Indiana

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Tercera parte » Capítulo XXI

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XXI

La encontró despierta; tenía la costumbre de levantarse temprano a causa de los hábitos laborales que había contraído durante la emigración y que jamás abandonó tras recuperar la opulencia.

 

Al ver entrar a Raymon en su habitación, tan pálido y agitado y vestido aún para el baile, comprendió que batallaba contra una de las frecuentes crisis de su tormentosa vida. Siempre había sido su último recurso y la salvación a sus problemas, cuya dolorosa y profunda huella solo se perpetuaba en el corazón de su madre. Su vida se había marchitado y consumido por todo lo que la vida de Raymon había adquirido y percibido. El carácter de aquel hijo impetuoso y frío, razonador y apasionado, era una consecuencia de su inagotable amor y su generosa ternura hacia él. Habría sido mejor persona si hubiera tenido una madre menos bondadosa; pero le había habituado a aprovecharse de los sacrificios que ella consentía en hacer por él; le había enseñado a imponer y buscar su propio bienestar con tanta fuerza y ardor como ella lo hacía. Convencida de haber nacido para preservarle de cualquier aflicción y para inmolarse por sus intereses, le había acostumbrado a creer que el mundo entero estaba a sus pies y que una palabra de su madre bastaba para tenerlos en su mano. A fuerza de generosidad, había moldeado un corazón egoísta.

Al verle, aquella pobre madre palideció e, incorporándose en la cama, le miró con ansiedad. Con su mirada le preguntó: «¿Qué puedo hacer por ti? ¿A dónde debo correr?».

—Madre mía —le dijo, tomando la ajada y cristalina mano que ella le tendía—; soy terriblemente desgraciado, la necesito. Libéreme de los males que me asedian. Amo a la señora Delmare, ya lo sabe…

—No lo sabía —interrumpió la señora de Ramière con un tierno tono de reproche.

—No intente negarlo, madre querida —respondió Raymon, que no tenía tiempo que perder—. Usted lo sabía, y su admirable delicadeza le impedía tomar la iniciativa de hablarme de ello. Pues bien, esa mujer me desespera y hace que pierda la cabeza.

—Habla —dijo la señora de Ramière con la juvenil vivacidad que le otorgaba el ardor de su amor maternal.

—No quiero ocultarle nada, tanto más cuando, en esta ocasión, no soy culpable. Desde hace varios meses intento calmar su romántica imaginación e invocarle sus obligaciones; pero todos mis intentos no sirven más que para intensificar esa sed de peligro, la necesidad de aventuras que fermenta en la cabeza de las mujeres de su país. Mientras hablamos, y muy a pesar mío, ella está aquí en mi dormitorio, y no sé cómo convencerla de que se vaya.

—¡Maldita niña! —exclamó la señora de Ramière vistiéndose apresuradamente—. ¡Tan tímida y tan dulce! ¡Iré a verla, a hablar con ella! Es lo que has venido a pedirme, ¿verdad?

—¡Sí! ¡Sí! —dijo Raymon, que se sintió conmovido ante la ternura de su madre—. Hágale entender el lenguaje de la razón y la bondad. Sin duda apreciará la virtud que emana de su boca; tal vez se rinda a sus caricias. ¡Recobrará el dominio de sí misma, la desdichada! ¡Sufre tanto!

Raymon se dejó caer sobre un sillón y comenzó a llorar; las distintas emociones de aquella madrugada habían alterado sus nervios. Su madre lloró con él y no se decidió a bajar hasta haberle persuadido de tomar unas gotas de éter.

Encontró a una Indiana que ya no lloraba y que, al reconocerla, se alzó con gran calma y dignidad. Tanto le impresionó su noble y fuerte contención que sintió cierta turbación ante la joven, como si estuviera cometiendo una indiscreción al sorprenderla en la habitación de su hijo.

Entonces, cedió a la profunda y sincera sensibilidad de su corazón y le tendió los brazos con gran efusión. La señora Delmare se arrojó a ellos; su desesperación se quebró en amargos sollozos, y las dos mujeres lloraron largo tiempo una en brazos de la otra.

Pero, cuando la señora de Ramière quiso hablar, Indiana la interrumpió.

