Indiana

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Cuarta parte » Capítulo XXVIII

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XXVIII

Tres días después de enviar la carta a la isla de Bourbon, Raymon había olvidado por completo dicha carta y su propósito. Empezó a sentirse mejor y se aventuró a visitar el vecindario. La propiedad de Lagny, que el señor Delmare había dejado en pago a sus acreedores, acababa de ser adquirida por un rico industrial, el señor Hubert, hombre sagaz y respetable; no como todos los industriales ricos, sino como el pequeño número de nuevos hombres enriquecidos. Raymon encontró al nuevo propietario instalado en la casa que tantos recuerdos le traía. En un principio se recreaba dando rienda suelta a sus emociones mientras recorría aquel jardín, donde los pasos ligeros de Noun parecían estar aún impresos en la arena, y aquellas amplias estancias en las que parecía resonar todavía el sonido de las dulces palabras de Indiana; pero pronto la presencia de un nuevo huésped cambió el curso de sus pensamientos.

En el gran salón, en el lugar donde la señora Delmare tenía por costumbre trabajar, una joven alta y esbelta, de profunda mirada a la par dulce y maliciosa, embaucadora y burlona, se hallaba sentada ante un caballete y se entretenía copiando a acuarela los extraños paneles de la pared. Resultaba encantadora aquella reproducción, una elegante sátira impregnada del carácter burlón y educado de la artista. Se había complacido en exagerar la pretenciosa delicadeza de aquellos antiguos frescos, capturando el falso e iridiscente espíritu del siglo de Luis XV para sus encorsetadas figuras. Refrescando los colores apagados por el paso del tiempo les había devuelto sus gracias artificiosas, su perfume cortesano, sus ropajes palaciegos y pastorales, tan curiosamente idénticos. En una esquina de aquella pintura de sátira histórica, había escrito la palabra parodia.

La joven posó lentamente sobre el rostro de Raymon sus grandes ojos, imbuidos de una cáustica zalamería tan atractiva y pérfida que le recordó —quién sabe por qué— a la Anua Page, de Shakespeare[60]. No había en su porte ni timidez, ni osadía, ni afectación, ni desconfianza en sí misma. Su conversación versó sobre la influencia de la moda en el arte.

—¿No es cierto, caballero, que el color de la moral de la época se hallaba en ese pincel? —preguntó ella, indicando el entablado recargado de amores campestres, al estilo de Boucher[61]—. ¿No es cierto que esos corderos ni caminan, ni duermen, ni pacen como los corderos de hoy en día? ¿Y esa hermosa naturaleza, falsa y compuesta? ¿Esos rosales con cientos de hojas en medio del bosque, cuando, en los días que corren, no crecen más que escaramujos? ¿Esos pájaros domesticados cuya especie ha desaparecido, aparentemente? ¿Esos ropajes de satén rosa que el sol jamás descoloraría? ¿No es cierto que en todo eso había poesía, pensamientos de indolencia y bienestar y sentimientos de toda una vida dulce, inútil e inofensiva? ¡Sin duda, esas ridículas ficciones daban buena cuenta de nuestras sombrías elucubraciones políticas! ¿Por qué no habré nacido entonces? —agregó sonriendo—. ¡Me habría sentido más en mi lugar, como mujer frívola e ignorante que soy, pintando abanicos y tejiendo obras maestras que comentando los periódicos y tratando de entender las discusiones de las Cámaras!

El señor Hubert dejó a solas a los dos jóvenes y, poco a poco, su conversación se fue desviando hasta recaer sobre la señora Delmare.

—Estaba usted muy unido a nuestros predecesores en esta casa —dijo la muchacha— y, sin duda, es muy generoso de su parte venir a conocer nuevas caras. Según dicen, la señora Delmare —añadió, clavando una penetrante mirada sobre él— era una persona extraordinaria; debió dejar aquí recuerdos que nos ponen en desventaja.

—Era una mujer excelente y su marido un hombre digno —respondió Raymon con indiferencia.

—Pero, según parece, era más que una excelente mujer —interrumpió la despreocupada joven—. Si mal no recuerdo, tenía un encanto que merecería un calificativo más entusiasta y poético. La vi hace dos años en un baile en casa del embajador de España. Estaba radiante aquel día, ¿lo recuerda usted?

