Indiana

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Primera parte » Capítulo VIII

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VIII

Me parece reconocer esas facciones —le dijo a Noun, esforzándose por aparentar cierto aire de indiferencia.

—¡Vaya! —exclamó la joven, depositando el desayuno sobre la mesa—. Señor, no es apropiado querer descubrir los secretos de mi señora.

Aquella reflexión hizo palidecer a Raymon.

—¿Secretos? —dijo—. Si tiene un secreto, tú serás su confidente, Noun, por lo que eres doblemente culpable de haberme arrastrado a esta habitación.

—¡Oh!, no es un secreto —respondió Noun sonriendo—. El propio señor Delmare ayudó a colgar el retrato de sir Ralph en esta pared. ¿Acaso podría mi señora tener secretos con un esposo tan celoso?

—¿Sir Ralph, dices? ¿Quién es sir Ralph?

Sir Rodolphe Brown, el primo de la señora, su amigo de la infancia y, podría decir, el mío también. ¡Es tan bueno!

Raymon observaba el cuadro con sorpresa e inquietud.

Ya hemos dicho que sir Ralph, en las distancias cortas, era un apuesto muchacho, pálido y de tez sonrosada, de generosa estatura y abundante cabellera, vestido siempre elegantemente y capaz, si no de volver loca a una mente novelesca, sí al menos de satisfacer a una mujer más racional. El pacífico baronet estaba representado con su traje de caza —más o menos como pudimos verle en el primer capítulo de esta narración— y rodeado de sus perros, a cuyo frente la preciosa grifona Ophélia había posado exhibiendo orgullosa el tono gris argentado de sus bigotes y la pureza de su raza escocesa. Sir Ralph sostenía un cuerno de caza en una mano y la brida de un magnífico caballo inglés gris tordo en la otra, que ocupaba casi la totalidad del fondo del cuadro. Era una obra admirablemente ejecutada, un verdadero cuadro de familia con una absoluta perfección en los detalles, una absoluta puerilidad de semejanzas y una absoluta minuciosidad burguesa; un retrato capaz de provocar el llanto de una nodriza, el ladrido de los perros y el jubiloso éxtasis de un sastre. Solo había una cosa en el mundo más insignificante que aquel retrato: el original.

Sin embargo, suscitó en Raymon un violento sentimiento de cólera.

«¡Cómo!», se dijo. «¡De modo que este inglés tan joven y cabal tiene el privilegio de ser admitido en la estancia más secreta de la señora Delmare! ¡Su insípida imagen, siempre ahí, contemplando fríamente los actos más íntimos de su vida! ¡La vigila, la espía, sigue todos sus movimientos, la posee a todas horas! Por la noche la ve dormir y descubre el secreto de sus sueños. Por la mañana, cuando se levanta nívea y temblorosa de su cama, observa su delicado pie posarse descalzo sobre la alfombra; y, cuando se viste con discreción, cuando cierra las cortinas de su ventana prohibiendo a la misma luz del día filtrarse impertinentemente hasta ella; aun cuando se cree a solas, en la más absoluta intimidad, ¡esta insolente figura permanece ahí, deleitándose con sus lágrimas! Este hombre, calzado con sus botas de caza, preside su tocador».

—¿Esta gasa cubre habitualmente el retrato? —preguntó a la doncella.

—Siempre que la señora está ausente —respondió—. Pero no se moleste en colocarla de nuevo; la señora llegará en pocos días.

—En ese caso, Noun, haría bien en decirle que este personaje tiene cierto aire de impertinencia… Yo, en el lugar del señor Delmare, no habría consentido que colocaran el cuadro aquí sin haberle arrancado antes los ojos… Pero, ya ve, ¡así son los burdos celos de los maridos! Capaces de imaginárselo todo y, en realidad, no comprender nada.

—¿Qué tiene contra el bueno del señor Brown? —pregunto Noun mientras hacía la cama de su señora—. ¡Es un amo excelente! Antes no le tenía en mucha estima, pues la señora siempre decía que era egoísta, pero desde el día en que le dispensó sus cuidados…

—En efecto —interrumpió Raymon—, fue él quien me socorrió; ahora lo reconozco. Pero su interés únicamente se debió a los ruegos de la señora Delmare…

—¡Es tan buena, mi señora! —exclamó la pobre Noun—. ¿Quién no se volvería bondadoso a su lado?

Mientras Noun hablaba de la señora Delmare, Raymon la escuchaba con un interés del que ella no desconfiaba.

