Indiana

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Segunda parte » Capítulo XI

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XI

Cuando se bajó de su tílburi[29] a su llegada a Lagny, Raymon sintió que le fallaba el corazón. ¡A punto estaba de encontrarse nuevamente bajo el mismo techo que tan funestos recuerdos le evocaba! Sus razonamientos, de acuerdo a sus pasiones, podían hacerle vencer los impulsos de su corazón, mas no sofocarlos; y en aquel instante la sensación de arrepentimiento era tan intensa como la del deseo.

La primera figura que acudió a su encuentro fue sir Ralph Brown y, contemplándolo ataviado con su habitual traje de caza, flanqueado por sus perros y serio como un terrateniente escocés, creyó ver caminar al retrato que había descubierto en los aposentos de la señora Delmare. Pocos instantes después apareció el coronel, y el desayuno fue servido sin que Indiana hiciera acto de presencia. Raymon, atravesando el vestíbulo y pasando delante de la sala de billar, reconociendo los lugares que había atisbado bajo circunstancias tan diferentes, se sentía tan mal que apenas si recordaba el propósito de su visita actual.

—Definitivamente, la señora Delmare no baja —dijo el coronel a su factótum Lelièvre con cierta acritud.

—La señora ha dormido mal —respondió Lelièvre—, y la señorita Noun… —¡diantres, siempre me viene a la cabeza ese maldito nombre!—… la señorita Fanny, quiero decir, me ha dicho que la señora está descansando.

—Entonces, ¿cómo es posible que acabe de verla en su ventana? Fanny ha debido equivocarse. Vaya a advertir a la señora de que el desayuno está servido…; o, mejor aún, sir Ralph, mi querido pariente, ¿puede subir y comprobar usted mismo si su prima está realmente enferma?

Si el desgraciado nombre que, por costumbre, se le había escapado al mayordomo, provocó un doloroso escalofrío en los nervios de Raymon, la orden del coronel desencadenó en él una extraña sensación de cólera y celos.

«A su habitación», pensó. «No contento con colocar allí su retrato, le envía en persona. Este inglés goza de derechos que el propio marido no osa adjudicarse».

El señor Delmare, como si hubiera adivinado las reflexiones de Raymon, le dijo:

—No debe sorprenderle. El señor Brown es el médico de la casa, y además nuestro primo; es un excelente muchacho al que queremos de corazón.

Ralph se ausentó durante diez largos minutos, mientras Raymon permanecía abstraído e incómodo. Sin probar bocado, mantenía su mirada clavada en la puerta. Finalmente, el inglés reapareció.

—Realmente, Indiana no se encuentra bien —dijo—. Le he prescrito reposo.

Se sentó a la mesa con aparente tranquilidad y comió con voraz apetito. El coronel le emuló.

«Es evidente», pensó Raymon, «que se trata de un pretexto para no verme. Ninguno de estos dos hombres lo sospecha, y el marido está más molesto que atormentado por el estado de su esposa. Perfecto, mis planes marchan mejor de lo esperado».

La dificultad resucitó su ánimo, y la imagen de Noun se desdibujó de aquellas sombrías paredes que, en un principio, le habían paralizado de miedo. Bien pronto, la única figura que vio errar fue la liviana silueta de la señora Delmare. En el salón, sentado ante su bastidor, examinó —mientras conversaba y fingía preocupación— las flores de su bordado, tocó las sedas, respiró el aroma que sus finos dedos habían dejado impregnado en ellas. Ya había visto aquella labor en el dormitorio de Indiana; por aquel entonces, apenas la había comenzado; ahora aparecía cubierta de flores eclosionadas bajo el soplo de la fiebre, regadas con las lágrimas derramadas día a día. Raymon sintió las suyas aflorar a sus pupilas y, quién sabe por qué clase de empatía, alzando su triste mirada hacia el horizonte que Indiana tenía la melancólica costumbre de contemplar, divisó a lo lejos las blancas murallas de Cercy, que resaltaban sobre un fondo de grises tierras.

La voz del coronel le arrancó de su abstracción con un sobresalto.

—Vamos, mi buen vecino —le dijo—; es hora de cumplir con usted y mantener mi palabra. La fábrica se encuentra en plena ebullición y todos los obreros trabajando. Aquí tiene lápiz y papel para que pueda tomar notas.

Raymon siguió al coronel, examinó la fábrica con aire diligente y curioso e hizo observaciones que probaban que la química y la mecánica le eran igualmente familiares; del mismo modo se prestó con inconcebible paciencia a las eternas disertaciones del señor Delmare, participó de algunas de sus ideas y polemizó con otras y, en conjunto, se condujo de tal modo que demostraba un profundo interés, cuando lo cierto es que apenas le importaba y su único pensamiento era la señora Delmare.