Raymon se estremeció al recordar la velada en la que había hablado con Indiana por primera vez. Al mismo tiempo recordó que en aquel baile le habían llamado la atención la distinguida figura y los chispeantes ojos de la muchacha con la que hablaba en ese momento; pero entonces no había preguntado de quién se trataba.

Solo cuando ya se disponía a marcharse, tras felicitar al señor Hubert por los encantos de su hija, supo su nombre.

—No tengo la dicha de ser su padre —respondió el industrial—; pero me siento recompensado con su adopción. ¿No conoce mi historia?

—He estado enfermo durante varios meses —respondió Raymon—; no sé de usted más que el bien que le ha hecho a esta región.

—Hay personas —replicó el señor Hubert sonriendo— que me atribuyen gran mérito por la adopción de la señorita de Nangy; pero usted, caballero, que tiene un cerebro privilegiado, verá que no he hecho más que aquello que la sensibilidad me sugería. Viudo y sin hijos, me encontraba hace diez años en posesión de unos fondos bastante considerables —fruto de mi trabajo— que deseaba invertir. Así pues, compré las tierras y el castillo de Nangy, en Borgoña, que eran bienes nacionales muy convenientes para mí. Propietario desde hacía un tiempo, llegó a mis oídos que el antiguo señor de aquellos dominios vivía retirado en una cabaña con su hija de siete años, y que tenían una vida miserable. El anciano había recibido varios subsidios, pero los había consagrado a pagar religiosamente las deudas contraídas en la inmigración. Me propuse aliviar su suerte y ofrecerle asilo en mi casa; pero había conservado en su infortunio todo el orgullo de su rango. Rehusó regresar a la mansión de sus padres por caridad, y murió poco después de mi llegada sin querer aceptar favor alguno de mí. Entonces, acogí a su hija. Ya orgullosa, la pequeña aristócrata recibió mis cuidados muy a su pesar; pero a esa edad los prejuicios no han echado aún raíces y las resoluciones tienen poca durabilidad. Muy pronto se acostumbró a mirarme como a un padre y la eduqué como si fuera mi propia hija. Ella me recompensa con la dicha que aporta a mis días de vejez. Además, para asegurarme esa felicidad, adopté a la señorita de Nangy, y ahora solo aspiro a encontrarle un marido digno de ella capaz de gestionar hábilmente los bienes que le dejaré en herencia.

De manera imperceptible, aquel excelente hombre, animado por el interés que Raymon prestaba a sus confidencias, le puso tranquilamente al corriente —desde el primer encuentro— del secreto de todos sus asuntos. Su atento oyente comprendió que poseía una hermosa y enorme fortuna amasada con la mayor minuciosidad, y que solo esperaba un consumidor más joven y de modos más refinados que el bueno de Hubert para brillar en todo su esplendor. Sintió que él mismo podía ser el hombre llamado a aquella agradable tarea, y agradeció al ingenioso destino que conciliara todos sus intereses ofreciéndole, con la ayuda de ciertos incidentes novelescos, una mujer de su rango en posesión de una cuantiosa fortuna plebeya. Era un golpe de suerte que no debía dejar escapar, y puso en ello todo su empeño. Aparte del negocio, la herencia era apetitosa; Raymon se reconcilió con su providencia. En cuanto a la señora Delmare, no quiso pensar más en ella. Disipó los temores que de tanto en tanto le inspiraba su carta e intentó persuadirse de que la infeliz Indiana no interpretaría sus intenciones o no tendría el valor de responder. Finalmente, consiguió engañarse a sí mismo y no considerarse culpable, pues a Raymon le habría horrorizado la idea de creerse un egoísta. No era uno de esos pérfidos ingenuos que entran en escena para hacer a sus propios corazones la inocente confesión de sus vicios. El vicio no se contempla en su propia fealdad porque se asustaría de sí mismo; así, el Yago de Shakespeare[62], personaje verdadero en sus acciones pero falso en sus palabras, se ve forzado por nuestras convenciones dramáticas a descubrir, él mismo, las secretas dobleces de su tortuoso y profundo corazón. El hombre raramente tiene la sangre fría de poner su conciencia bajo sus pies. La voltea, la estruja, la sacude, la distorsiona; y, cuando la ha retorcido, deformado y destrozado, la acarrea consigo como un indulgente y afable tutor que se pliega a sus pasiones e intereses, pero que finge consultarla y temerla.

