Indiana

Indiana


Introducción

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INTRODUCCIÓN

Amantine Aurore Lucile Dupin, baronesa de Dudevant, es una escritora francesa reconocida universalmente por el seudónimo de George Sand. Nació el 1 de julio de 1804, fruto de la relación de un oficial de caballería llamado Maurice Dupin, descendiente de Maurice de Sajonia, con Sophie-Victoire Delaborde, hija de un vendedor de pájaros, provocando con su llegada al mundo un pequeño escándalo familiar que pronto fue subsanado mediante la legitimación del matrimonio, aceptado a regañadientes por su abuela paterna. Fue esta quien acogió bajo su tutela a Aurore —como habitualmente la llamaban— tras el deceso de su padre de forma accidental en la residencia campestre de Nohant, el lugar que tanta influencia ejercería en la vena romántica y naturalista de la futura escritora.

Aurore era una niña soñadora, inquieta y amada, a quien enclaustraban entre cuatro sillas para evitar sus continuas escapadas; en ese reducto de patas y mimbres daba rienda suelta a su fantasiosa imaginación, declamando cuentos de hadas a quien quisiera escucharla. Con cuatro años ya leía con fluidez y, a la edad de trece, fue ingresada en el convento de las Agustinas Inglesas, establecido en París, para afianzar su educación. Recluida en ese ambiente conventual, vivió una delicada adolescencia debido a su extrema sensibilidad; fue presa de varios arrebatos místicos, hecho que alarmó a su abuela y le hizo tomar la decisión de trasladarla de nuevo a su posesión de Nohant en la primavera de 1820. Tras pasar varios días apesadumbrada por los notorios cambios que se sucedían en su vida, su doctor y amigo, Deschartres, le narró la anécdota de cómo la hija de un conde del lugar se vestía, siguiendo el consejo paterno, con ropajes masculinos, con la finalidad de facilitar el que pudiera correr, subir y saltar durante sus excursiones campestres. Aurore recordó entonces que, a la edad de cuatro años, ya se había ataviado con uniforme militar a imagen y semejanza del mariscal Murat, quien celebró y alabó su aspecto con regocijo durante la breve estancia de la pequeña junto con sus padres en Madrid. Así, quejándose de que «las faldas sin pliegues de la época eran tan estrechas que una mujer parecía estar atrapada en una trampa, y que no podía cruzar decentemente un arroyo sin dejar allí sus zapatos», decidió adoptar, en aquellas ocasiones en las que salía a cazar, la manera masculina de vestir para comodidad suya y sorpresa de los ojos poco habituados a sus resoluciones. Su abuela le pidió que, en su presencia, se ataviara como una dama, ya que la joven se parecía tanto a su padre que la anciana padecía un intenso sufrimiento al recordar a su hijo fallecido. Aurore aceptó su petición, pese a que, ya por aquel entonces, los juicios ajenos y las opiniones sobre su forma de proceder le resultaban indiferentes y carentes de valor.

Regresó a París tras el fallecimiento de la anciana que la había tutelado toda su vida, y allí conoció a un joven coronel con el que entabló una grata amistad. Casimir Dudevant y Aurore nunca llegaron a enamorarse, sino que accedieron a contraer matrimonio en septiembre de 1822 por la afinidad y la tranquila camaradería que les unía. De esta unión carente de pasión y entusiasmo nacieron sus hijos: Maurice y Solange. No tardaron ambos cónyuges en discernir que su matrimonio no era más que una atadura innecesaria para los dos y, sin reproches, decidieron poner fin a su relación en 1831, aunque no se divorciarían hasta cinco años después.

