Indiana

Indiana


Tercera parte » Capítulo XIX

Página 27 de 41

XIX

Los proyectos del señor Delmare concordaban a la perfección con el deseo de Raymon; preveía que aquel amor, que en su cabeza estaba llegando a su fin, bien pronto solo le aportaría inconvenientes y molestias; se complacía de ver cómo los acontecimientos se desarrollaban de modo que pudieran preservarle de las fastidiosas e inevitables consecuencias de una intriga ya expirada. Para él, se trataba solo de aprovechar los últimos momentos de exaltación de la señora Delmare y de dejar después a su benévolo destino la labor de desembarazarle de sus llantos y reproches.

Así pues, al día siguiente se dirigió a Lagny con la intención de llevar al apogeo el entusiasmo de aquella desgraciada mujer.

—¿Sabe usted, Indiana —le dijo a su llegada—, la misión que me ha encomendado su esposo? ¡Extraño encargo, en verdad! Debo suplicarle que parta para la isla de Bourbon, exhortarla a abandonarme, a arrancarme el corazón y la vida. ¿Cree usted que ha elegido bien a su abogado?

La sombría seriedad de la señora Delmare impuso una especie de respeto a las artimañas de Raymon.

—¿Por qué me habla de esto? —preguntó ella—. ¿Acaso teme que no me deje persuadir? ¿Tiene miedo de que no obedezca? Tranquilo, Raymon, mi decisión está tomada: he pasado dos noches dándole vueltas; sé a qué me expongo; sé que será preciso resistir, sacrificar, desairar; estoy preparada para afrontar este rudo pasaje de mi destino. ¿No será usted mi apoyo y mi guía?

Raymon estuvo tentado de sucumbir al miedo ante aquella sangre fría y tomar al pie de la letra sus locas amenazas; pero en ese momento se atrincheró en su opinión de que Indiana no le amaba y que solo estaba aplicando a su causa la exaltación de sentimientos que había extraído de las novelas. Se esmeró en una apasionada elocuencia, en una dramática improvisación a fin de mantener el nivel de su novelesca amante y logró prolongar su error. Pero, para un oyente calmado e imparcial, aquella escena amorosa habría supuesto una ficción teatral que distaba mucho de la realidad. La desmesura de sentimientos, los poéticos ideales de Raymon, le habrían parecido una fría y cruel parodia de los verdaderos sentimientos que Indiana expresaba con tanta sencillez: uno, todo ingenio; la otra, todo corazón.

No obstante, como Raymon temía el cumplimiento de sus promesas si no minaba con destreza el plan de resistencia que ella había ideado, la persuadió de fingir sumisión o indiferencia hasta el momento en que pudiera declarar abiertamente su rebelión. Le dijo que, antes de pronunciarse, era preciso abandonar Lagny para evitar el escándalo ante sus criados y la peligrosa intervención de Ralph en sus proyectos.

Pero Ralph no se separó de sus desdichados amigos. En vano ofreció toda su fortuna y su palacio de Bellerive, y sus rentas en Inglaterra y la venta de sus plantaciones en las colonias; el coronel se mostró inflexible. Su cariño por Ralph había mermado; no quería deberle nada. Si Ralph hubiera gozado del talento y la habilidad de Raymon, tal vez hubiera podido convencerle; pero, tras argüir nítidamente sus ideas y declarado sus sentimientos, el pobre baronet creía haberlo dicho todo y no esperaba que se retractara de su negativa. Entonces, arrendó Bellerive y siguió al señor y la señora Delmare a París, a la espera de su partida hacia la isla de Bourbon.

Lagny, con la fábrica y sus dependencias, fue puesto en venta. El invierno transcurrió triste y sombrío para la señora Delmare. Raymon se encontraba también en París y la veía todos los días; se mostraba atento y afectuoso, pero apenas permanecía una hora en su casa. Llegaba cuando la cena había concluido y, en el momento en que el coronel salía por cuestiones de negocios, él hacía lo propio para frecuentar la sociedad. Sabemos que esta era la esencia, la vida de Raymon; precisaba del bullicio, del movimiento, de aquella multitud para respirar, para recobrar su espíritu, su desenvoltura, su superioridad. En la intimidad resultaba ameno; en sociedad se volvía brillante; y entonces ya no era el hombre de una camarilla cualquiera, el amigo de este o aquel: era el caballero inteligente que pertenecía a todos y para quien la sociedad era su patria.