—No diga nada, señora —dijo ella enjugando sus lágrimas—; no encontraría palabra alguna que no me hiciera daño. Su interés y sus caricias bastan para demostrarme su generoso afecto; mi corazón se encuentra tan aliviado como le es posible. Ahora me retiro; no preciso de sus consejos para saber lo que debo hacer.

—No he venido para echarla de aquí, sino para consolarla —dijo la señora de Ramière.

—No hay consuelo para mí —respondió Indiana, abrazándola—; quiérame, eso mitigará mi dolor; pero no diga nada. Adiós, señora; usted cree en Dios, ruéguele por mí.

—¡No se marchará sola! —exclamó la señora de Ramière—. Yo misma la acompañaré a casa de su esposo para justificarla, para defenderla y protegerla.

—¡Qué generosa mujer! —dijo Indiana estrechándola contra su pecho—. No puede hacerlo. Solo usted ignoraba el secreto de Raymon; todo París hablará de esta noche y jugaría usted un incómodo papel en esta historia. Deje que soporte yo sola el escándalo; no sufriré mucho tiempo.

—¿Qué quiere decir? ¿Acaso cometería el crimen de atentar contra su propia vida? ¡Querida niña! ¡Usted también cree en Dios!

—También, señora; parto para la isla de Bourbon dentro de tres días.

—Venga a mis brazos, mi niña querida; venga que la bendiga. Dios recompensará su valor…

—Eso espero —dijo Indiana mirando al cielo.

La señora de Ramière se empeñó al menos en enviar a buscar un carruaje, pero Indiana se opuso. Quería regresar sola y sin hacer ruido. En vano la madre de Raymon se horrorizó al verla emprender a pie aquel largo camino, tan débil y perturbada.

—Tengo fuerzas —respondió—; una simple palabra de Raymon ha bastado para dármelas.

Se envolvió en su capa, bajó el velo de encaje negro y salió del palacio por una puerta secreta que le indicó la señora de Ramière. Tan solo unos pasos después de encontrarse en la calle sintió flojear sus piernas, dispuestas a negarle su ayuda. A cada instante le parecía sentir cómo la ruda mano de su furioso esposo la aferraba, la derribaba y la arrastraba por el riachuelo. Pronto el mundanal ruido, la indiferencia de las siluetas que se cruzaban con ella y el intenso frío de la mañana le devolvieron la fuerza y la serenidad; si bien, una fuerza dolorosa y una serenidad lóbrega, semejante a la que se despliega sobre el mar y que a cualquier avezado marinero aterra más que la mayor de las tormentas. Descendió por el muelle desde el Instituto hasta el Cuerpo Legislativo; pero olvidó cruzar el puente y continuó deambulando a lo largo de la orilla, absorta en una estúpida ensoñación, en una meditación carente de ideas y caminando de modo instintivo.

Sin darse cuenta, se halló al borde del agua que arrastraba témpanos de hielo a sus pies quebrándose con un rumor seco y frío contra las piedras de la orilla. Aquella agua verdosa ejercía una fuerte atracción sobre los sentidos de Indiana. Uno se acostumbra a las ideas terribles; a fuerza de admitirlas, llegan a agradarnos. Hacía tanto tiempo que el ejemplo del suicidio de Noun aplacaba sus horas de desesperación que había hecho del suicidio una especie de voluptuosa tentación. Un único pensamiento, sus principios religiosos, le habían impedido acabar con su vida definitivamente; pero en aquel instante ninguna idea cabal gobernaba su mente agotada. A duras penas recordaba la existencia de Dios, ni siquiera la de Raymon, y avanzaba, aproximándose cada vez más a la orilla, obedeciendo al instinto de la desgracia y al magnetismo del sufrimiento.