Regresó con frecuencia a Lagny, y sus visitas eran del agrado del señor Hubert, pues, como ya es sabido, Raymon tenía la habilidad de hacerse querer, y muy pronto el único deseo del rico plebeyo fue llamarlo yerno. Pero quiso que su hija adoptiva eligiera por sí misma y les dejó total libertad para conocerse y juzgarse.

Laure de Nangy no se apresuró en resolver la dicha de Raymon; le mantenía en un equilibrio perfecto entre el temor y la esperanza. Menos generosa que la señora Delmare pero más astuta, fría pero aduladora, orgullosa y solícita era la mujer que debía subyugar a Raymon; porque era superior a él del mismo modo en que él era superior a Indiana. Pronto comprendió que la codicia de su admirador se dirigía tanto a ella como a su fortuna. Su razonable imaginación no esperaba más en cuestión de honores; tenía demasiado sentido común, demasiado conocimiento del mundo actual como para soñar con el amor verdadero cuando estaba dotada con dos millones. Calmada y filosófica, había tomado una decisión y no encontraba culpable a Raymon; no le aborrecía por ser calculador y optimista como su época; simplemente, le conocía demasiado para amarle. Empeñaba todo su orgullo en no quedar por debajo de aquel siglo frío y razonador; su amor propio habría sufrido alimentando las ingenuas ilusiones de una huérfana ignorante; se habría avergonzado de igual modo al sentirse engañada como al verse descubierta cometiendo una tontería; resumiendo, basaba su heroísmo en huir del amor del mismo modo que la señora Delmare ponía el suyo en entregarse a él.

La señorita de Nangy estaba, pues, decidida a resignarse al matrimonio como una necesidad social, pero se complacía maliciosamente en usar aquella libertad que aún le pertenecía para hacer notar su autoridad sobre el hombre que aspiraba a arrebatársela. Ni juventud, ni dulces sueños, ni un brillante y falaz porvenir para aquella muchacha condenada a padecer todas las miserias de la fortuna. Para ella, la vida era un cálculo estoico y la dicha una pueril ilusión, pues había que defenderse de ella como de una debilidad y un absurdo.

Mientras Raymon trabajaba en asentar su fortuna, Indiana se aproximaba a las costas francesas. Pero ¡cuál fue su sorpresa y espanto cuando, al desembarcar, vio la bandera tricolor ondear sobre las murallas de Burdeos! Una violenta agitación revolucionaba la ciudad; la víspera habían estado a punto de asesinar al prefecto; el pueblo se sublevaba por doquier; la guarnición parecía prepararse para una lucha sangrienta y el resultado de la revolución de París aún era una incógnita.

«¡He llegado demasiado tarde!», fue el pensamiento que fulminó como un rayo a la señora Delmare.

En su espanto, olvidó en el navío el poco dinero y las pertenencias que poseía y comenzó a recorrer la ciudad con gran desconcierto. Buscó una diligencia que la condujera a París, pero los coches públicos iban abarrotados de gentes que huían o pretendían el botín de los vencidos. No fue hasta la tarde que encontró plaza en una de ellas. En el momento de subir, un improvisado pelotón de la guardia nacional se opuso a la partida de los viajeros y comenzó a pedir sus documentos. Indiana no los tenía. Mientras se enfrentaba a las absurdas sospechas de los triunfadores, oyó que decían que la realeza había caído, que el rey había huido y que los ministros habían sido masacrados junto a todos sus partidarios. Aquellas noticias, proclamadas entre risas, aplausos y gritos de alegría, asestaron un golpe mortal a la señora Delmare. Solo una cosa le interesaba personalmente de aquella revolución; en toda Francia no conocía más que a un hombre. Cayó desplomada sobre el suelo y recobró la consciencia en un hospital… al cabo de muchos días.