Además, Raymon era un hombre de principios, como ya hemos mencionado. Cuando vio al coronel otorgarle toda su confianza y amistad, juzgarle como un modelo de honor y franqueza, erigirlo en mediador entre él mismo y su mujer, resolvió justificar aquella confianza, merecer su amistad, reconciliar a aquel marido con su esposa, repeler la predilección que por parte de esta última pudiera ocasionar un perjuicio a la tranquilidad del otro. Volvió a ser un hombre moral, virtuoso y filosófico. Ya veremos por cuánto tiempo.

Indiana, que no comprendía en absoluto semejante conversión, sufría horriblemente al verse relegada; sin embargo, tuvo aún la dicha de no admitir la ruina total de sus esperanzas. Se dejaba engañar fácilmente; no pedía nada más que ser engañada, ¡tan amarga y desolada era su vida real! Su esposo se había vuelto casi insociable. En público fingía el coraje y la estoica indiferencia de un hombre valeroso; de vuelta al secreto de su matrimonio, no era más que un niño irritable, severo y ridículo. Indiana era la víctima de sus enfados y, como veremos, ella era culpable en gran parte. Si hubiera alzado la voz, si hubiera protestado con ternura pero con vehemencia, Delmare, que no era más que un hombre tosco, se habría sonrojado ante la idea de verse juzgado como una persona cruel. Nada tan fácil como ablandar su corazón y dominar su carácter; tomarse la molestia de bajar a su nivel y entrar en el círculo de sus ideas habría estado a su alcance. Pero Indiana se mostraba rígida y soberbia en su sumisión; obedecía siempre en silencio, pero precisamente ese silencio y esa sumisión de esclava son los que hacen del odio una virtud y de la desgracia un mérito. Su resignación era propia de la dignidad de un rey que prefiere las cadenas y la mazmorra antes que abdicar de su corona y verse despojado de un título vano. Una mujer corriente habría dominado a aquel hombre de temperamento vulgar; le habría hablado en su lenguaje mientras se reservaba el placer de pensar diferente; habría fingido respetar sus prejuicios mientras los pisoteaba en secreto; le habría acariciado y engañado. Indiana solía ver a las mujeres maniobrar así, pero se sentía tan inferior a ellas que se hubiera avergonzado de intentar imitarlas. Virtuosa y casta, se creía dispensada de adular a su señor con palabras mientras le respetara con sus actos. No deseaba en absoluto su cariño porque no podía corresponderlo. Se hubiera sentido mucho más culpable testimoniando su amor a un esposo al que no amaba que concediéndoselo al amante que se lo inspiraba. El engaño, ese era el verdadero crimen a sus ojos. Más de veinte veces al día estaba dispuesta a declarar su amor por Raymon; solo el temor de perderlo la retenía. Su fría obediencia irritaba más al coronel que una sutil rebelión. Si su amor propio había sufrido ante la idea de no ser el dueño absoluto de su casa, aún sufrió mucho más ante el hecho de serlo de un modo odioso y ridículo. Le hubiese gustado convencer, pero no hacía más que mandar; reinar, en vez de gobernar. En ocasiones expresaba mal un mandato o dictaba sin reflexión órdenes lesivas a sus propios intereses. La señora Delmare hacía que se ejecutaran sin examen, sin apelación, con la indiferencia propia de un caballo que arrastra el arado en una dirección o la contraria. Delmare, viendo el resultado de sus incomprendidas ideas, de su despreciada voluntad, entraba en cólera; pero, cuando ella le probaba con calmas y glaciales palabras que no había hecho más que obedecer estrictamente sus directrices, se veía forzado a dirigir su rabia contra sí mismo. Para este hombre de baja autoestima y sensaciones violentas, aquello suponía un sufrimiento cruel, una afrenta sangrante. Y entonces, de hallarse en Esmirna[42] o en El Cairo, hubiera matado a su esposa. Y, sin embargo, en el fondo de su corazón amaba a aquella frágil mujer que vivía bajo su dependencia y guardaba el secreto de sus errores con religiosa prudencia. La amaba o la compadecía, no sabría decirlo. Habría querido ser amado por ella, pues se vanagloriaba de su educación y superioridad. Se habría elevado ante sus propios ojos si ella se hubiera dignado a descender hasta entrar en capitulación con sus ideas y principios. A veces, por las mañanas, cuando entraba en sus aposentos con la intención de reprenderla, la encontraba dormida y no osaba despertarla. La contemplaba en silencio; se espantaba de la fragilidad de su constitución, de la palidez de sus mejillas, de su aspecto de serena melancolía y resignada desdicha que transmitía aquella inerte y silenciosa figura. Encontraba en aquellos rasgos mil objetos de reproche, de remordimientos, de cólera y temor; se avergonzaba de la influencia que un ser tan frágil había ejercido en su destino; él, un hombre de hierro acostumbrado a mandar a los demás; a ser testigo, ante una palabra suya, de la marcha de los imponentes batallones, de los impetuosos caballos, de los hombres de guerra.