Aurore trató de continuar una existencia que en nada la había modificado exteriormente, pero le resultó imposible. Comenzó a escribir La vida y la muerte de un espíritu familiar y, una vez terminada la obra, la propia autora se convenció de que no tenía suficiente calidad literaria —jamás llegaría a publicarse—, pero sirvió para animarla a pensar que tal vez podía escribir alguna otra de mayor calidad y que, en suma, no era peor que muchas otras que se publicaban, con la ventaja de que ella escribía rápido, con extrema facilidad y durante largo tiempo sin fatigarse. Finalmente se convenció de que la literatura era la vía que, como profesión, le ofrecía más oportunidades de liberarla de su ahogada economía tras la separación de su esposo y, seguidamente se trasladó de nuevo a París, donde pasó arduas penurias establecida en un pequeño apartamento que, carente de mobiliario, se hallaba situado frente a la Morgue. Una vez asegurado el sustento y el servicio, fue en busca de su hija Solange, a la que echaba mucho de menos y, con la ayuda de una familia vecina, pudo educar a la pequeña sin padecer el rigor del cambio de residencia ni la ausencia de compañía, hechos que aliviaron a la escritora y le dieron cierta libertad para deambular por distintos rincones de la ciudad, como la biblioteca y los diferentes museos y teatros.

Los duros inviernos sobre el pavimento helado de la ciudad le destrozaban los finos zapatos y, viéndose fatigada, resfriada y angustiada al ver sus prendas de terciopelo arruinadas por la lluvia, recordó que su madre y su tía se habían vestido como los muchachos en las temporadas en que escaseaba el dinero en el hogar. La idea le pareció ingeniosa, divertida y conocida, pues, tal y como se ha mencionado con anterioridad, ella misma ya había usado polainas y blusones en la campiña. En aquella época, la moda masculina ayudaba bastante a camuflar a una dama. Las chaquetas cuadradas, llamadas «a la propietaria», caían hasta los talones y desdibujaban por completo la figura. De este modo, se hizo confeccionar una chaqueta en grueso paño gris, con el pantalón y el chaleco similares y, ataviada con un sombrero gris y una gruesa corbata de lana, parecía un joven estudiante con botas de talones herrados. Nadie reparaba en ella, y se sintió libre de recorrer París de punta a punta sin temor a estropear su ropaje.

Tras varias relaciones amorosas, incluyendo la epistolar que mantuvo con un magistrado antes de su separación, inició un apasionado romance con Jules Sandeau, un joven escritor al que Aurore había conocido cuando todavía convivía con su marido. Juntos iniciaron una vida en común y juntos escribieron también la novela Rose et Blanche (1831), publicada y adjudicada por el periódico Le Figaro a Jules Sand, seudónimo utilizado por Sandeau, y de cuyo apellido extrajo la autora su propio seudónimo. Ella ya había decidido mantener el anonimato incluso antes de que su suegra se lo sugiriera, pues ver su nombre real impreso en las tapas de un libro le parecía a la madre de su todavía esposo una peligrosa osadía.

La publicación de esta primera obra atrajo la atención de otro editor, que se mostró interesado por un nuevo trabajo de dicho autor. Por entonces, Aurore ya había escrito Indiana (1832), y su primera intención fue entregarla con el seudónimo exigido, pero Jules Sandeau, por modestia, no quiso aceptar la paternidad de un libro que le era ajeno. Aquel argumento no revestía importancia para el editor, quien, bajo la premisa de que el nombre del autor lo era todo para la venta, insistió en su propósito. Finalmente, tras estudiar la situación, la cuestión se zanjó con un compromiso: el apellido Sand quedaría intacto, y para el nombre la escritora eligió George. De este modo, Jules y George, desconocidos para el público, podían pasar por hermanos o primos, aunque posteriormente Jules retomaría su nombre completo con el que logró adquirir su propio prestigio. A su vez, ella, con su labor, conseguiría destacar por sus propios méritos y jamás se arrepintió de tomar prestada la mitad del apellido de su amante.