Así pues, la jornada transcurrió apaciblemente sin que Noun osara dirigir la conversación hacia su verdadero objetivo. Finalmente, al atardecer, hizo un esfuerzo y le obligó a declarar sus intenciones. La voluntad de Raymon no era otra que desembarazarse de un testigo peligroso y de una mujer a la que ya no amaba. Pero, queriendo asegurar su suerte, le propuso tembloroso las más liberales ofertas…

Aquella afrenta procuró una gran amargura a la infeliz muchacha; se arrancó los cabellos, y se habría abierto la cabeza si Raymon no hubiera empleado toda su fuerza para impedírselo. Entonces, haciendo gala de todos los recursos lingüísticos e intelectuales que la naturaleza le había otorgado, le hizo comprender que no era a ella, sino a la criatura de la que iba a ser madre, a quien quería brindar sus recursos.

—Es mi deber —le dijo—; te lo ofrezco a título de herencia, y devendrías culpable si tus falsos escrúpulos te impelieran a rechazarla.

Noun se calmó; enjugó sus lágrimas.

—De acuerdo —respondió—. Acepto si promete amarme; pues, no por cumplir con el hijo, queda exculpado con la madre. Porque a él, su generosidad le hará vivir; pero a mí, su indiferencia me matará. ¿No podría emplearme a su servicio? Créame que no estoy siendo exigente; no ambiciono más de lo que quizá cualquier otra en mi lugar habría tenido la destreza de conseguir. Permítame ser su sirvienta. Consiéntame entrar al servicio de su madre. Estará contenta conmigo, se lo juro; y, si usted dejara de amarme, al menos podría verle.

—Lo que me pides es imposible, mi querida Noun. En tu estado, no puedes aspirar a servir en casa alguna; y, engañar a mi madre, abusar de su confianza, sería una bajeza que no consentiré jamás. Márchate a Lyon o a Burdeos; me encargaré de que nada te falte hasta el momento en que puedas volver a aparecer en público. Entonces, te recomendaré a alguna persona de mi confianza, en el mismo París, si así lo deseas… si tu propósito es estar cerca de mí… pero bajo el mismo techo, eso es imposible.

—¡Imposible! —exclamó Noun, juntando las manos con gesto desgarrador—. Ya veo que me desprecia, se avergüenza de mí. Pues bien, no, no me separaré de usted; no me iré sola y humillada a morir abandonada en alguna ciudad lejana donde usted me olvidaría. ¡Qué me importa mi reputación! ¡Es su amor lo que quiero preservar!

—Noun, si temes que te engañe, ven conmigo. El mismo carruaje nos conducirá al lugar que elijas; donde quieras, excepto a París o a casa de mi madre; yo te seguiré y te prodigaré las atenciones que te debo.

—¡Sí, para abandonarme al día siguiente de haberme alojado como una carga inútil en una tierra extraña! —dijo sonriendo amargamente—. No, señor, no; me quedaré: no quiero perderlo todo de un plumazo. Hubiera renunciado a todo por seguirle, incluso a la persona que más quería en el mundo antes de conocerle a usted; pero no tengo en tan alta estima mi honor como para sacrificar mi amor y mi amistad. Me arrojaré a los pies de la señora Delmare, le confesaré todo y ella me perdonará, lo sé; porque es buena, y es mi hermana de leche. Jamás nos hemos separado y no querrá que la abandone, llorará conmigo, me cuidará, querrá a mi hijo, ¡mi pobre hijo! Y, ¡quién sabe si, al verse privada de la dicha de ser madre, tal vez lo críe como si fuera suyo! ¡Ah! ¡He sido una necia al querer abandonarla, pues es la única persona en este mundo que se apiadará de mí!

Raymon se hallaba inmerso en una gran confusión a causa de esta resolución, cuando de pronto se escuchó el ruido de un carruaje en el patio. Noun, asustada, corrió a la ventana.

—¡Es la señora Delmare! —gritó—. ¡Huya!

En aquel momento de confusión, fue imposible encontrar la llave de la escalera secreta. Noun tomó el brazo de Raymon y lo arrastró precipitadamente hacia el corredor; pero, apenas habían llegado a la mitad de este cuando oyeron que alguien caminaba por la misma galería; la voz de la señora Delmare se hizo perceptible a tan solo diez pasos de ellos, y el candelabro que llevaba el criado que la acompañaba proyectó su vacilante resplandor sobre sus aterrorizadas figuras. Noun, arrastrando de nuevo a Raymon, solo tuvo tiempo de volver sobre sus pasos y regresar con él al dormitorio.

