Indiana

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Primera parte » Capítulo III

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Tranquilo, señor —le dijo Indiana—; el hombre al que abatió se repondrá en pocos días; al menos así lo esperamos, a pesar de que aún no ha recobrado la consciencia.

—No se trata de eso, señora —dijo el coronel, reflexivo—. Se trata de que me diga el nombre de tan interesante enfermo, y de que me explique qué clase de distracción le llevó a confundir los muros de mi parcela con la avenida de acceso a mi casa.

—Lo ignoro totalmente —respondió la señora Delmare con tan arrogante frialdad que desconcertó a su temible esposo durante algunos instantes.

Pero, asaltándole súbitamente de nuevo los celos:

—Ya lo averiguaré, señora —dijo a media voz—; tenga la completa seguridad de que lo averiguaré.

Entonces, viendo que la señora Delmare fingía no advertir su furia y que continuaba brindando sus cuidados al herido, salió de la estancia para no estallar delante de las sirvientas, e interpeló nuevamente al jardinero:

—¿Cómo se llama ese hombre que, según dices, se parece a nuestro ladrón?

—Ramière. Es el caballero que acaba de comprar la casita inglesa del señor de Cercy.

—¿Qué clase de hombre es? ¿Un noble, un petimetre, un hombre apuesto?

—Un hombre muy apuesto, un noble, creo…

—Debe serlo —y, con cierto énfasis, repitió—: ¡Señor de Ramière! Dime, Louis —agregó susurrando—, ¿alguna vez lo has visto rondando por los alrededores?

—Señor… la noche pasada —respondió Louis con cierto embarazo—… a buen seguro que vi algo… que fuera un fatuo, no sabría decirlo; pero, sin lugar a dudas, se trataba de un hombre.

—¿Y tú lo viste?

—Como le estoy viendo a usted, debajo de las ventanas del naranjal.

—¿Y por qué no te abalanzaste sobre él con el mango de tu azada?

—Señor, iba a hacerlo; pero vi a una mujer vestida de blanco que salía del naranjal y que se dirigía hacia él. Entonces, me dije: «Puede que la señora y el señor hayan decidido pasear al alba». Y volví a acostarme. Pero, esta mañana, cuando escuché a Lelièvre hablando de un ladrón al que había seguido el rastro en la finca, pensé: «Aquí hay gato encerrado».

—Y, ¿por qué no me has advertido inmediatamente, zoquete?

—¡Pardiez! Señor, hay temas tan delicados en esta vida…

—Entiendo. Así que te permites el lujo de conjeturar sospechas. Eres un necio; si alguna vez se te ocurre una idea insolente como esta, te arranco las orejas. Sé perfectamente quién es ese ladrón y lo que venía a buscar a mi jardín. Solo te he hecho esas preguntas para comprobar si cuidas bien de tu naranjal. Piensa que allí cultivo plantas raras muy apreciadas por la señora y hay coleccionistas lo bastante locos como para entrar a robar en los invernaderos de sus vecinos; fue a mí a quien viste la noche pasada con la señora Delmare.

Y el pobre coronel se alejó más atormentado y lleno de ira que antes, dejando a su jardinero muy poco convencido de la idea de que pudieran existir horticultores fanáticos hasta el punto de exponerse a una bala por un acodo o un esqueje.

El señor Delmare entró en la sala de billar e, ignorando las muestras de haber recobrado la consciencia que finalmente daba el herido, se aprestaba a registrar los bolsillos de su chaqueta colocada sobre una silla, cuando este, alargando el brazo, le dijo con voz débil:

—Señor, deseará saber quién soy. Es inútil. Se lo diré cuando estemos a solas. Hasta entonces, ahórreme la vergüenza de presentarme bajo las ridículas y lamentables circunstancias en que me hallo.

—¡Una verdadera lástima! —respondió agriamente el coronel—. Pero he de confesarle que soy un hombre poco sensible. Sin embargo, ya que espero tener una conversación a solas con usted, prefiero posponer las presentaciones. Mientras tanto, ¿tendría a bien decirme dónde debo trasladarle?

—A la posada más próxima, si no tiene inconveniente.

—¡Pero el caballero no está en disposición de ser trasladado! —exclamó vivamente la señora Delmare—. ¿No es cierto, Ralph?

—El estado del caballero le afecta demasiado, señora —dijo el coronel—. Ustedes salgan —dijo, dirigiéndose a las sirvientas—. El caballero ya se encuentra mejor y ahora se sentirá con fuerzas para explicar su presencia en mi casa.

—Sí, señor —respondió el herido—. Y ruego a todas las personas que han tenido la bondad de procurarme sus cuidados escuchen la confesión de mi falta. Es de suma importancia que mi conducta no dé lugar a equívoco. Y es de vital importancia para mí mismo no pasar por aquello que no soy. Debe, pues, conocer la superchería que me ha conducido a su casa. Usted, señor, ha fundado —con medios extremadamente simples y que solo usted conoce— una fábrica cuyo trabajo y beneficios sobrepasan infinitamente al resto de fábricas de su mismo género afincadas en el país. Mi hermano posee un establecimiento industrial similar en el sur de Francia, pero su mantenimiento absorbe una inmensa cantidad de fondos. Sus operaciones le estaban llevando al desastre cuando supe del éxito de las suyas; entonces, me prometí a mí mismo venir a pedirle algunos consejos como un generoso favor que en absoluto perjudica sus intereses, pues los artículos que mi hermano comercializa son de distinta naturaleza. Pero la entrada a su jardín inglés se me negó rigurosamente; y, cuando solicité que me recibiera, se me respondió que jamás me permitiría usted visitar su fábrica. Desalentado ante tales descorteses negativas, resolví entonces —a riesgo de mi vida y mi honor— salvar la reputación y la vida de mi hermano: me introduje en su casa al anochecer saltando los muros, e intenté acceder al interior de la fábrica con el propósito de examinar su engranaje. Decidí esconderme en un rincón, sobornar a sus empleados, robar su secreto —en pocas palabras— para beneficiar a un hombre honesto sin provocarle a usted perjuicio alguno. Esa es mi falta. Ahora, señor, si exige usted cualquier otra satisfacción más allá de aquella que ya se ha tomado, tan pronto recupere las fuerzas estaré dispuesto a ofrecérsela e, incluso, tal vez, a reclamársela yo a usted.

