Indiana

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Primera parte » Capítulo IV

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IV

Tal vez les resulte difícil creer que el señor Raymon de Ramière, joven de espíritu brillante, enorme talento y grandes cualidades, acostumbrado al éxito social y a perfumadas aventuras, concibiera por el ama de llaves de una pequeña propiedad industrial de Brie un afecto perdurable. El señor de Ramière no era, sin embargo, un fatuo o un libertino. Le hemos descrito como un joven inteligente, esto es, apreciaba en su justa medida las ventajas del linaje. Era un hombre de principios cuando razonaba consigo mismo, si bien sus fogosas pasiones le arrastraban con frecuencia lejos de su doctrina. Entonces, o no era capaz de reflexionar, o bien evitaba someterse al tribunal de su conciencia; cometía sus faltas de modo inconsciente, y el hombre de la víspera se esforzaba por engañar al del día siguiente. Desgraciadamente, las cualidades más destacadas de su carácter no eran sus convicciones —que comulgaban con las de otros muchos filósofos de guante blanco y no le preservaban más que a estos de la inconsecuencia—, sino sus pasiones, que sus principios no podían reprimir, y que hacían de él un hombre alejado de esta turbia sociedad donde resulta tan difícil destacar sin caer en el ridículo. Raymon poseía el arte de ser tantas veces culpable sin hacerse odiar; tantas veces extraño sin resultar absurdo; algunas veces, lograba incluso que le compadecieran aquellos que deberían ser dignos de compasión por su parte. Existe una clase de hombres consentidos por todo cuanto les rodea. Un rostro agraciado y una espléndida elocuencia pueden llegar a convertirse en víctimas de su sensibilidad. No pretendemos juzgar de modo implacable al señor Raymon de Ramière, ni esbozar su retrato antes de verlo en acción. Por ahora, lo analizamos desde la distancia y como la multitud que se cruza en su camino.

El señor de Ramière estaba enamorado de aquella joven criolla de enormes ojos negros que había cautivado a toda la comarca en la fiesta de Rubelles; pero enamorado y nada más. Quizá la abordó por simple diversión, pero el éxito alimentó sus deseos. Obtuvo más de lo que había pedido y, el día en que triunfó sobre aquel fácil corazón, regresó a casa asustado de su victoria y, dándose palmadas en la frente, se dijo: «¡Espero que no se enamore de mí!».

No fue hasta después de haber aceptado todas las pruebas de su amor que comenzó a dudar de este. Entonces, se arrepintió, pero ya era tarde; debía elegir entre la posibilidad de abandonarse a las consecuencias del futuro, o retroceder cobardemente hacia el pasado. Raymon no vaciló; se dejó querer y decidió amar él mismo, por gratitud. Escaló los muros de la propiedad Delmare por amor al peligro; sufrió una terrible caída por falta de pericia, y tanto le conmovió el dolor de su joven y hermosa amante que, a partir de entonces, se sintió justificado —a sus ojos— para continuar excavando el abismo en el que ella acabaría cayendo.

Una vez restablecido, el invierno ya no era frío, la noche no brindaba peligros, y los remordimientos carecían de aguijones que pudieran impedirle recorrer los recovecos del bosque para encontrarse con la criolla y jurarle que jamás había amado a otra, que la prefería a cualquier reina del mundo y otras mil exageraciones que estarán siempre de moda entre las muchachas humildes y crédulas. En el mes de enero, la señora Delmare partió hacia París con su esposo; sir Ralph Brown, su honrado vecino, regresó a su tierra, y Noun, quedando al cargo de la casa de campo de sus señores, gozó de libertad para ausentarse bajo diferentes pretextos. Y esa fue su desgracia; la facilidad con la que se sucedían los encuentros con su amante acortaron la efímera felicidad que ella debía haber paladeado. El bosque, con su poesía, sus guirnaldas escarchadas, el efecto de la luna, el misterio de la puerta de atrás, las escapadas furtivas de madrugada cuando los pequeños pies de Noun imprimían sus huellas sobre la nieve del parque indicándole el camino… todos estos ingredientes de aquella intriga amorosa habían prolongado la embriaguez del señor de Ramière. Noun, con su salto de cama blanco embellecido con su larga cabellera bruna, se le antojaba una diosa, una reina, un hada; cuando la veía salir de aquel pequeño castillo de ladrillos rojos, edificación maciza y cuadriforme de los tiempos de la Regencia que tenía cierto aire feudal, le gustaba imaginar que era la señora de un castillo de la Edad Media y, en el templete rebosante de flores exóticas donde le embriagaba con la seducción de la juventud y la pasión, olvidaba gustoso todo cuanto más tarde debía recordar.