El cuarto de baño, ubicado tras una puerta acristalada, podía ofrecerles un refugio temporal; pero no había modo alguno de encerrarse dentro, y la señora Delmare podía entrar allí en cualquier momento. Para evitar ser sorprendido de manera inminente, Raymon se vio obligado a entrar en la alcoba y ocultarse detrás de las cortinas. Era improbable que la señora Delmare se acostara pronto y, hasta entonces, Noun podía hallar el momento favorable para hacerle huir.

Indiana entró precipitadamente, arrojó su sombrero sobre la cama y abrazó a Noun con la familiaridad de una hermana. La penumbra que reinaba en la estancia le impidió advertir la emoción de su acompañante.

—¿Me esperabas? —preguntó acercándose a la chimenea—. ¿Cómo sabías de mi llegada?

Y, sin esperar su respuesta, agregó:

—El señor Delmare llegará mañana. Al recibir su carta me puse inmediatamente en camino. Tengo mis razones para recibirle aquí, y no en París. Ya te las contaré. Pero habla, dime algo; no pareces tan contenta de verme como de costumbre.

—Estoy triste —dijo Noun, arrodillándose ante su señora para ayudarla a descalzarse—. También yo debo hablarle, pero más tarde; ahora, acompáñeme al salón.

—¡Dios me libre! ¡Vaya idea! Allí hace un frío mortal.

—No, la chimenea está encendida.

—¡Estás soñando! Acabo de pasar por allí.

—Pero su cena la aguarda.

—No quiero cenar; además, no hay nada preparado. Vete a buscar mi chal, lo he olvidado en el carruaje.

—Iré luego.

—¿Por qué no ahora? ¡Vamos, vamos!

Mientras pronunciaba estas palabras, empujaba a Noun con aire jovial y esta, viendo que las circunstancias requerían valor y sangre fría, decidió ausentarse solo unos instantes. Pero, apenas abandonó la estancia, la señora Delmare echó el cerrojo y, despojándose de su capa, la depositó sobre la cama junto al sombrero. Al hacerlo, se aproximó tanto a Raymon que este retrocedió instintivamente; la cama, apoyada sobre unas ruedas al parecer sensibles al más mínimo contacto, cedió con un ligero ruido.

La señora Delmare, sorprendida más que asustada, pues ella misma podría haber empujado la cama, alargó la cabeza, descorrió un poco la cortina y descubrió, bajo la penumbra que proyectaba el fuego de la chimenea, la silueta de un hombre reflectada en la pared.

Aterrada, lanzó un grito y se precipitó hacia la chimenea para apoderarse de la campanilla y pedir auxilio. Raymon hubiera preferido pasar de nuevo por un ladrón antes que ser sorprendido en semejante coyuntura. Pero, si no optaba por esta última opción, la señora Delmare llamaría a su servicio y ella misma se vería comprometida. Confiado en el amor que le había inspirado, se abalanzó sobre ella intentando detener sus gritos y alejando la campanilla, mientras entre susurros —temeroso de que Noun, que sin duda no se hallaba muy lejos, pudiera oírle— le decía:

—Soy yo, Indiana, míreme y perdóneme. ¡Indiana! Perdone a este desgraciado que por usted ha perdido la razón y que no ha podido afrontar el hecho de que regresara junto a su esposo antes de verla una vez más.

Y, cuando aferraba a Indiana entre sus brazos, con el doble propósito de enternecerla e impedir que tocara la campanilla, Noun, angustiada, llamó a la puerta. La señora Delmare, zafándose de los brazos de Raymon, corrió a abrir y finalmente acabó desmayándose sobre un sillón.

Pálida y cercana a la muerte, Noun se arrojó contra la puerta del corredor para evitar que los criados, en sus idas y venidas, presenciaran aquella insólita escena; más pálida aún que su señora, con las rodillas temblorosas, la espalda apoyada contra la puerta, esperaba su destino. Raymon pensó que, con cierta habilidad, aún podría engañar a aquellas dos mujeres.

—Señora —dijo arrodillándose ante Indiana—, mi presencia aquí le parecerá un ultraje; heme aquí, a sus pies, implorando su perdón. Concédame unos momentos a solas con usted y podré explicarle…

—Cállese, caballero, y salga de aquí —exclamó la señora Delmare, recobrando toda la dignidad de su papel—; y hágalo públicamente. Noun, abre esa puerta y deja pasar al caballero, a fin de que todos mis criados le vean y la vergüenza de su proceder recaiga sobre él.

Noun, creyéndose descubierta, corrió a arrodillarse junto a Raymon. La señora Delmare, en silencio, la contemplaba sorprendida.

