Indiana

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Segunda parte » Capítulo X

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X

Para Raymon no era cuestión de fanfarronería o de orgullo herido, pues anhelaba más que nunca el amor y el perdón de la señora Delmare. Pensaba que era algo imposible, y ningún otro amor de mujer, ninguna otra dicha en la tierra, tenían valor alguno para él. Era su naturaleza. Una insaciable avidez de acontecimientos y emociones devoraba su existencia. Adoraba la vida en sociedad con sus leyes y restricciones porque le ofrecía grandes raciones de combate y resistencia; y, si le aterraban la agitación y la licencia, era porque estas le prometían tibios y fáciles placeres. No crean por ello que había permanecido insensible a la pérdida de Noun. En un primer momento se horrorizó de sí mismo y cargó sus pistolas con la sincera intención de levantarse la tapa de los sesos; pero un loable sentimiento le detuvo. ¡Qué sería de su madre… su anciana y frágil madre! Aquella infeliz mujer con un pasado tan agitado y doloroso, que solo vivía para él, su único bien, su única esperanza. ¿Era justo romper su corazón, acortar los pocos días que le quedaban? No, de ningún modo. La mejor manera de reparar su crimen era consagrarse, de ahora en adelante, a su madre; y con dicha intención regresó junto a ella a París, y puso todo su empeño en que olvidara aquella especie de abandono en el que la había sumido durante gran parte del invierno.

Raymon ejercía gran influencia en todo lo que le rodeaba; porque, bien mirado, con sus defectos y deslices de juventud, era un hombre superior al resto. No hemos mencionado los argumentos que cimentaban su reputación de hombre ingenioso y talentoso porque se alejaban de los acontecimientos que nos ocupan; pero, es tiempo de revelarles que ese Raymon, del que han sido testigos de sus debilidades y del que, tal vez, han censurado su frivolidad, es uno de los hombres que más poder e influencia ejerció en las ideas de muchos franceses, cualquiera que sea hoy en día la opinión de estos. Ustedes han devorado con ansia sus panfletos políticos, y se habrán visto arrastrados con frecuencia, mientras hojeaban los periódicos de entonces, por el irresistible encanto de su estilo y los atractivos de su caballerosa y mundana lógica.

Les hablo de un tiempo bien lejano al nuestro, en el que ya no computamos por siglos ni reinados, sino por ministerios. Les hablo del año de Martignac[25], de una época de tranquilidad e incertidumbre, precipitada en medio de nuestra era política, no como un tratado de paz sino cual convenio de armisticio; de esos quince meses del reinado de las doctrinas que tan singularmente influyeron en los principios y la moral y que, tal vez, prepararon el insólito final de nuestra última revolución.

Fue en aquel tiempo cuando florecieron jóvenes talentos, desventurados por haber nacido en días de transición y transacción, puesto que ellos pagaron su tributo a las conciliadoras y laxas disposiciones de la época. Jamás, que yo sepa, había llegado tan lejos el arte de la elocuencia, la ignorancia o el disimulo. Fue aquel el reinado de las restricciones, y no sabría decir qué tipo de gente abusó más de ellas: los jesuitas de sotana corta o los abogados de toga larga. La moderación política enraizó como ya lo hiciera la cortesía en las formas, y ocurrió con esta primera especie de urbanidad lo mismo que con la segunda: sirvió de máscara a las antipatías, enseñándoles a combatir sin escándalo o alboroto. Sin embargo, es preciso matizar, en descargo de los jóvenes de la época, que, con frecuencia, se veían remolcados como las embarcaciones ligeras por los grandes navíos, sin saber muy bien hacia dónde eran conducidos, felices y orgullosos de surcar las aguas e izar sus flamantes velas.