Sin dinero, ropas ni pertenencias, salió de él dos meses después, débil, tambaleante, abatida por una fiebre inflamatoria cerebral que ya había amenazado varias veces su vida. Cuando se encontró en la calle, sola, sin poder apenas mantenerse en pie, privada de apoyos, recursos y fuerzas; cuando hizo un esfuerzo por recordar su situación, y viéndose perdida y aislada en aquella gran ciudad, experimentó un indecible sentimiento de terror y desesperación al tomar conciencia de que la suerte de Raymon estaba decidida desde hacía tiempo, y que no había nadie cercano a ella que pudiera mitigar la espantosa incertidumbre en la que se hallaba. El horror del abandono se desplomó sobre su desgarrada alma, y la apática desesperación que inspira la miseria mermó poco a poco sus facultades. En aquel entumecimiento moral en el que se sentía caer, se arrastró hacia el puerto y, temblando de fiebre, se sentó sobre un bolardo para reconfortarse al sol, contemplando con una indolente fijación el agua que discurría a sus pies. Permaneció allí varias horas, sin energía, sin esperanza, sin voluntad. Luego, finalmente, recordó sus pertenencias y el dinero que había olvidado en el bergantín L’Eugéne y que, tal vez, fuera posible recuperar. Pero la noche había caído, y no se atrevió a adentrarse entre aquellos marineros que abandonaban su trabajo con ruda algarabía para solicitarles información sobre el navío. Deseando, por el contrario, rehuir la atención que comenzaba a centrarse en ella, abandonó el puerto y se ocultó entre las ruinas de una casa destruida, tras la vasta explanada de Les Quinconces[63]. Pasó allí la noche, acurrucada en un rincón; una fría noche de octubre, amarga de pensamientos y repleta de temores. Por fin amaneció; el hambre se hizo sentir desgarradora e implacablemente, y decidió pedir limosna. Sus ropas, a pesar de encontrarse en bastante mal estado, aún anunciaban mayor bienestar del que conviene a un mendigo; la miraban con curiosidad, desconfianza, ironía, y nadie le dio nada. Se arrastró de nuevo hasta el puerto, requirió noticias sobre L’Eugéne y supo, por el primer barquero que encontró, que la nave se hallaba aún en el fondeadero de Burdeos. Se hizo conducir hasta ella en un bote y allí encontró a Random desayunando.

—Vaya —exclamó—, mi hermosa pasajera. ¿Ya ha vuelto de París? Ha hecho bien en venir; mañana parto de nuevo. ¿Desea que la lleve de regreso a Bourbon?

Informó a la señora Delmare de que la había buscado por todas partes a fin de devolverle sus pertenencias; pero Indiana no portaba consigo, en el momento de ser trasladada al hospital, ningún documento que la identificara. Había sido inscrita bajo la denominación de desconocida en los registros de la administración y en los de la policía. Fue esta la razón por la que el capitán no había podido recabar información sobre ella.

Al día siguiente, a pesar de su debilidad y fatiga, Indiana partió hacia París. Sus preocupaciones deberían haberse calmado viendo el giro que habían tomado los asuntos políticos; pero la inquietud no razona, y el amor es fecundo en temores pueriles.

La misma tarde de su llegada a París corrió a casa de Raymon e interrogó angustiada al portero:

—El señor se encuentra bien —respondió este—. Está en Lagny.

—¿En Lagny? ¿Quiere decir en Cercy?

—No, señora, en Lagny, de la que es actualmente propietario.

«¡Bendito Raymon!», pensó Indiana. «Ha comprado aquella propiedad para ofrecerme un refugio ante la pública crueldad que me espera. ¡Sabía que vendría…!».

Embriagada de felicidad, corrió —ligera y esperanzada en una nueva vida— a alojarse en un hotel; concedió la noche y una parte del día siguiente al reposo. ¡Hacía tanto tiempo que la infeliz no disfrutaba de un reposo sereno! Sus sueños fueron agradables y engañosos y, cuando despertó, no lamentó en absoluto la ilusión de sus ensoñaciones pues, junto a su lecho, había recuperado la esperanza. Se vistió con mimo; sabía que Raymon daba gran importancia a las minucias de tocador y, por ello, la tarde anterior, había encargado un bonito vestido nuevo que le entregaron al despertarse. Pero, cuando se dispuso a arreglarse el cabello, buscó en vano su larga y magnífica cabellera, que durante su enfermedad había caído bajo las tijeras de la enfermera. Y por vez primera fue consciente de que sus graves preocupaciones la habían distraído de las pequeñas cosas.

Sin embargo, cuando rizó sus cortos cabellos negros sobre su blanco y melancólico rostro, cuando cubrió su menuda cabeza con un pequeño sombrero inglés —llamado así por la alusión al fraude sobre las fortunas, un tres por ciento—, cuando colocó en su cintura un ramo de flores cuyo perfume agradaba a Raymon, albergó la esperanza de gustarle aún, pues se había vuelto pálida y frágil como los primeros días en que se conocieron y el efecto de la enfermedad había borrado las huellas del sol de los trópicos.