Raymon quiso tomar su mano, pero ella la retiró con indignación. Roja de ira, se levantó y le indicó la puerta:

—¡Salga! Le digo que salga —repitió—. ¡Fuera! Su conducta es infame. ¿Son estos sus métodos, caballero? ¿Esconderse en mi dormitorio como un vulgar ladrón? ¡Veo que ha tomado por costumbre entrar en casa de los demás! ¿Es este el casto amor que anoche me juraba? ¿Es así como piensa protegerme, respetarme y defenderme? ¿Es esta la adoración que me profesa? A la mujer que le socorrió con sus propias manos; la mujer que, para devolverle a la vida, desafió la ira de su esposo; y usted abusa de su confianza con una fingida gratitud, jurándole un amor digno de ella y, en pago a sus cuidados, en pago a su credulidad, ¡osa sorprender su sueño y acelerar su triunfo con quién sabe qué clase de infamia! Se gana a su doncella, se desliza casi hasta su cama, como un feliz amante, sin temor a involucrar a sus criados en el secreto de una inexistente intimidad. ¡Váyase, caballero! ¡Se ha encargado de desengañarme bien pronto! ¡Salga, le digo! ¡No permanecerá ni un solo instante más en mi casa! Y tú, criatura miserable que tan poco respetas el honor de tu señora, mereces que te eche de mi casa. ¡Apártate de la puerta, te digo!

Noun, tan sorprendida como desesperada, tenía su mirada clavada en Raymon, como suplicándole una explicación ante aquel inaudito misterio. Entonces, desconcertada y temblorosa, se arrastró ante Indiana y, aferrando firmemente su brazo, exclamó rechinando los dientes de ira:

—¿Qué es lo que ha dicho? ¿Este hombre estaba enamorado de usted?

—¡Ja! ¡Bien lo sabes, sin duda! —respondió la señora Delmare, empujándola con fuerza y desprecio—. Bien sabes qué motivos puede tener un hombre para ocultarse tras las cortinas de la alcoba de una mujer. ¡Ah! ¡Noun! —agregó viendo la desesperación de la joven—. Es una inexcusable vileza de la que jamás te hubiera creído capaz. ¡Pretendías vender el honor de aquella que tanta fe tenía en el tuyo!

La señora Delmare lloraba lágrimas de ira, pero también de dolor. Jamás Raymon la había visto tan bella, aunque apenas se atrevía a mirarla, pues su orgullo de mujer ultrajada le forzaba a bajar la mirada. Permanecía allí, consternado, petrificado por la presencia de Noun. Si se hubiera encontrado a solas con la señora Delmare, tal vez hubiera sido capaz de calmarla. Pero la expresión de Noun era terrible; la furia y el odio habían descompuesto su semblante.

Un golpe en la puerta hizo que se estremecieran los tres. Noun se abalanzó de nuevo hacia ella para impedir la entrada a la habitación; pero la señora Delmare, apartándola con autoridad, indicó a Raymon con gesto imperativo que se retirase a una esquina de la alcoba. Entonces, con esa sangre fría que le caracterizaba en momentos de crisis, se envolvió en un chal, entreabrió ella misma la puerta y preguntó al criado que había llamado qué sucedía.

—El señor Rodolphe Brown acaba de llegar —respondió—. Desea saber si la señora quiere recibirle.

—Dígale al señor Brown que me es muy grata su visita y que ahora iré a recibirle. Encienda la chimenea del salón y haga que preparen la cena. ¡Un momento! Vaya a buscar la llave del jardín pequeño.

El sirviente se alejó. La señora Delmare permaneció en pie, siempre con la puerta entreabierta, sin dignarse a escuchar a Noun y exigiendo imperiosamente el silencio de Raymon.

El criado regresó tres minutos después. La señora Delmare, manteniendo el batiente de la puerta entre él y el señor de Ramière, tomó la llave, le ordenó que acelerase los preparativos de la cena y, cuando se fue, dijo, dirigiéndose a Raymon:

—La llegada de mi primo, sir Brown, le ha salvado del escándalo al que pretendía someterle; es un hombre de honor y asumiría ardientemente mi defensa; no obstante, sería una persona terrible si expusiera la vida de un hombre como él contra la de un hombre como usted, y por tanto le permito marcharse sin hacer ruido alguno. Noun, que le ha hecho entrar aquí, sabrá cómo hacerle salir. ¡Fuera!

—Volveremos a vernos, señora —respondió Raymon aparentando gran seguridad—. Y, aunque soy culpable, tal vez lamente la dureza con la que ahora me trata.

—Espero, caballero, que no volvamos a vernos jamás respondió ella.

Y, aún en pie, sosteniendo la puerta, y sin dignarse a inclinar la cabeza, le vio salir con su temblorosa y miserable cómplice.