Emplazado por nacimiento y fortuna entre los partidarios de la monarquía absoluta, Raymon sacrificó los ideales juveniles de su tiempo abrazando religiosamente la Carta[26]: al menos, así lo creía, e hizo todos los esfuerzos por demostrarlo. Pero las convenciones caídas en desuso están sujetas a interpretación y, al igual que el Evangelio de Jesucristo, a ello se vio abocada la Carta de Luis XVIII: no era más que un texto sobre el que todos ejercitaban su elocuencia, sin que de cada discurso se extrajera más consecuencia que un sermón. Época de lujo e indolencia, donde, al borde de un abismo insondable, la civilización se adormilaba, ávida de gozar de sus últimos placeres.

Así pues, Raymon se encontraba en la línea intermedia entre el abuso de poder y el de la licencia; arenas movedizas donde las gentes de bien buscaban todavía, en vano, un abrigo ante la tormenta que se estaba gestando. A él, como a otros muchos cerebros sin experiencia, el rol de articulista concienzudo le parecía aún posible. Tremendo error en un tiempo en que, por ambas partes, solo se fingía apelar a la voz de la razón para, indudablemente, acallarla. Carente de pasiones políticas, se creía Raymon un hombre sin intereses; se equivocaba. Porque la sociedad, organizada como estaba en aquella época, le era favorable y ventajosa; no podía reestructurarse sin menoscabar el bienestar común. Y qué mejor enseñanza para los moderados que esa perfecta quietud coyuntural que se traslada al pensamiento. ¿Qué hombre es lo bastante ingrato con la Providencia como para reprocharle las desgracias ajenas, cuando de ella solo recibe alegrías y bonanzas? ¿Cómo persuadir a aquellos jóvenes simpatizantes de la monarquía constitucional de que la constitución estaba ya obsoleta, que suponía un lastre para el cuerpo social, debilitándolo, cuando ellos la consideraban liviana y no obtenían más que ventajas de ella? ¿Acaso cree en la miseria aquel que no la padece? Nada más fácil y habitual que engañarse a uno mismo cuando se goza de talento y se dominan los entresijos de la lengua; reina prostituta que desciende y se eleva a todas las esferas, se camufla, se adereza, se disfraza y se difumina; pleiteadora con respuesta para todo, siempre previsora, capaz de adoptar mil formas para adjudicarse la razón. El más honesto de los hombres es aquel que mejor piensa y procede; pero el más influyente es aquel que mejor escribe y se expresa.

Dispensado, gracias a su fortuna, de escribir por dinero, Raymon lo hacía por placer y —de buena fe, como él decía— por deber. Su insólita facultad para refutar con talento la verdad positiva, había hecho de él un hombre preciado para el ministerio, a quien servía mucho mejor con su crítica imparcial que sus títeres con su ciega abnegación; se revelaba aún más valioso para aquel refinado y joven mundo ansioso por renegar de sus ridículos privilegios ancestrales sin renunciar al beneficio de sus prebendas.

En verdad, eran hombres de gran talento aquellos que continuaban sosteniendo una sociedad próxima a precipitarse al abismo y que, suspendidos ellos mismos entre escollos, luchaban con calma y destreza contra la cruda realidad que estaba a punto de engullirles. Renegar de su suerte para forjar una convicción contraria a cualquier verosimilitud, y hacerla prevalecer cierto tiempo entre los hombres que no tenían convicción alguna, es el arte que crea una mayor confusión y que supera las facultades de cualquier rudo y burdo talento que no haya estudiado las verdades de recambio.

Apenas Raymon se adentró de nuevo en aquel mundo, su elemento natural y su patria, sintió nuevamente su influjo vital y excitante. Los pequeños intereses amorosos que tanto le habían preocupado se disiparon momentáneamente frente a intereses más elevados y brillantes. Desplegó ante ellos la misma audacia, el mismo ardor. Y, cuando se vio más solicitado que antaño por lo más distinguido de París, comprendió que amaba la vida como nunca antes. ¿Se le puede culpar por olvidar un secreto remordimiento para recoger la merecida recompensa por los servicios prestados a su país? Sentía en su joven corazón, en su activa cabeza, en su enérgico y robusto ser, que la vida se desbordaba por todos los poros de su piel; a su pesar, el destino quería verle feliz; y, entonces, suplicaba perdón a la sombra iracunda que, de vez en cuando, gimoteaba en sus sueños, por haber buscado en el afecto hacia los vivos un refugio ante los terrores de la tumba.