A decir verdad, ninguna ciencia le era extraña, ni indiferente ningún descubrimiento; además, servía a los intereses de su hermano, que había invertido toda su fortuna en una explotación semejante, aunque más vasta. Los minuciosos conocimientos del señor Delmare, único género de superioridad que aquel hombre poseía, le presentaron en aquel momento la mejor oportunidad para brillar en la conversación. Sir Ralph, poco dotado para las artes comerciales pero gran erudito en cuestiones políticas, aportó, durante la inspección a la fábrica, consideraciones económicas de notable valía. Los obreros, ansiosos por demostrar sus habilidades ante un experto en la materia, se superaron a sí mismos en inteligencia y actividad. Raymon observaba, escuchaba y respondía, pero no pensaba más que en la cuestión amorosa que le había llevado a aquel lugar.

Cuando agotaron el tema del mecanismo interior, la conversación versó sobre el volumen y la fuerza del curso del agua. Salieron y, encaramados sobre la esclusa, encargaron al capataz que alzara las palas y comprobara los cambios de la crecida.

—Señor —dijo el hombre dirigiéndose al señor Delmare, que había fijado el máximo nivel a quince pies—, disculpe, pero este año lo hemos visto alcanzar los diecisiete.

—¿Cuándo ha sido? Se equivoca —dijo el coronel.

—Perdón, señor, sucedió la víspera de su regreso de Bélgica; la noche en que encontramos ahogada a Noun; prueba de ello es que el cuerpo pasó por encima del dique que está más bajo y solo se detuvo aquí, justo donde se encuentra el caballero.

Hablando con tono animado, el obrero indicó el lugar que ocupaba Raymon. El infeliz muchacho se tornó pálido como la muerte; lanzó una aterrorizada mirada sobre el agua que circulaba bajo sus pies y le pareció, viendo reflejado su lívido rostro, que el cadáver flotaba aún en la superficie. Sufrió un vértigo, y hubiera caído al río si el señor Brown no le hubiera sujetado por el brazo y arrastrado lejos de la orilla.

—De acuerdo —dijo el coronel sin percatarse de nada pues, como Noun no ocupaba sus pensamientos, ni siquiera sospechó del estado de Raymon—. Pero se trata de una excepción y la fuerza media del cauce es de… ¿Pero qué diablos hacen ustedes dos? —dijo, interrumpiéndose de repente.

—Nada —respondió sir Ralph—; al girarme he pisado al caballero. Lo siento, de veras; he debido hacerle mucho daño.

Sir Ralph respondió con tanta calma y naturalidad que Raymon se convenció de que realmente creía que había sucedido así. Intercambiaron algunas palabras de disculpa y la conversación retomó su curso.

Raymon abandonó Lagny pocas horas después sin haber visto a la señora Delmare. Resultó mejor de lo que esperaba, pues temía que lo hubiera recibido con frialdad e indiferencia.

Sin embargo, no le acompañó la suerte cuando regresó. El coronel se encontraba solo en aquella ocasión; Raymon puso en juego todos sus recursos para monopolizarle, deshaciéndose en halagos hacia Napoleón —por quien ya no sentía simpatía alguna—, deplorando la indiferencia con la que el gobierno había abandonado, e incluso despreciado, a los ilustres veteranos del Ejército Imperial Francés, llevando su oposición tan lejos como sus principios le permitieron y, seleccionando, de entre todos sus ideales políticos, aquellos que pudieran adular las creencias del señor Delmare. Mostró una personalidad totalmente opuesta a la suya propia con el propósito de ganarse su confianza; se transformó en un vividor, en un efusivo camarada, en un despreocupado bribón.

—¡Si algún día intenta conquistar a mi mujer…! —exclamó el coronel, observándolo mientras se alejaba.

Y, a continuación, se burló de sus propias reflexiones y pensó que Raymon era un muchacho encantador.

La señora de Ramière se encontraba por aquel entonces en Cercy. Raymon elogió ante ella las gracias y el talento de la señora Delmare y, sin apremiarla a realizarle una visita, empleó toda su destreza para inspirarle dicha idea.

—Por cierto —dijo ella—, es la única de mis vecinas que aún no conozco; y, como me he instalado recientemente, me corresponde a mí dar el primer paso. La próxima semana iremos juntos a Lagny.

Y ese día llegó.

«Ahora, ya no podrá evitarme», pensó Raymon.

En efecto, la señora Delmare no podía negarse a recibirle: cuando vio bajar del coche a una mujer anciana a la que no conocía en absoluto, ella misma salió a su encuentro al pie de la escalinata de la mansión. En ese momento, reconoció al hombre que la acompañaba, que no era otro que Raymon; entonces comprendió que había engañado a su madre para conseguir su propósito, y el desagrado que aquello le produjo le dio la fuerza para mantenerse digna y serena. Recibió a la señora de Ramière con una mezcla de respeto y afabilidad, pero su frialdad hacia Raymon fue tan glacial que este se sintió incapaz de soportarla durante mucho tiempo. Poco acostumbrado a los desprecios, su orgullo herido despertó la furia en él ante su incapacidad para vencer con una mirada el desdén que le tenían preparado. Entonces, interpretando el rol de un hombre indiferente a un capricho, pidió permiso para reunirse en el parque con el señor Delmare y dejó a solas a las dos mujeres.