Tras romper la relación con Sandeau, George Sand conoció a Alfred de Musset. Por aquel entonces seguía siendo una mujer casada y desafiante hacia las convenciones de su tiempo, y el joven poeta se enamoró perdidamente de aquella mujer madura, independiente y decidida. Iniciaron un romance que les llevó a viajar a Venecia en los albores de sus carreras literarias. Curiosamente, los llamados amantes de Venecia, cuya relación levantó todo tipo de comentarios, jamás fueron amantes en «La Serenissima»: la escritora padeció una severa indisposición además de fuertes dolores de cabeza, mientras que su acompañante, por su parte, enfermó de fiebre tifoidea, razones que les impidieron disfrutar, tal y como ansiaban, de su ciudad soñada. Esta desdichada circunstancia —sumada a la larga postración de Musset— enfrió la pasión de la pareja y, más tarde, ante la muerte de un amor que había significado tanto para ella, Aurore buscó apoyo en Pietro Pagello, el médico que le atendía.

Mucho se ha escrito —entre los seguidores de uno y los detractores de otro— acerca de si hubo traición o no, estableciéndose un debate entre mussetistas y sandistas, sobre todo en lo que se refiere al regreso de él a París gravemente enfermo. Como testimonio de su tormentosa relación ha sobrevivido una extensa correspondencia entre ambos, donde quedan reflejados el amor, los celos y un turbulento cúmulo de reproches por parte de Musset, así como el deseo de preservar la amistad excluyendo el amor por parte de Sand, quien continuó trabajando hasta concluir sus obras Jacques (1834), André (1835), Mattéa (1835) y las primeras Cartas de un viajero (1838). Finalmente Alfred, sintiéndose traicionado, cerró sus puertas a George, quien plasmó sus sentimientos de aquellos días de soledad en su llamado Diario íntimo, que encargó entregar al poeta antes de retirarse a su casa de Nohant. Sin embargo, su afán por legar un pasado intachable a sus hijos y a la posteridad la llevó a reclamar sus cartas a Musset, a fin de evitar que algunos pudieran «esparcir su veneno sobre los monumentos de su amor». A partir de entonces solo volvió episódicamente a la capital, y pasó la mayor parte de su tiempo en Nohant, cuya propiedad recuperó tras divorciarse de su marido.

Con 34 años, la escritora conservaba su arrollador encanto, y Frédéric Chopin, el gran compositor y pianista polaco, cayó rendido a sus pies sin poder evitarlo. En 1838 le fueron definitivamente confiados sus hijos, Solange y Maurice; y, ante el alarmante estado de salud del muchacho, a quien le unían múltiples afinidades intelectuales, literarias y artísticas, George Sand decidió ausentarse de Francia durante los meses de invierno e ir en pos de un clima más favorable para su dolencia. Sus conocidos habían elogiado de tal manera el archipiélago balear que Mallorca, la mayor de sus islas, fue escogida como residencia. Mientras realizaba los preparativos del viaje, Chopin —cuya salud era tan frágil que había alarmado a sus amistades— le expresó en repetidas ocasiones que, de hallarse en el puesto de Maurice, en breve se sentiría curado. El compositor fue examinado entonces de sus dolencias por el doctor Gaubert y, tras confirmar que no estaba tísico, le aconsejó realizar el mismo viaje, que venía a favorecer sus deseos de continuar la relación que había iniciado con aquella mujer compleja y apasionada, en quien esperaba encontrar una ternura generosa que le hiciera olvidar sus recientes y malogrados amores con Maria Wodzińska. Corría el mes de octubre cuando George, Maurice y la traviesa Solange emprendieron el trayecto para reunirse con el músico en Perpiñán. Tras pasar unos días en Barcelona se embarcaron en El Mallorquín, y arribaron a las once y media de la mañana del 8 de noviembre al puerto de Palma.

Los ilustres viajeros no encontraron alojamiento fácilmente; solo pudieron localizar dos pequeñas habitaciones en una humilde fonda situada frente a las vetustas torres y galerías del Palacio Real de La Almudaina. Cercanos a su hospedaje podían verse aún los cimientos calcinados del Convento de Santo Domingo, que había sido asaltado y demolido durante los motines anticlericales de 1835[1]. Entre aquellas ruinas románticas encontró George Sand inspiración para sus proclamas revolucionarias y sus disquisiciones filosóficas que intercaló en su novela Spiridion (1839).