¡Una mujer, una niña aún, le había vuelto desgraciado! Le obligaba a reflexionar, a analizar sus voluntades, a modificar muchas de ellas y a retractarse de otras tantas y, todo ello, sin dignarse a decir: «Se equivoca usted; le ruego que lo haga de este modo». Jamás le había implorado, jamás había consentido en mostrarse como su igual ni en declararse su compañera. Aquella mujer, a la que habría destrozado con sus manos si hubiera querido, reposaba allí tan frágil, y tal vez soñaba con otro ante sus propios ojos y le desafiaba incluso en sueños. Sentía tentaciones de estrangularla, de arrastrarla por los cabellos, de pisotearla para obligarla a pedir clemencia, a implorar su gracia; pero era tan hermosa, tan delicada y tan pálida que se apiadaba de ella, como el niño que se enternece contemplando al pájaro que está dispuesto a matar. Y lloraba como una mujer —aquel hombre de acero— y se marchaba para no darle la satisfacción de verle llorar. A decir verdad, ignoro cuál de ellos era más desdichado. Ella era cruel por virtud; él bueno por debilidad. A ella le sobraba la paciencia de la que él carecía; ella poseía los defectos de sus cualidades; él las cualidades de sus defectos.

Alrededor de estos dos seres tan mal compenetrados revoloteaba una turba de amigos que se esforzaba por aproximarles: unos por simple pasatiempo, otros por presunción y otros como consecuencia de un afecto mal entendido. Algunos tomaban partido por la mujer, otros por el esposo. Se enzarzaban en discusiones a causa del señor y la señora Delmare mientras que estos no discutían en absoluto pues, con la sistemática sumisión de Indiana, nunca —hiciera lo que hiciera el coronel— se propiciaba una disputa. También estaban aquellos que no entendían nada y cuyo único deseo era sentirse imprescindibles. Estos aconsejaban sumisión a la señora Delmare sin percatarse de que ya la demostraba en exceso; otros sugerían al marido rigidez y no arrastrar su autoridad por los suelos. Estos últimos, necios que se sienten tan poca cosa que temen que les pisoteen, y que toman parte y causa los unos por los otros, conforman una especie que el lector puede encontrar por doquier, continuamente estorbando y haciendo mucho ruido para hacerse notar.