Poco a poco, Indiana, rendida ante el atractivo encanto que una inteligencia superior —unida a un alma noble y generosa— sabe prodigar a sus amistades, se mostró a su vez buena, afectuosa y casi alegre con la señora de Ramière. No había conocido a su madre, y la señora de Carvajal, a pesar de sus regalos y alabanzas, distaba mucho de ser una para ella, de modo que también experimentó una especie de sincera fascinación por la madre de Raymon.

Cuando el joven se reunió con ellas, en el momento de subir al carruaje, vio a Indiana llevar a sus labios la mano que le tendía la señora de Ramière. La infeliz Indiana sentía la necesidad de encariñarse con alguien. Recibía con euforia todo cuanto le ofreciera una esperanza de afecto y protección en su solitaria y desgraciada vida y, además, pensaba que la señora de Ramière la preservaría de la trampa en la que Raymon quería hacerla caer.

«Me arrojaré a los brazos de esta extraordinaria mujer», pensó, «y, si es preciso, le confesaré toda la verdad. Le suplicaré que me salve de su hijo y su prudencia velará por él y por mí».

Bien distinto era el razonamiento de Raymon.

«¡Mi santa madre!», pensaba mientras regresaban juntos a Cercy. «Su gracia y su bondad obran milagros. ¡Cuánto le debo! Mi educación, mis éxitos, mi reputación. Solo me restaba la dicha de deberle el corazón de una mujer como Indiana».

Como puede apreciarse, el amor que Raymon profesaba hacia su madre se cimentaba en la necesidad que tenía de ella y en el bienestar que le ofrecía; esta es la razón por la que todos los niños aman a la suya.

Días más tarde, Raymon recibió una invitación para pasar tres días en Bellerive, una magnífica residencia de recreo que poseía sir Ralph Brown entre Cercy y Lagny, y donde, de común acuerdo con los mejores cazadores de la zona, se realizaría una batida para acabar con parte de la caza que devoraba los bosques y jardines del propietario. A Raymon no le agradaban ni sir Ralph ni la caza; pero la señora Delmare, en grandes ocasiones como aquella, acostumbraba a hacer los honores de anfitriona de la casa de su primo, y la esperanza de reencontrarse con ella resultó determinante.

El hecho es que, en esta ocasión, sir Ralph no contaba en absoluto con la señora Delmare, pues la joven se había excusado bajo el pretexto de su delicado estado de salud; el coronel, que se molestaba cuando su mujer buscaba distracciones, se enojaba aún más cuando rechazaba aquellas que él le permitía.

—¿Pretende hacer creer a toda la comarca que la tengo encerrada bajo llave? —dijo él—. Me hace usted pasar por un marido celoso, y ese es un papel muy ridículo que me niego a interpretar por más tiempo. Además, ¿a qué se debe esa falta de consideración hacia su primo? ¿Cree usted apropiado, cuando debemos el establecimiento y la prosperidad de nuestra industria a su amistad, negarle un servicio tan banal? ¡La necesita y usted vacila! No tolero sus caprichos. Todas las personas que detesto son bienvenidas a su lado, pero aquellas a las que aprecio tienen la desgracia de no contar con su aprobación.

—Me parece muy injusto su reproche —respondió la señora Delmare—. Quiero a mi primo como a un hermano, y nuestra amistad era ya muy antigua cuando la suya comenzó.

—Sí, sí, preciosas palabras, pero yo sé que no es lo bastante sentimental para usted, ¡pobre diablo! Le tilda de egoísta porque no le interesan las novelas y no llora la muerte de un perro. Por otra parte, no se trata únicamente de él. ¿Cómo recibió usted al señor de Ramière? ¡Un joven encantador, palabra de honor! La señora de Carvajal les presenta y usted lo acoge de maravilla; pero, para mi desgracia, le tomo afecto y usted lo encuentra insoportable. Y cuando llega a esta casa, se va usted a acostar. ¿Pretende hacerme pasar por un hombre sin modales? Es hora de que esto se acabe y se dedique a vivir como el resto de la humanidad.

Raymon juzgó inconveniente mostrarse excesivamente solícito; la sombra de la indiferencia casi siempre surte efecto en las mujeres que se creen amadas. Cuando llegó a casa de sir Ralph, comprobó que la partida de caza ya había comenzado a primera hora de la mañana y que la señora Delmare no haría acto de presencia hasta la hora de la cena. En ese intervalo preparó su táctica.

Decidió que debía buscar una buena defensa para justificar su conducta, pues el momento crítico se acercaba. Tenía dos días por delante, y resolvió invertir el tiempo de la siguiente manera: la jornada que estaba a punto de terminar, en conmover; el día siguiente, en persuadir; y el último, en ser feliz. Miró su reloj y calculó, por espacio de una hora más o menos, las posibilidades de éxito o fracaso de su empresa.

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