Apenas había retomado su vida, cuando sintió —al igual que le ocurriera en el pasado— la necesidad de mezclar sus pensamientos de amor y los proyectos de aventuras con sus meditaciones políticas y sus sueños ambiciosos y filosóficos. Y cuando hablo de ambición, no me refiero al honor o al dinero, que carecían de importancia para él, sino a la reputación y la popularidad aristocrática.

En un primer momento se había desesperado ante la idea de no volver a ver a la señora Delmare tras el trágico desenlace de su doble intriga. Pero, calculando la amplitud de su pérdida, melancólico ante la idea de que aquel tesoro se le escapaba, resurgió en él la esperanza de recuperarlo y, con ella, la voluntad y la confianza. Sopesó los obstáculos que encontraría y comprendió que los más difíciles de sortear vendrían, al comienzo, por parte de la propia Indiana; era preciso, pues, protegerse de su ataque, escudándose en su esposo. No suponía un recurso nuevo para él, pero era seguro; los maridos celosos son particularmente aptos para este género de servicio.

Quince días después de haber concebido esta idea, se encontraba Raymon en ruta hacia Lagny, donde se le esperaba para desayunar. No será el lector tan exigente como para pedirme que profundice en los servicios hábilmente prestados, gracias a los cuales encontró el medio de resultarle agradable al señor Delmare. Preferiría, puesto que estoy revelando los caracteres de los personajes de esta historia, esbozar velozmente el del coronel.

¿Saben ustedes a qué llaman hombre honesto en las provincias? A aquel que no allana el campo de su vecino, que no exige a sus deudores un sou[27] más de lo debido, que se quita el sombrero cada vez que le saludan; aquel que no fuerza a las muchachas en los caminos, que no incendia los graneros ajenos, que no asalta a los transeúntes oculto en una esquina de su cercado. Mientras respete religiosamente la bolsa y la vida de sus conciudadanos, nadie le pide cuentas. Puede golpear a su mujer, maltratar a los suyos, dejar a sus hijos en la ruina; a nadie le importa. La sociedad solo condena los actos que le perjudican; la vida privada no es de su incumbencia.

Tal era la moral del señor Delmare, pues jamás había conocido otro contrato social que el de «cada uno en su casa». Juzgaba las delicadezas del corazón como puerilidades femeninas y sutilezas sentimentales. Hombre sin espíritu, sin tacto ni educación, gozaba de una consideración más sólida de la que otorgan la bondad y la sabiduría. De anchas espaldas, poseía un puño vigoroso, manejaba a la perfección el sable y la espada, y con todo era muy pronto a sentirse ofendido. Como, por regla general, no acababa de entender las bromas, vivía permanentemente preocupado ante la idea de que pudieran burlarse de él. Incapaz de afrontarlas de manera conveniente, solo tenía un medio de defensa: imponer silencio a través de amenazas. Sus epígrafes predilectos versaban invariablemente sobre bastonazos a repartir y asuntos de honor a los que dar salida; por lo que, en la comarca, su nombre iba siempre acompañado del epíteto de «valiente», pues la bravura militar consiste, en apariencia, en poseer anchas espaldas y formidables bigotes, en imprecar y en echar mano de la espada ante cualquier mínima ofensa.