El señor y la señora Delmare habían entablado amistad con ciertas personas en Melun y Fontainebleau. Se reencontraron con ellas en París y fueron estas las que con mayor avidez se consagraron a la maledicencia que revoloteaba a su alrededor. El espíritu de las pequeñas ciudades es —sin duda el lector lo sabrá— el más cruel del mundo. Allá las gentes de bien son despreciadas, las mentes superiores se convierten en enemigos públicos. Es preferible fingir ser un estulto o un patán: les verá acudir con premura. Si tiene una disputa con alguno de ellos, se presentan para asistir al espectáculo; abren las apuestas, se abalanzan unos sobre otros, tal es su ansia por ver y oír cuanto acontece. Y al que caiga, lo cubrirán de fango y maldiciones; aquel que siempre se equivoca es el más débil. Declare la guerra a los prejuicios, a la mediocridad, a los vicios, denóstelos personalmente, atáqueles con lo que más quieran, sea pérfido y peligroso. Será requerido ante el juez para reparar el daño ocasionado, acusado por gentes cuyo nombre ignora, pero convencido de haberles nominado en sus indecorosas alusiones. ¿Qué consejo debo darle? Si se encuentra con uno solo de ellos evite caminar sobre su sombra, incluso al atardecer, cuando la sombra de un hombre se prolonga a treinta pies; todo ese terreno pertenece al hombre de provincias, no tiene usted derecho a pisarlo. Si respira el aire que él respira, le ofende y daña su salud; si bebe de su fuente, la seca; si alimenta el comercio de su comarca, encarece los productos que él compra; si le ofrece tabaco, le envenena; si se encuentra con su preciosa hija, tiene intención de seducirla; si alaba las virtudes personales de su esposa, será pura ironía pues, en el fondo de su corazón, la desprecia usted por su ignorancia; si tiene la desgracia de obsequiarle con un cumplido, no lo comprenderá y proclamará por todas partes que le ha insultado. Recoja sus bártulos y llévelos al corazón del bosque, a un páramo recóndito y desértico. Allí, y solo allí, el hombre de provincias le dejará en paz.

Incluso tras el múltiple recinto amurallado de París, la provincia se presentará para hostigarle. Las acomodadas familias de Fontainebleau y Melun llegaron para establecerse en la capital durante el invierno, importando las bendiciones de sus modales provincianos. Se formaron camarillas alrededor de Delmare y su esposa, intentando empeorar cuanto humanamente era posible sus respectivas posiciones. Su desdicha se acrecentó y su mutua intransigencia no se atenuó.

Ralph tuvo el buen juicio de no inmiscuirse en sus disputas. La señora Delmare le creía culpable de encizañar a su marido contra ella o, al menos, de querer poner fin a su intimidad con Raymon; pero pronto fue consciente de la injusticia de sus acusaciones. La perfecta tranquilidad del coronel respecto al señor de Ramière, fue para ella prueba irrefutable del silencio de su primo. Sintió entonces la necesidad de agradecérselo cada vez que se encontraba a solas con él, Ralph eludía sus tentativas y fingía no comprenderlas. Era un asunto tan delicado que la señora Delmare no tenía el valor de forzar a Ralph a abordarlo; ella simplemente intentaba, con sus afectuosos cuidados y sus finas y tiernas atenciones, darle a entender su gratitud; pero Ralph no parecía prestarle atención, y la vanidad de Indiana sufría ante la orgullosa generosidad que le testimoniaba. Temía que pareciera jugar el papel de esposa culpable implorando la indulgencia de un testigo severo; entonces se volvió fría y reservada con el infeliz Ralph. Le pareció que su actitud en aquellas circunstancias era la consecuencia natural de su egoísmo; que todavía la quería, aunque ya no la apreciaba; que solo precisaba de su compañía por distracción, pues no le era grato abandonar los hábitos que ella le había procurado en el hogar y los cuidados que nunca se cansaba de prodigarle. Además, comenzó a pensar que poco le preocupaban sus agravios hacia su esposo e incluso hacia ella misma.

«He aquí su desprecio por las mujeres», pensaba; «no son más que animales domésticos a sus ojos, aptos para mantener una casa en orden, preparar las comidas y servir el té. No les concede el honor de entrar en discusión con ellas, y sus errores no le alcanzan siempre y cuando no le atañan personalmente y no interfieran en sus comodidades o su modo de vida. Ralph no necesita de mi corazón; mientras mis manos sepan preparar su pudín y tocar las cuerdas del arpa para él, ¿qué le importa mi amor por otro, mis secretas angustias, mis mortales impaciencias bajo el yugo que me oprime? Soy su sirvienta, y nada más».

Ir a la siguiente página

Report Page