Poco después de instalarse fueron conscientes de que nunca se acostumbrarían al ruido de los toneleros trabajando al pie de sus ventanas y decidieron cambiar de alojamiento. Se les propuso una casa de campo y, sin pérdida de tiempo, se trasladaron a Son Vent, el caserío de un adinerado burgués que, por un moderado precio de alquiler, lo cedió con todo su mobiliario. Durante las tres primeras semanas en Son Vent —que resultó estar destartalado y exento de cualquier comodidad—, los viajeros disfrutaron de paseos por los bellos parajes del lugar, noches apacibles y aromatizadas por los limoneros y una temperatura deliciosa que les acompañó hasta los primeros días de diciembre, cuando súbitamente comenzaron las lluvias. El frío y húmedo caserón se convirtió entonces en una prisión donde los males de Chopin reaparecieron. Su tos iba en aumento y, una vez se puso de manifiesto su enfermedad, los nuevos inquilinos se convirtieron en objeto de horror y espanto para la vecindad, incluido el propietario de la casa, que les exigió de muy malos modos que abandonasen su propiedad.

El 15 de diciembre de 1838, George Sand y Chopin se instalaron en la Cartuja de Valldemosa, un antiguo edificio conventual de imponente aspecto donde adaptaron una de las celdas, constituida por tres sencillas habitaciones, a sus necesidades. Chopin compuso la mayoría de sus Baladas y Preludios en un pobre piano mallorquín, ansiando la llegada de su Pleyel —encargado a París y retenido en la aduana—, que no se produjo hasta pocos días antes de su partida. Mientras tanto, George hacía modificaciones en su novela Lélia (escrita en 1833) y, seguidamente, embriagada por el paisaje, lo trasladó como fondo a las páginas descreídas de Spiridion (1839). Por ese entonces el gran músico intentaba en vano acostumbrarse a la vida solitaria de la Cartuja, pero su salud empeoró sensiblemente, aun cuando George se esforzaba —sin éxito— por infundir un soplo a su fatigado corazón.

El carácter poco acomodaticio de Sand, y sus ideas sobre la religión y la sociedad, profundamente influidas por el filósofo republicano Pierre Leroux, forzosamente tenían que pugnar con la idiosincrasia del pueblo mallorquín, apegado a sus viejas costumbres y tradiciones y reacio a toda idea nueva; miraban con recelo a aquella mujer que se pasaba las noches escribiendo artículos para La Revue Indépendante, el periódico republicano La Réforme y L’Eclaireur. La aureola de escritora vanguardista y revolucionaria que la acompañaba, el tenue humo de su cigarrillo —demoledor de las buenas costumbres— y el miedo a la tisis, fueron motivos más que suficientes para atraer las antipatías de los isleños, que les vendían las provisiones a precios desorbitados. En Un invierno en Mallorca (1842), Sand explicó minuciosa y amargamente todas las incomodidades, disgustos y contratiempos que sufrieron durante su desafortunada estancia en la isla, además de ridiculizar las costumbres y el carácter de sus habitantes, pequeña venganza que compensó con sus maravillosas descripciones del lugar. Finalmente, Chopin no parecía estar en condiciones de soportar una permanencia más larga y George había perdido la esperanza de que se produjera una mejoría, por lo que decidieron regresar a Francia. Dejaron Valldemosa el 11 de febrero de 1839 con destino a Marsella, donde esperaron hasta la llegada de mayo para regresar a Nohant.

Pese a que la relación entre ambos era platónica, se mantuvieron unidos hasta que los celos injustificados de Chopin se tornaron insoportables; y, en noviembre de 1846, Chopin partió finalmente de Nohant. Lejos estaba de pensar que no regresaría nunca.