¡Dios me libre de creer que la vida en el campo embrutece a los hombres! Pero, permítanme que piense que son necesarias grandes dosis de educación para soportar estas costumbres de dominación pasiva y brutal. Aquel que haya servido, conocerá perfectamente la recurrente expresión entre los soldados, culotte de peau[28], y convendrá conmigo en que son muy numerosos entre los restos de las decadentes cohortes de adeptos imperiales. Estos hombres, reunidos e impelidos por una mano poderosa, lograron mágicas hazañas, se crecían como gigantes en el fragor de la batalla; pero, de vuelta a la vida civil, aquellos héroes no eran más que soldados, audaces y groseros compañeros que razonaban como máquinas; ¡felices cuando no procedían en sociedad como en tierra conquistada! Culpa del siglo, no suya. Espíritus ingenuos dieron crédito a las adulaciones de la gloria y se dejaron persuadir de que eran grandes patriotas por defender su patria: unos a pesar suyo, otros por dinero y honor. Y, ¿cómo la defendieron aquellos millares de hombres que abrazaron ciegamente el error de uno solo y que, tras haber salvado a Francia, la perdieron tan miserablemente? Y, además, si la entrega de los soldados por su capitán les parece grande y noble, de acuerdo; a mí también; pero yo lo llamo lealtad, no patriotismo. Felicito a los vencedores españoles, mas no les doy las gracias. En cuanto al honor del apellido francés, no comprendo en absoluto ese modo de instaurarlo entre nuestros vecinos, y dudo mucho que lo hicieran los generales del emperador en aquella triste época de nuestra gloria. Pero soy consciente de que nos está prohibido hablar imparcialmente sobre estos temas y, por lo mismo, guardaré silencio, dejando a la posteridad el encargo de juzgarlos.

El señor Delmare poseía todas las cualidades y defectos de aquellos hombres. Ingenuo hasta el infantilismo sobre ciertas delicadezas de honor, sabía conducir perfectamente sus intereses hacia el mejor fin posible, sin preocuparse del bien o el mal que podía ocasionar a los demás. La ley era toda su conciencia; el derecho, toda su moral. Era una de esas caducas y estrictas integridades que no piden por no devolver, que tampoco prestan por miedo a no recuperar. Era el hombre honesto que no toma por no dar; que preferiría la muerte antes de robar una gavilla de las tierras del rey, pero que le mataría sin dudar por una brizna hurtada de las suyas. Únicamente útil a sí mismo, no era perjudicial para nadie. No se inmiscuía en asuntos ajenos por temor a verse obligado a prestar algún servicio. Pero, cuando sentía que su honor le comprometía a prestarlo, nadie le aventajaba en celo y caballerosa franqueza. Confiado como un niño a la par que suspicaz como un tirano, creía en un falso juramento y desconfiaba de una promesa sincera. Al igual que en el estamento militar, las formas lo eran todo para él. La reputación le gobernaba hasta tal punto que el sentido común y la razón no influían en sus decisiones y, cuando decía «esto se hace», suponía un argumento sin posibilidad de réplica.

Poseía, por tanto, el carácter más opuesto a su mujer, el corazón menos capacitado para comprenderla, el espíritu más incapaz de apreciarla. Y, sin embargo, estaba convencido de que la esclavitud había engendrado en aquel corazón femenino una especie de virtuosa y muda aversión que no siempre era justa. La señora Delmare dudaba demasiado de la sensibilidad de su marido; él era simplemente un hombre duro, y ella le juzgaba cruel. Sus arrebatos se guiaban más por la rudeza que por la ira, por la grosería más que por la insolencia de sus modos. La naturaleza no le había hecho malvado; disfrutaba de momentos piadosos que le llevaban al remordimiento y, en su arrepentimiento, llegaba a ser casi sensible. En teoría, la vida en los campamentos había hecho aflorar la brutalidad en él. Con una esposa menos educada y dulce, habría sido un hombre más temeroso, como un lobo amaestrado; pero aquella mujer renegaba de su suerte; no se tomaba la molestia de procurar hacerle mejor persona.

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