Pero, cuando eludiendo cualquier precaución y desafiando a su vez al peligro, Noun fue a buscarlo a su casa vestida con un delantal blanco y un pañuelo de madrás coquetamente ataviado conforme a la usanza de su país, él no vio más que a una simple doncella, la doncella de una hermosa mujer, circunstancia esta que resulta siempre fatal para cualquier criada. Y, sin embargo, Noun lucía muy bella; así la había visto por vez primera en aquella fiesta de la comarca donde se había abierto paso entre la multitud de curiosos para llegar a ella, y donde había logrado su pequeño triunfo arrebatándosela a una veintena de rivales. Noun le recordaba aquel día con ternura: ignoraba —infeliz muchacha— que el amor de Raymon no se remontaba tan lejos, y que aquel día de orgullo para ella no había sido para él mas que un acto de vanidad. Además, aquel coraje con el que sacrificaba su reputación, aquel coraje que debería haber logrado que la amara más intensamente, disgustaba al señor de Ramière. La esposa de un par de Francia[13] que se inmolara de aquel modo sería una preciosa conquista; pero, ¡una criada! Aquello que se califica como heroísmo en una se convierte en procacidad respecto a la otra. Con la primera, una multitud de celosos rivales te envidian; con la segunda, el vulgo de escandalizados lacayos te condena. La dama de cuna sacrifica los veinte amantes que tiene; la doncella no sacrifica más que un esposo que hubiera podido tener.

¿Qué esperaban? Raymon era un hombre de refinadas costumbres, paladar exquisito y amores poéticos. Para él, una criaducha no era una mujer, pero Noun, gracias a su asombrosa belleza, le había sorprendido un día en que se dejó llevar. Todo esto no era culpa de Raymon; había sido educado para la vida en sociedad, para tener altas miras, habían moldeado sus facultades para lograr el éxito de un príncipe y, muy a su pesar, el ardor de la sangre le había arrastrado a un amor burgués. Había hecho todo lo posible por gozar de él, pero ya no lo soportaba más. ¿Qué podía hacer ahora? Ideas generosamente extravagantes cruzaban por su mente; aquellos días en que más enamorado estaba de su amada, había considerado la idea de elevarla hasta su altura y legitimar su unión… Sí, ¡por mi honor!, lo había pensado; pero el amor que todo lo legitima se iba debilitando; se desvanecía a la par que los peligros de la aventura y la fascinación del misterio. El matrimonio no era posible; y, presten atención: Raymon razonaba lógicamente y siempre en interés de su amada.

Si la hubiera amado realmente, podría, aun así —sacrificando su porvenir, su familia y su reputación—, haber encontrado la dicha a su lado y, por consiguiente, hacerla feliz; pues el amor es un contrato tan válido como el matrimonio. Pero, distante como se sentía ahora, ¿qué futuro podía ofrecerle a aquella mujer? ¿Debía desposarla para mostrarle un rostro triste cada día, un corazón frío, un alma desolada? ¿Debía desposarla para hacerla odiosa a ojos de su familia, despreciable para sus iguales, ridícula ante sus sirvientes, para arrojarla a una sociedad en la que se sentiría desplazada y las humillaciones acabaran con su vida, para abrumarla de remordimientos haciendo que se sintiera culpable de todos los males que padecía su amado? No, convendremos con él en que no era posible, que no hubiera sido generoso, que no se lucha así contra la sociedad, y que el virtuoso heroísmo se asemejaría al de don Quijote rompiendo su lanza contra el aspa de un molino; un golpe que un soplo de viento dispersa; una caballerosidad tan propia de otra época que despierta un compasivo desprecio en la nuestra.

Tras sopesar todas las opciones, el señor de Ramière comprendió que era necesario romper aquella desgraciada unión. Las visitas de Noun comenzaban a resultarle insoportables. Su madre, que se encontraba pasando el invierno en París, sería pronto conocedora de aquel pequeño escándalo. Ya se extrañaba de sus frecuentes viajes a Cercy, su casa de campo, y de su permanencia allí durante semanas. Había pretextado un importante trabajo que debía terminar lejos del bullicio de la ciudad; pero aquella excusa comenzaba a desgastarse. Implicaba engañar a una buena madre, privarla durante largas temporadas de sus cuidados; y, ¿qué esperaban ustedes…? Abandonó Cercy para no regresar jamás.

Noun lloró, esperó y, tan desgraciada era viendo transcurrir el tiempo, que se aventuró a escribir. ¡Pobre muchacha! Fue el golpe de gracia. ¡La carta de una doncella! Sin embargo, tomó el papel satinado y el lacre perfumado del escritorio de la señora Delmare, su estilo sentimental… Pero, ¡la ortografía! ¿Sabían ustedes que una sílaba de más o una sílaba de menos resta o da energía a los sentimientos? ¡Qué desgracia! La desdichada joven medio salvaje de la isla de Bourbon ignoraba incluso la existencia de normas lingüísticas. Estaba convencida de que escribía y hablaba tan bien como su señora y cuando vio que, pese a todo ello, Raymon no regresaba, pensó: «Una carta así debería haberle hecho volver».