Pese a que algunos biógrafos afirman que las ideas políticas de George Sand dependían del hombre al que amaba en cada época de su vida, ella siempre hizo gala de opiniones políticas propias que ni Chopin, aristócrata, ni Musset, escéptico, lograron alterar. Era extremada, imprudente, apasionada y violenta, con hermosos brotes de caridad y una aguda percepción de la realidad que le rodeaba. A los cuarenta años era demócrata por instinto y cristiana por naturaleza, educación y convicción, y ansiaba para las mujeres la igualdad civil y sentimental. Pensaba que la servidumbre en la que el hombre mantenía a la mujer destruía la felicidad de la pareja, y como mujer reclamaba ser amada según sus deseos: «Pero se las maltrata; se les reprocha el idiotismo al que se las condena; se desprecia su ignorancia; se hace burla de su saber. En el amor se las trata como a cortesanas; en la amistad conyugal, como a criadas. No se las ama, se las utiliza, se las explota y se espera sujetarlas así a la ley de la fidelidad». Esta proclama lanzada desde su juventud resuena a través de toda su obra.

En 1848 se vio sorprendida por la Revolución de febrero. Su hijo Maurice estaba involucrado en la revuelta, y partió de inmediato en su busca. Al llegar a París tuvo la impresión de que se había alcanzado la república social. Sand observó a los jefes del gobierno provisional zarandeados por obreros y burgueses. La blusa contra la levita; la gorra contra el sombrero; la república socialista contra la república burguesa… y desaprobó ese conflicto. A pesar de que burgueses y obreros habían derribado un régimen abyecto, «debían tenderse la mano». Las elecciones generales se aproximaban, e hizo cuanto estuvo en su mano para inducir al pueblo a «votar bien»; pero las gentes eran demasiado conservadoras, y fue acusada de incitación a las revueltas a través de uno de sus artículos en el Bulletin, en el que afirmaba que el pueblo tenía derecho a defender la República, así fuese contra la Asamblea Nacional. A la espera de ser detenida, quemó sus papeles y su Diario Íntimo, pero nadie la molestó y regresó a Nohant.

Maurice llevaba a muchos jóvenes de su edad a la residencia de su madre, ya fuesen compañeros, amigos o políticos. Eugéne Lambert (pintor animalista conocido como «Lambert de los gatos»), el grabador Alexandre Manceau, el periodista Victor Borie y el abogado Émile Aucante, vivieron allí largo tiempo rivalizando en celo para complacer y servir a su ilustre anfitriona. A partir de 1850, Manceau, trece años menor que ella, fue ascendido a favorito: poseía todo para satisfacer a la señora Sand en sus ideas políticas y sus instintos de ambigua maternidad. La vida regresaba a la normalidad y Aurore era feliz en su refugio. Tenía a Manceau para cuidar, a su hijo para amar —la relación con su hija se había deteriorado y apenas se soportaban—, su casa para gobernar y veinte páginas para escribir cada noche. Su prolífica producción literaria continuaba sin cesar y, en una época de clericalismo oficial, ella se tornaba cada vez más anticlerical. En 1863 escribió Mademoiselle La Quintinie para contrarrestar Sibylle (1862), obra devota y mediocre del autor francés Octave Feuillet que le exasperó en grado sumo; sin embargo, no se consideraba a sí misma antirreligiosa, lo que ha provocado un apasionado debate en el mundo literario. George se convirtió en una bandera, hasta el punto de recibir una gloriosa ovación cuando se representó su obra Le Marquis de Villemer (1861) en el Teatro del Odeón[2].

En aquella época, la tensión entre su hijo y su amante se le hacía insoportable. Se sentía enferma y apenas dormía; corría de un lado a otro entre París y Nohant con los nervios de punta. Sand adquirió una pequeña propiedad, «La Villa de George Sand», a nombre de Manceau, quien se comprometió a legársela a Maurice y poner de este modo un final a las desavenencias entre ambos, dejando atrás Nohant «en pie de ausencia» y con mucha pena.

