió en brazos de su hijo. El dolor de Raymon fue amargo y profundo; ante semejante pérdida, no cabía ni falsa exaltación ni comedimiento. Sentía una necesidad real de su madre: con ella perdía todo el bienestar moral de su vida. Derramó lágrimas desesperadas sobre su lívida frente y sus ojos extintos; acusó al Cielo, maldijo su destino y lloró también por Indiana. Pidió cuentas a Dios por la dicha que le debía; le reprochó el haberle tratado como a cualquier otro y de arrebatárselo todo a un tiempo. Después dudó de aquel Dios que le castigaba y prefirió negarlo a someterse a sus sentencias. Perdió todas las ilusiones con todas las realidades de su vida; regresó a su lecho de fiebre y sufrimiento, destrozado como un rey destronado, como un ángel maldito.

Cuando estuvo casi restablecido echó una ojeada a la situación de Francia. El mal empeoraba; había una amenaza generalizada de negarse a pagar impuestos. A Raymon le asombró la necia confianza de su partido y, decidido a no inmiscuirse en la contienda, se encerró en Cercy con el triste recuerdo de su madre y de la señora Delmare.

A fuerza de profundizar en la idea que tan ligeramente había concebido en un principio, se acostumbró a pensar que esta última aún no estaba perdida para él si se tomaba la molestia de requerirla. Vio en aquella resolución infinidad de inconvenientes, pero muchas más ventajas. No tenía intención de esperar a que enviudara para desposarla, como le había manifestado la señora de Ramière. Delmare podía vivir otros veinte años aún, y Raymon no quería renunciar para siempre a la ocasión de un matrimonio brillante. Concebía una ilusión mejor en su risueña y fértil imaginación. Podía, con poco esfuerzo, ejercer sobre Indiana una influencia ilimitada; se sentía con sobrada habilidad y astucia para hacer de aquella ardiente y sublime mujer una amante sumisa y devota. Podía sustraerla a la furia de la opinión pública, esconderla tras el impenetrable muro de su vida privada, guardarla como un tesoro en el fondo de su retiro, y ocuparla en esparcir sobre sus momentos de soledad y recogimiento la dicha de un amor puro y generoso. No convenía llamar mucho la atención para evitar la cólera del esposo; no vendría a buscar a su esposa a más de tres mil leguas de distancia, cuando sus intereses le retenían irrevocablemente en otro mundo. Indiana se mostraría poco exigente de placer y libertad después de padecer las rudas pruebas que la habían sometido al yugo. Solo ambicionaba amor, y Raymon sentía que la amaría por agradecimiento si llegara a resultarle útil. Recordaba, además, la constancia y la dulzura que había demostrado durante los largos días de frialdad y abandono. Se prometió conservar hábilmente su libertad sin que ella osara lamentarse; se jactaba de dominar sus convicciones hasta el punto de lograr que le consintiera todo, incluso verle desposado; basaba aquella esperanza en los numerosos ejemplos de relaciones secretas que había visto subsistir a pesar de las leyes sociales, merced a la prudencia y habilidad con que las partes habían sabido eludir el juicio de la opinión pública.

«Por otra parte», pensaba, «esta mujer habrá hecho por mí un sacrificio sin retorno y sin límites. Por mí habrá atravesado el mundo y dejado atrás todo medio de existencia, toda posibilidad de perdón. La sociedad solo es inflexible con los errores insignificantes y comunes; una extraña audacia sorprende, un clamoroso infortunio desarma; compadecerá y tal vez admirará a esta mujer que habrá hecho por mí lo que ninguna otra osaría intentar. La criticará pero no se burlará de ella, y yo solo seré culpable de acogerla y protegerla tras semejante y extraordinaria prueba de amor. Al contrario, quizás elogien mi coraje; al menos tendré defensores y mi reputación será expuesta a glorioso e irresoluble juicio. A veces la sociedad desea ser desafiada; no brinda su admiración a aquellos que se arrastran por tierras batidas. En los tiempos que corren, es necesario dirigir al pueblo a golpe de látigo».

Bajo la influencia de estos pensamientos, escribió a la señora Delmare. Su carta fue exactamente lo que debía ser en manos de un hombre tan diestro y experimentado. Respiraba amor, dolor y, sobre todo, verdad. ¡Ay!, ¿qué especie de junco flexible es, pues, la verdad, para plegarse así a todos los vientos?

No obstante, Raymon tuvo la sabiduría de no expresar formalmente el objeto de su carta. Fingía considerar el regreso de Indiana como una dicha inesperada; pero, esta vez, le hablaba sutilmente de sus deberes. Le contaba las últimas palabras de su madre; describía con ardor la desesperación en que le sumía aquella pérdida, los hastíos de la soledad y el peligro de su situación. Pintaba un cuadro sombrío y terrible de la revolución que prosperaba en el horizonte de Francia y, fingiendo alegrarse de ser el único que se oponía a sus golpes, hacía entender a Indiana que había llegado el momento para ella de demostrar su entusiasta fidelidad, aquella peligrosa devoción de la que tanto se había vanagloriado. Raymon culpaba a su destino, alegando que la virtud le había costado muy cara, que su yugo era bien duro, que había tenido la dicha en sus manos y que había encontrado la fuerza para condenarse a un aislamiento eterno.

«No diga más que me amó», añadió; «yo estaba entonces tan débil y abatido que maldigo mi coraje y detesto mis deberes. Dígame que es feliz, que me ha olvidado, para que consiga vencer el impulso de ir a arrancarla de los lazos que nos separan».

En una palabra, se describía desdichado; lo que equivalía a decirle a Indiana que la esperaba.

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