Sin embargo, Raymon no tuvo valor para leer la carta hasta el final. Podría calificarse, tal vez, como una obra maestra de ingenua y risueña pasión; quizá Virginie no le escribió ninguna carta tan encantadora a Paul cuando se vio obligada a abandonar su patria[14]. Pero el señor de Ramière se apresuró a echarla al fuego por temor a avergonzarse de sí mismo. Insisto, ¿qué esperaban? Son los prejuicios de la educación, pero el orgullo prevalece en el amor, al igual que el interés personal en la amistad.

Era notoria la desaparición del señor de Ramière de la vida social; hecho este que dice mucho de un hombre en un mundo donde todos se parecen. Se puede ser un individuo ingenioso y conceder gran importancia a las relaciones sociales del mismo modo que se puede ser un necio y despreciarlas. Raymon las apreciaba, y con motivo. Era un hombre buscado, querido; y para él, aquella profusión de máscaras insensibles y mordaces reservaba miradas de atención y sonrisas de interés. Un hombre infeliz puede ser un misántropo, pero las personas que reciben afecto raramente son ingratas; al menos, Raymon así lo creía. Agradecía la menor muestra de aprecio, anhelaba la estima de todos y se enorgullecía de su gran número de amistades.

En este mundo, donde los convencionalismos son absolutos, gozaba de un triunfo inapelable incluso cuando erraba. Y cuando buscó la causa de aquel afecto universal que siempre le había protegido, la encontró en su interior, en su deseo de obtenerlo, en la alegría que ello le proporcionaba, en la resuelta benevolencia que prodigaba sin fin.

También se lo debía a su madre, cuyo talento extraordinario, conversación fascinante y virtudes personales, hacían de ella una mujer única. Gracias a ella poseía excelentes principios que le guiaban siempre hacia el bien y le impedían, a pesar de la fogosidad de sus veinticinco años, desmerecer la estimación pública.

Es justo reconocer que gozaba de una indulgencia de la que otros no disfrutaban, pues su madre poseía el arte de excusarlo censurándole, y de recomendar indulgencia cuando realmente la imploraba. Era una de esas mujeres que, habiendo atravesado por épocas muy diferentes en su vida, aceptaban la ductilidad de su destino y se crecían ante las adversidades; una de esas mujeres que escaparon a los cadalsos del 93[15]; a la corrupción del Directorio[16], a las vanidades del Imperio y los rencores de la Restauración; mujeres únicas, cuya especie se está extinguiendo. Fue en un baile en la residencia del embajador de España, donde Raymon hizo su reaparición en sociedad.

—El señor de Ramière, si no me equivoco —dijo una hermosa mujer a su acompañante.

—Es un cometa que aparece y desaparece —respondió esta—. Hacía un siglo que no oía hablar de ese apuesto joven.

La mujer que hablaba de ese modo era extranjera y entrada en años. Su acompañante se ruborizó ligeramente.

—Es un joven agraciado —dijo—. ¿No es cierto, señora?

—Adorable, le doy mi palabra —dijo la anciana siciliana.

—Apostaría —observó un atractivo coronel de la guardia— a que hablan del héroe de los salones eclécticos, el bronceado Raymon.

—Tiene un rostro digno de estudio —se incorporó a la conversación una joven, que era la esposa del coronel.

—Y lo que quizá le guste aún más, una mala cabeza —dijo el coronel, dirigiéndose a la anciana.

—¿Por qué mala cabeza? —preguntó ella.

—Pasiones meridionales, señora, y dignas del radiante sol de Palermo.

Dos o tres jóvenes inclinaron sus hermosas cabezas cargadas de flores para escuchar las palabras del coronel.

—Este año ha hecho verdaderos estragos en la guarnición —continuó—. El resto nos veremos obligados a buscar disputa con ese joven para desembarazarnos de él.

—Si es otro Lovelace[17], peor para él —dijo una jovencita con aire burlón—. No soporto a las personas a las que todo el mundo adora.

La condesa ultramontana esperó a que el coronel se alejara y, dando un ligero golpe con su abanico en la mano de la señorita de Nangy, le dijo:

—No hable así; usted no sabe si estamos ante un hombre que solo desea ser querido.

—¿Entonces piensa que para ellos es suficiente con desearlo? —preguntó la joven con grandes ojos sardónicos.

—¡Señorita! —exclamó el coronel, que se había acercado de nuevo para invitarla a bailar—. ¡Procure que el apuesto Raymon no la escuche!

La señorita de Nangy se echó a reír; pero, en toda la velada, el gracioso grupo del que formaba parte no osó volver a hablar del señor de Ramière.

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