El año de 1865 fue muy doloroso. Manceau, aquejado de fiebres y tos continua, se agotaba con una rapidez inusitada. George, a su vez, se lamentaba de mil males distintos pero, siempre activa, acudía cada noche a París para asistir al teatro hasta que, viendo perdido a su compañero, juró no separarse de él. Y lo cumplió. En toda su vida hay pocos momentos más conmovedores que la dilatada y tierna vela que hizo de él. Durante cinco meses no se apartó ni un solo día de su agonizante amor. Después del entierro regresó a Nohant al lado de Maurice, ya casado, y escribió: «Mi hijo es mi alma misma. Viviré para él y querré a los corazones honestos. Sí, sí, pero tú… ¡Tú que tanto me amaste! Permanece tranquilo, tu parte es imperecedera…». Sufría la pena, pero no la cultivaba. Regresó a los teatros tras unas semanas de duelo; también a sus paseos por la ciudad, pero se sentía sola. Los libros que escribía por aquel entonces no eran muy buenos, y ella lo sabía. En ellos defendía de manera apasionada las doctrinas en las que tanto creía, dejando a un lado el aspecto humano y el amor terrenal al que su verdadero genio siempre había estado vinculado.

Aurore se convirtió en una abuela rodeada siempre de amigos; no obstante, estos habían cambiado. Una nueva generación de «hijos» se formó en torno a la «buena dama de Nohant», legendario personaje que dio la gloria al armonioso paisaje de Berry, pero su gran amigo de la vejez fue Gustave Flaubert —a quien ella llamaba su trovador—, que había terminado por conquistar su corazón tras la muerte de Manceau. El contraste de personalidades era enorme, pues nada en el mundo le interesaba a Flaubert que no fuese la literatura, y ella escribía solo para ganarse la vida, aunque otras profesiones la hubiesen tentado: «Me gustan las clasificaciones; estoy cerca del pedagogo. Me gusta coser y lavotear a los niños; estoy cerca de la sirvienta. Tengo distracciones y estoy cerca del idiota…». Flaubert sudaba toda una noche buscando una palabra; Sand escribía a marchas forzadas treinta páginas en el curso de la suya, y comenzaba una novela un minuto después de haber terminado el libro que tenía entre manos.

En 1870 estalló la guerra y se proclamó la Tercera República[3] George sabía que Francia se recuperaría pronto. Como campesina berrichona,[4] conocía los infinitos recursos y las prodigiosas facultades de recuperación del país. Ella misma, que tan a menudo había estado cerca del suicidio y había salido de sus crisis una y otra vez para comenzar una nueva juventud, parecía un símbolo de Francia. Vino luego la Comuna[5] y París se cubrió de barricadas, de cañones y ametralladoras pero, en esta ocasión, Sand fue hostil a los insurgentes y censuró a sus amigos, los republicanos, por haber permitido que el motín derribase al gobierno. Los excesos de la represión, semejantes en crueldad a los de la Comuna, la pusieron, como tan a menudo sucede con los espíritus honestos, en desacuerdo con todos.

Durante los años que siguieron a la guerra, George Sand fue, sobre todo, una abuela apasionada. A contra reloj escribía dos o tres novelas por año, pues era necesario cumplir el contrato que había firmado con su editor, y su familia y amigos necesitaban el dinero. Sus temas no variaban, y Flaubert la animaba a leer a los jóvenes Émile Zola y Alphonse Daudet; sin embargo, ella hallaba sus libros muy sombríos. Los críticos habían dejado de hablar de sus nuevas novelas —Flamarande (1875), su continuación, Les deux Fréres (1875), y Marianne (1876)— y, si hubiese tenido libertad para escoger hubiera preferido descansar y dedicarse a la tapicería, pues se sentía muy aislada literariamente. No obstante, algunos nombres de la nueva generación comenzaban a elogiar su idealismo.