Por la tarde alquiló un carruaje y llegó hacia las nueve de la noche a una aldea en los límites de la foresta de Fontainebleau. Allí hizo que se detuviera, dio orden al cochero de esperar hasta el día siguiente, y tomó sola y a pie un sendero hacia el interior del bosque que la condujo en menos de un cuarto de hora al parque de Lagny. Intentó empujar la portezuela, pero estaba cerrada por dentro. Era su deseo entrar furtivamente, huir de las miradas de los sirvientes y tomar a Raymon por sorpresa. Rodeó el muro del jardín. Era muy antiguo; recordó que tenía varias aberturas y, por fortuna, encontró por la que podía escalar sin demasiado esfuerzo.

Al poner el pie sobre una tierra que pertenecía a Raymon y que, de ahora en adelante, se convertiría en su refugio, su santuario, su fortaleza y su patria, sintió su corazón brincar de alegría. Franqueó ligera y triunfante los sinuosos caminos que tan bien conocía. Llegó al jardín inglés, tan sombrío y solitario en aquella parte. Nada había cambiado en los macizos de flores; pero el puente, cuya dolorosa presencia tanto temía, había desaparecido; el mismo curso del río había sido desviado. Los lugares que recordaban la muerte de Noun habían cambiado de aspecto.

«Ha querido ahorrarme ese cruel recuerdo», pensó Indiana. «Ha sido un error. Podría haberlo soportado. ¿No fue por mí que mortificó su vida con tales remordimientos? Ahora estamos en paz, pues también yo he cometido un crimen. Tal vez he causado la muerte de mi esposo. Raymon puede abrirme sus brazos; nos haremos las veces de inocencia y virtud el uno al otro».

Cruzó el río sobre unos tablones que suplían un puente ya proyectado y atravesó el parterre. Se vio obligada a detenerse, pues los violentos latidos de su corazón amenazaban con romperlo; alzó los ojos hacia la ventana de su antiguo dormitorio. ¡Oh, fortuna! Los azules cortinajes resplandecían de luz: Raymon estaba allí. ¿Acaso podía haber elegido otra habitación? La puerta de la escalera secreta se encontraba abierta.

«Está esperando mi llegada», pensó ella. «Se mostrará feliz, pero no sorprendido».

En lo alto de la escalera se detuvo para respirar: le fallaban las fuerzas, más por la alegría que por el sufrimiento. Se agachó y miró por la cerradura. Raymon se hallaba solo y estaba leyendo. Seguía siendo él, Raymon, lleno de vida y vigor; las penas no le habían envejecido, la tormenta política no le había hecho perder un solo pelo de su cabellera; estaba ahí, sereno y apuesto, con la frente apoyada sobre la blanca mano que se perdía entre sus cabellos negros.

Indiana empujó suavemente la puerta, que se abrió sin resistencia.

—¡Me esperaba! —exclamó, arrodillándose y apoyando su desfallecida cabeza sobre el regazo de Raymon—. ¡Ha contado los meses, los días! Sabía que el tiempo pasaba, pero también que no faltaría a su llamada… ¡Usted me llamó, aquí estoy, aquí estoy! ¡Muero!

Las ideas se confundían en su cabeza; permaneció algunos instantes en silencio, sin aliento, incapaz de hablar y de pensar.

Y luego volvió a abrir los ojos, reconoció a Raymon como si se despertara de un sueño, dio un grito de alegría y frenesí y se pegó a sus labios, enloquecida, ardiente y feliz. Él estaba pálido, mudo, inmóvil, como alcanzado por un rayo.

—¿No me reconoce? —exclamó ella—. Soy yo, su Indiana, su esclava, a la que reclamó del exilio y que ha viajado tres mil leguas para amarle y servirle. ¡La compañera que eligió y que lo ha abandonado todo, lo ha arriesgado todo, lo ha desafiado todo para traerle este instante de alegría! ¿Es feliz? ¿Está contento? —preguntó—. Ahora espero mi recompensa; una palabra, un beso, y me sentiré cien veces pagada.