Cuando sintió el lacerante frío del agua que bañaba ya sus zapatos, despertó de su estado de sonambulismo y, explorando con la mirada el lugar donde se hallaba, reconoció París a sus espaldas y el Sena que fluía a sus pies, portando en su masa oleaginosa el blanco reflejo de las casas y el grisáceo azul del cielo. El continuo movimiento del agua y la inmovilidad del sol se confundieron en su perturbada percepción y le pareció que el agua dormía y la tierra huía. En aquel momento de vértigo se apoyó contra un muro y se inclinó, fascinada, hacia lo que tomó por una masa sólida… Pero los ladridos de un perro que brincaba a su alrededor acabaron por distraer sus pensamientos, aportando algunos instantes de demora a la ejecución de su deseo. Entonces, un hombre que corría guiado por la voz del perro la asió por la cintura, la arrastró y la depositó sobre los restos de una barca abandonada en la orilla. Ella le miró a la cara sin reconocerlo. El hombre se puso a sus pies, se despojó de su abrigo y la cubrió con él, tomó sus manos entre las suyas para calentarlas y la llamó por su nombre. Pero su juicio estaba demasiado debilitado como para realizar cualquier esfuerzo: desde hacía cuarenta y ocho horas se había olvidado de comer.

Sin embargo, cuando el calor reanimó un poco sus entumecidos miembros, vio a Ralph arrodillado ante ella, sosteniendo sus manos y aguardando el regreso de su razón:

—¿Ha encontrado a Noun? —preguntó ella.

A continuación agregó, divagando sobre una idea fija:

—La he visto pasar por este camino —le mostró el río—. Quise seguirla, pero caminaba con premura y no tuve fuerzas para alcanzarla. Parecía una pesadilla.

Ralph la miró afligido. También él sentía que retumbaba su cabeza y que perdía la razón.

—Vámonos —dijo.

—De acuerdo —respondió ella—, pero antes intente encontrar mis pies, los he perdido allí, entre las piedras.

Ralph advirtió que tenía los pies mojados y paralizados por el frío. La llevó en brazos hasta un dispensario donde, gracias a los cuidados de una mujer, recuperó el conocimiento. Mientras tanto, Ralph mandó aviso al señor Delmare de que su esposa había sido hallada; pero el coronel aún no había regresado a su casa cuando llegó la noticia. Continuaba su búsqueda con un sentimiento de inquietud y cólera. Ralph, más perspicaz, se había dirigido a la casa del señor de Ramière, donde encontró a un Raymon irónico y frío que acababa de meterse en la cama. Entonces pensó en Noun y decidió seguir el curso del río en una dirección mientras su criado lo hacía en la opuesta. Pronto Ophélia olfateó el rastro de su dueña y guio velozmente a Ralph hasta el lugar donde la había encontrado.

Cuando Indiana recobró la memoria de cuanto había sucedido durante aquella miserable noche, intentó en vano recuperar aquellos instantes de delirio. Así pues, no pudo explicar a su primo qué clase de pensamientos la habían dominado una hora antes; pero él lo adivinó y comprendió el estado de su corazón sin necesidad de interrogarla. Simplemente tomó su mano y le dijo con tono dulce pero solemne:

—Querida prima, le exijo que me haga una promesa: es la última prueba de amistad con la que voy a importunarla.

—Hable —respondió ella—; complacerle a usted es la última dicha que me queda.

—Pues bien, júreme —prosiguió Ralph— que jamás volverá a intentar quitarse la vida sin prevenirme antes. Le juro por mi honor que en modo alguno me opondré a ello. Solo deseo ser advertido; en cuanto al resto, me preocupa tan poco como a usted; bien sabe que con frecuencia me asalta la misma idea…

—¿Por qué me habla de suicidio? —preguntó la señora Delmare—. Jamás he pretendido atentar contra mi vida. Creo en Dios; ¡de lo contrario…!

—Hace un momento, Indiana, cuando la tomé en mis brazos, cuando este pobre animal —y acarició a Ophélia— la retuvo por su vestido, había olvidado a Dios y al universo entero, a su primo Ralph y a todos los demás…

Una lágrima asomó a los ojos de Indiana. Tomó la mano de sir Ralph.

—¿Por qué me detuvo? —preguntó ella con tristeza—. Ahora estaría en el regazo de Dios, pues no era culpable, no era consciente de lo que hacía…

—Lo sé, y por ello pensé que preferiría darse muerte tras una debida reflexión. Hablaremos de ello, si así lo desea.