A sus setenta y dos años, George Sand no se sentía envejecer y comenzaba a creer que viviría hasta una avanzada edad, pero lo cierto es que su salud se deterioraba rápidamente. A la par que terminaba un libro, La Tour de Percemont (1876), comenzó otro, Albine Fiori (1876), y escribía cuentos para sus nietas. Al comenzar la primavera de 1876, George sufría de manera intermitente. Toda la vida se había quejado del hígado y de un intestino rebelde, pero se acomodaba a sus dolencias y se inquietaba infinitamente más por los dolores ajenos. No obstante, su padecimiento se agudizó, y la muerte le llegó como una visitante humilde y discreta el 8 de junio de 1876. Fue enterrada en el recinto funerario del parque de Nohant, cerca de su abuela, sus padres y su nieta Niní, cuya pérdida nunca pudo superar.

George Sand fue, por encima de todo, hija de la tierra, influenciada sin duda por su infancia discordante y la lucha que libraban en ella dos clases y dos siglos. Concedió poca importancia a su obra, pues su verdadera búsqueda era la de lo absoluto: primero en el amor humano, luego en el amor al pueblo y, finalmente, en el amor a sus nietos, a la naturaleza y a Dios. Mucho se han censurado las aventuras amorosas de la mujer que trató como a iguales y amigos a personajes tan relevantes como Delacroix, Dumas, Balzac y Víctor Hugo, pero la filosofía de Sand era sencilla: adoraba los títeres, la música, el teatro, las discusiones, los museos y, sobre todo, la libertad.

INDIANA

Indiana fue la primera novela que Amantine Aurore Dupin publicó bajo el seudónimo de George Sand en mayo de 1832. Junto con un billete de mil francos, esta novela constituía toda su fortuna en aquella época. Comenzó a escribirla sin proyectos ni esperanzas, exenta de planes, empeñando toda su fuerza en alejarse del estilo de los demás escritores. Bautizada como «oscura e inconsciente» por representar el matrimonio de conveniencia como un lazo odioso, la propia autora explicó su pretensión de hacer ver las consecuencias de una unión que siempre desaprobaron la sensatez, el buen sentido y hasta la humanidad: «Si se quiere explicar todo absolutamente en este libro, Indiana es un símbolo; es la mujer, el ser débil encargado de representar las pasiones reprimidas o, si se prefiere, suprimidas por las leyes; es la voluntad en lucha con la necesidad; es el amor golpeando con su frente ciega todos los obstáculos de la civilización…».

Podemos afirmar, por tanto, que el tema esencial de esta novela es la oposición entre la mujer, que busca un sentimiento absoluto, y el hombre, siempre más vanidoso o sensual que enamorado.

Se ha insistido en la idea de que Indiana representaba su persona y su historia, pero no es cierto. Sí, se aprecian en la obra sentimientos y ciertos rasgos de carácter similares entre la heroína y su creadora, pero no debemos buscar más paralelismos entre los personajes y su círculo social, pues en vano hallaremos retratos de su esposo o de su amante por aquel entonces, Sandeau. Si acaso, la joven de sangre criolla evoca la tez morena que tanto admiraban los amigos de Aurore, pero lejos estaba de plasmarse a sí misma como heroína de novela.

Todos los periódicos de la época hablaron del señor George Sand, insinuando que la mano de una mujer había debido deslizarse aquí y allá para revelar al autor ciertas delicadezas femeninas del corazón y del espíritu, pero declarando al mismo tiempo que el estilo y las apreciaciones tenían demasiada virilidad para no tratarse de la obra de un hombre. Naturalmente, estaban todos equivocados.

Beatriz Alonso[6]

Langreo, octubre de 2018

BIBLIOGRAFÍA

Ferra, Bartolomé: Chopin y George Sand en Mallorca (precedido de un fragmento de los Recuerdos de Aurore Sand). Edicions La Cartoixa, 1960.

Martínez, Paloma: George Sand. Editions Ferni, 1975 (Círculo de amigos de la Historia).

Maurois, André: Lélia o la vida de George Sand. Alianza Editorial, 1973.

Sand, George: Historia de mi vida. Edaf, 1969.

Sand, George y Musset, Alfred de: Los amantes de Venecia. Correspondencia 1833-1840, y Diario íntimo de George Sand. Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2004.

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