Pero Raymon nada respondía; su admirable presencia de espíritu lo había abandonado. Estaba abrumado por la sorpresa, los remordimientos y el terror viendo a aquella mujer a sus pies. Ocultó su cabeza entre las manos y deseó la muerte.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡No me habla, no me besa, no me dice nada! —exclamó la señora Delmare, estrechando las rodillas de Raymon contra su pecho—. ¿Acaso no puede? La felicidad hace daño; mata, ¡bien lo sé! ¡Ah! ¡Sufre, se ahoga, le he sorprendido bruscamente! Pruebe a mirarme, al menos. ¡Observe qué pálida estoy, cuánto he envejecido, cuánto he sufrido! ¡Pero ha sido por usted y me amará más aún! Dígame una palabra, una sola, Raymon.

—Quisiera llorar —dijo Raymon con voz ahogada.

—Yo también —respondió ella cubriendo sus manos de besos—. ¡Ah!, nos hará bien. Llore, llore, pues en mi seno yo enjugaré sus lágrimas con mis besos; estoy aquí para hacerle dichoso, para ser todo cuanto quiera, su compañera, su sirvienta o su amante. En el pasado fui muy cruel, una necia, una egoísta; le hice sufrir y no quise comprender que le exigía un sacrificio superior a sus fuerzas. Pero después reflexioné y, puesto que no teme enfrentarse a la opinión pública conmigo, no tengo derecho a rechazar sacrificio alguno. Disponga de mí, de mi sangre, de mi vida; me entrego a usted en cuerpo y alma. He atravesado tres mil leguas para pertenecerle, para decirle esto: tómeme, soy suya, usted es mi dueño.

Quién sabe qué infernal idea atravesó bruscamente la mente de Raymon. Retiró su rostro de sus manos contraídas y miró a Indiana con diabólica sangre fría; a continuación, una terrible sonrisa vagó por sus labios e hizo brillar sus ojos, pues Indiana seguía siendo hermosa.

—Por el momento, tendrá que esconderse —le dijo, levantándose.

—¿Por qué he de ocultarme aquí? —preguntó—. ¿No es libre de acogerme y protegerme, a mí, que no tengo a nadie más que a usted sobre la faz de la tierra, y que sin usted me vería rebajada a mendigar en la vía pública? Vamos, la misma sociedad no le culpará por amarme; yo soy quien tiene toda la responsabilidad… ¡soy yo! ¿A dónde va? —inquirió, viendo que se dirigía a la puerta.

Se aferró a él con el terror propio de una niña que no quiere que la dejen sola ni un instante, y se arrastró de rodillas para seguirle.

Él quería cerrar la puerta con llave; pero fue demasiado tarde. Esta se abrió antes de que pudiera alcanzarla y Laure de Nangy entró; parecía menos extrañada que ofendida; no dejó escapar ni una sola exclamación; se agachó un poco para observar, parpadeando, a la mujer que yacía casi desvanecida en el suelo; a continuación, con una sonrisa amarga, fría y despectiva, dijo:

—Señora Delmare, parece que le agrada colocar a tres personas en una extraña situación; aunque le agradezco haberme asignado el papel menos ridículo de los tres, y así es como llevo a cabo mi agradecimiento: ¿Quiere hacer el favor de marcharse?

La indignación devolvió las fuerzas a Indiana; se levantó altiva y poderosa.

—¿Quién es esta mujer? —preguntó a Raymon—. ¿Y con qué derecho me da órdenes en su casa?

—Esta es mi casa, señora —respondió Laure.

—¡Hable, pues, caballero! —exclamó Indiana, sacudiendo con rabia los brazos del infeliz—. ¡Dígame si es su amante o su esposa!

—Es mi esposa —contestó Raymon con aire aturdido.

—Perdono su confusión —dijo la señora de Ramière con una sonrisa cruel—. Si se hubiera quedado donde el deber la obligaba, habría recibido una invitación al matrimonio del caballero. Vamos, Raymon —agregó con un tono cáusticamente ameno—, me apiadaré de tu embarazosa situación; eres joven, espero que comprendas que hace falta más prudencia en la vida. Te dejo el encargo de terminar con esta absurda escena. Me reiría si no tuvieras un aspecto tan desdichado.

Y, con estas palabras, se retiró muy satisfecha de la dignidad que había demostrado y secretamente triunfante ante la posición de inferioridad y dependencia en que aquel incidente acababa de colocar a su esposo respecto a ella.

Cuando Indiana recobró el sentido se encontraba a solas en un carruaje cerrado que circulaba velozmente hacia París.

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