Indiana se estremeció. El carruaje que les conducía a su destino se detuvo ante la casa donde se reencontraría con su esposo. No tuvo fuerzas para subir las escaleras; Ralph la llevó hasta su dormitorio. La servidumbre se había reducido a una doncella, que ya había propagado el rumor sobre la fuga de la señora Delmare, y a Lelièvre que, en su desesperación, había acudido a informarse a la morgue sobre los cadáveres conducidos desde la madrugada. Así pues, Ralph permaneció junto a la señora Delmare para cuidarla. Era presa de un profundo sufrimiento cuando la campanilla, agitada con rudeza, anunció el regreso del coronel. Un escalofrío de terror y odio recorrió todo su cuerpo, y aferró bruscamente el brazo de su primo:

—Escúcheme, Ralph —le dijo—. Si aún siente un poco de afecto por mí, me ahorrará la vista de ese hombre mientras me encuentre en este estado. No quiero su misericordia, prefiero su cólera a su compasión… No le abra la puerta, deshágase de él; dígale que no me ha encontrado.

Sus labios temblaban, y sus brazos se contraían con convulsa energía para retener a Ralph. Dividido entre dos sentimientos contrarios, el pobre baronet no sabía cómo actuar. Delmare sacudía la campanilla hasta casi romperla y su esposa yacía moribunda sobre el sillón.

—Usted solo piensa en su ira —dijo finalmente Ralph—; pero no piensa en su tormento, en su inquietud; está convencida de que él la odia… ¡Si hubiera visto su dolor esta mañana!

Indiana dejó caer su brazo con languidez, y Ralph fue a abrir la puerta.

—¿Está aquí? —gritó el coronel al entrar—. ¡Por todos los dioses! Cuánto he corrido para encontrarla: ¡le estoy muy agradecido por el bonito día que me ha hecho pasar! ¡Que el Cielo la condene! No quiero verla porque soy capaz de matarla.

—¿No se da cuenta de que puede oírle? —dijo Ralph en voz baja—. En su estado no debe sufrir ninguna emoción dolorosa. Modérese.

—¡Maldición! —chilló el coronel—. No son pocas las que yo estoy padeciendo desde esta mañana. Por fortuna tengo unos nervios de acero. Respóndame, por favor, ¿quién de los dos es el más ofendido, el más cansado, el más propiamente enfermo? Y, ¿dónde la ha encontrado? ¿Qué hacía? Ella es la causa de que haya tratado de modo ultrajante a esa vieja loca de Carvajal, que solo me daba respuestas ambiguas y me culpaba a mí de esta linda escapada… ¡Maldición! ¡Estoy agotado!

Mientras hablaba con aquella voz ronca y brusca, Delmare se dejó caer sobre una silla de la antecámara; secaba su frente empapada en sudor a pesar del frío riguroso de la estación, narrando entre improperios sus fatigas, sus ansiedades, sus sufrimientos; hacía mil preguntas y, afortunadamente, no escuchaba las respuestas, porque el pobre Ralph no sabía mentir y no creía que nada de todo cuanto pudiese explicar fuese capaz de aplacar al coronel. Permaneció sentado sobre una mesa, impasible y en silencio, como si fuera totalmente ajeno a las angustias de aquellos dos personajes y, sin embargo, se encontraba más afligido por sus desgracias que ellos mismos.

La señora Delmare, al escuchar las imprecaciones de su esposo, se sintió más fuerte de lo que imaginaba. Prefería aquella rabia, que la reconciliaba consigo misma, a una generosidad que habría exacerbado sus remordimientos. Secó el último rastro de sus lágrimas y reunió el resto de sus fuerzas sin importarle consumirlas en un día, de tanto como le pesaba la vida. Cuando su marido la abordó con gesto imperioso y duro, cambió súbitamente de semblante y de tono y se mostró apocado ante ella, cohibido por la superioridad de su carácter. Entonces, intentó aparecer digno y frío como ella, sin conseguirlo.

—¿Se dignará usted a informarme, señora —preguntó—, de dónde ha pasado la mañana y, tal vez, la noche?

Ese tal vez hizo comprender a la señora Delmare que su ausencia había sido advertida bastante tarde. Su valor se acrecentó.