A solas con ella, en medio de la oscuridad del jardín, Raymon esperaba sus reproches. Noun, sin pronunciar palabra, le condujo hasta la verja del jardín auxiliar y, cuando quiso tomar su mano, ya había desaparecido. La llamó entre susurros porque ansiaba conocer su suerte, pero ella no le respondió y, apareciendo el jardinero, le dijo:

—Vamos, caballero, retírese; la señora ha llegado y podría descubrirle.

Raymon se alejó con el alma desgarrada; pero, en su dolor por su agravio a la señora Delmare, casi olvidó a Noun y solo pensaba en el modo de aquietar a la primera. Era propio de su naturaleza irritarse ante los obstáculos e implicarse apasionadamente ante circunstancias desesperadas.

Por la noche, cuando la señora Delmare —después de haber cenado en absoluto silencio con sir Ralph— se retiró a su dormitorio, Noun aún no había regresado, como de costumbre, para ayudarla a desvestirse. La llamó en vano y, tras concluir que se trataba de un acto de evidente rebeldía, cerró la puerta y se acostó. Pero pasó una noche terrible y, apenas amaneció, bajó al jardín. Tenía fiebre y necesitaba que el aire gélido calmara el fuego que devoraba su pecho.

El día anterior, a aquella misma hora, se sentía feliz abandonándose a la novedad de aquel amor embriagador. ¡Cuántas horribles decepciones en tan solo veinticuatro horas! Para empezar, la noticia del regreso de su esposo varios días antes de lo previsto; aquellos cuatro o cinco días que esperaba pasar en París eran para ella toda una vida de felicidad a la que no hubiera deseado poner fin; todo un sueño de amor del que no hubiera querido despertar.

Pero aquella mañana se vio obligada a renunciar a él, a someterse nuevamente al yugo y regresar antes que su marido para que este no coincidiera con Raymon en casa de la señora de Carvajal. Porque Indiana creía que sería imposible engañar a su esposo si la veía en presencia de Raymon. Y ahora, ¡aquel Raymon al que idolatraba como a un Dios la había ultrajado vilmente! Y, además, ¡la compañera de su vida, la joven criolla a la que veneraba, se revelaba de pronto indigna de su confianza y de su estima! La señora Delmare había llorado toda la noche.

Al salir, se dejó caer sobre el césped aún escarchado en aquel gélido amanecer, a la orilla del pequeño río que atravesaba el parque. Transcurrían los últimos días de marzo y la naturaleza comenzaba a despertar; la mañana, a pesar del frío, no carecía de encantos; copos de niebla dormían aún sobre el agua como un echarpe flotante y los pájaros ensayaban sus primeros cantos de amor y primavera.

Indiana se sintió aliviada y un sentimiento religioso se apoderó de su alma.

—Es la voluntad de Dios —dijo—. Su providencia me ha iluminado bruscamente, pero ha sido mi fortuna. Tal vez ese hombre me hubiera arrastrado a una vida de vicio y perdición; en su lugar, la vileza de sus sentimientos se me ha revelado y, de ahora en adelante, estaré en guardia frente a la tormentosa y funesta pasión que fermentaba en mi seno. Amaré a mi esposo… ¡lo intentaré! Al menos mostraré sumisión; no volveré a contradecirle procurando así su felicidad; evitaré todo cuanto pueda despertar sus celos; pues, ahora, soy consciente de la poca credibilidad que subyace en la falaz elocuencia que tan bien saben derrochar los hombres con las mujeres. Quizá encuentre la dicha, si Dios se apiada de mis aflicciones y me envía bien pronto la muerte.

El ruido del molino que ponía en funcionamiento la fábrica del señor Delmare comenzaba a hacerse oír más allá de los sauces de la orilla opuesta. El río, precipitándose hacia las esclusas apenas abiertas, se agitaba ya en su superficie.

Y, cuando la melancólica mirada de la señora Delmare seguía el curso más rápido del agua, vio flotar entre los juncos lo que parecía un montón de trapos que la corriente se esforzaba en arrastrar. Se levantó, se inclinó sobre el agua y distinguió las ropas de una mujer; unas ropas que conocía muy bien. El miedo la paralizó, pero el agua continuaba su curso, liberando lentamente un cadáver de entre los juncos donde se había quedado atrapado, dirigiéndolo hacia la señora Delmare.

Un grito desgarrador atrajo a los obreros de la fábrica hasta aquel lugar; la señora Delmare yacía desmayada sobre la orilla y el cadáver de Noun flotaba, ante ella, sobre el agua.

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