—No, señor —respondió—; no tengo intención alguna de decírselo.

Delmare se puso verde de cólera y sorpresa.

—¿De verdad —dijo con voz trémula— espera ocultármelo?

—Me importa muy poco —respondió ella con tono glacial—. Si me niego a contestarle es por puro formalismo. Solo quiero que comprenda que no tiene derecho a formularme esa pregunta.

—¡Que no tengo derecho! ¡Demonios! ¿Quién es el dueño aquí, usted o yo? ¿Quién viste falda e hila en una rueca? ¿Pretende arrancarme la barba del mentón? ¡Le sentaría bien, damisela!

—Sé muy bien que yo soy la esclava y usted el señor. La ley de este país le hace mi dueño. Puede usted atar mi cuerpo, agarrotar mis manos, gobernar mis actos. Posee el derecho del más fuerte y la sociedad se lo permite; pero con mi voluntad, señor, nada puede hacer. Solo Dios puede doblegarla y someterla. ¡Busque, pues, una ley, una mazmorra, un instrumento de tortura que le otorgue su posesión! ¡Sería como tratar de manipular el aire y aferrar el vacío!

—Silencio, necia e impertinente criatura; sus frases novelescas nos aburren.

—Puede imponerme silencio, pero no me impedirá pensar.

—¡Estúpido orgullo, hervidero de gusanos! ¡Abusa usted de la compasión que despierta! Pero ya comprobará que se puede domar su fuerte carácter sin mucho esfuerzo.

—Por el bien de su sosiego y dignidad, le aconsejo que ni siquiera lo intente.

—¿Usted cree? —preguntó, magullándole la mano con su índice y su pulgar.

—Lo creo —respondió ella sin cambiar el semblante.

Ralph avanzó unos pasos, agarró el brazo del coronel con su mano de hierro y, doblándolo como una caña, le dijo en tono pacífico:

—Le ruego que no toque ni un solo cabello de esta mujer.

Delmare sintió deseos de abalanzarse sobre él, pero comprendió que se había equivocado y, dado que su mayor temor en el mundo no era otro que avergonzarse de sí mismo, le repelió, contentándose con decirle:

—Métase en sus asuntos.

A continuación, dirigiéndose de nuevo a su esposa:

—Así pues, señora —le dijo, cruzando sus brazos sobre el pecho para resistir a la tentación de golpearla—, ¿se declara en abierta rebelión? ¿Se niega a seguirme a la isla de Bourbon? ¿Quiere separarse de mí? Pues bien, ¡por Dios, que yo también…!

—Ya no quiero —respondió ella—. Lo quería ayer, tal era mi voluntad; hoy ya no. Hizo uso de la violencia encerrándome en mi dormitorio: escapé por la ventana para demostrarle que, cuando no se reina sobre la voluntad de una mujer, se ejerce un imperio irrisorio. He disfrutado de algunas horas lejos de su dominación; he respirado el aire de la libertad para mostrarle que usted no es moralmente mi dueño y que únicamente dependo de mí en esta tierra. Mientras paseaba, juzgué que me correspondía, por obligación y conciencia, regresar y encomendarme a su patronato; y lo hice por voluntad propia. Mi primo me ha acompañado hasta aquí; no me ha traído. Si hubiera decidido no seguirle, jamás hubiera podido obligarme, bien lo sabe usted. Por lo tanto, señor, no pierda su tiempo en discutir mi convicción; nunca tendrá el poder de influir sobre ella, perdió ese derecho en el mismo instante en que pretendió hacerlo por la fuerza. Ocúpese de los preparativos de la partida, estoy dispuesta a ayudarle y a seguirle, no porque esa sea su voluntad sino porque esa es mi intención. Puede usted condenarme, pero jamás obedeceré a nadie más que a mí misma.

—Me compadezco de la confusión de su espíritu —dijo el coronel, encogiéndose de hombros.

Se retiró a su dormitorio para poner en orden sus papeles, gratamente satisfecho —en el fondo de su corazón— por la resolución de la señora Delmare, y sin augurar más obstáculos; pues respetaba la palabra de aquella mujer tanto como despreciaba sus ideas.

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