—Creo que estamos en paz, caballero —respondió el coronel medianamente aliviado de su ansiedad—. Vosotros sois testigos de la explicación que me ha dado el señor. Me doy por vengado, en el supuesto de que tuviera necesidad de venganza. Y ahora, salid y dejadnos conversar sobre mi ventajosa explotación.

Los criados salieron; pero solo ellos fueron víctimas ilusas de aquella reconciliación. El herido, debilitado por su largo discurso, no pudo apreciar el tono de las últimas palabras del coronel. Se desplomó de nuevo sobre el brazo de la señora Delmare y perdió la consciencia por segunda vez. Ella, inclinada sobre él, no se dignó a alzar la mirada hacia su furibundo marido; mientras, dos personajes tan dispares como el señor Delmare y el señor Brown —pálido y crispado por el despecho, el primero; sereno e insustancial como de costumbre, el segundo—, se interrogaban en silencio.

El señor Delmare no necesitaba pronunciar palabra alguna para hacerse entender; sin embargo, se llevó a Ralph aparte y le dijo, apretando fuertemente sus dedos:

—Amigo mío, se trata de una intriga admirablemente urdida. Me siento satisfecho, absolutamente satisfecho del ingenio con el cual ese joven ha sabido preservar mi honor a ojos de mi gente. Pero, ¡diablos!, pagará cara la afrenta que corroe mi corazón. Y esa mujer que le cuida y finge no conocerle… ¡Ah! ¡Qué innata perfidia ocultan esas criaturas…!

Sir Ralph, aterrado, dio metódicamente tres vueltas a la estancia. Durante su primer giro, sacó esta conclusión: inverosímil. Durante el segundo: imposible. Al tercero: probado. Después, acercándose de nuevo al coronel con semblante glacial, señaló con el dedo a Noun, que se hallaba en pie tras el herido, retorciéndose las manos, con mirada asustada, pálidas las mejillas y la inmovilidad propia de la desesperación, el terror y la consternación.

Existe, ante la certeza de un descubrimiento, un poder de convicción tan irrefutable, tan arrollador, que el enérgico gesto de

sir Ralph desconcertó más al coronel de lo que lo hubiera hecho la más habilidosa de las elocuencias. Sin duda, el señor Brown poseía ciertos indicios que le dirigían por el buen camino; acababa de recordar la presencia de Noun en el parque cuando él la buscaba, los cabellos húmedos, el calzado empapado y fangoso, que atestiguaban el insólito capricho de un paseo bajo la lluvia, pormenores que le habían dejado algo sorprendido en el momento del desvanecimiento de la señora Delmare, y que ahora acudían de nuevo a su memoria. Además, aquel extraño pavor que había manifestado, su convulsa agitación y el grito que había lanzado al escuchar el disparo…

El señor Delmare no precisó de todas estas señales; más perspicaz, porque tenía mayor interés en serlo, no tuvo más que observar la actitud de aquella muchacha para comprender que solo ella era culpable. No obstante, las atenciones de su esposa hacia el héroe de tan romántica hazaña le disgustaban cada vez más.

—Indiana —le dijo—, retírese. Es tarde y no se encuentra bien. Noun se quedará con el caballero para asistirlo esta noche, y mañana, si se siente mejor, buscaremos el modo de trasladarlo a su casa.

Nada había que objetar ante aquel inesperado compromiso. La señora Delmare, que usualmente se rebelaba contra la rudeza de su marido, cedía siempre ante su dulzura. Rogó a

sir Ralph que permaneciera un tiempo con el enfermo y se retiró a su dormitorio.

No fue sin intención que el coronel había dispuesto así las cosas. Una hora más tarde, cuando todos se habían acostado y reinaba el silencio en la casa, se deslizó sigilosamente en la estancia ocupada por el señor de Ramière y, oculto tras una cortina, pudo convencerse —gracias a la conversación entre el joven y la doncella— de que ambos mantenían una relación amorosa. La belleza poco común de la joven criolla había causado sensación en los bailes campestres de los alrededores. Los halagos no le habían faltado, incluso por parte de los personajes más notables de la comarca. Más de un apuesto oficial de lanceros de la guarnición de Melun[11] había dilapidado sus ahorros para embelesarla; pero Noun, que acababa de descubrir por vez primera el amor, solo había sucumbido a las atenciones del señor de Ramière.

El coronel Delmare, poco interesado en conocer el desarrollo de su relación, se retiró apenas confirmó que su esposa no había sido, ni por un instante, el Almaviva de aquella aventura.[12] No obstante, escuchó lo suficiente como para interpretar la desproporción existente en aquella historia de amor entre la desdichada Noun, quien se había precipitado con toda la violencia de su ardiente disposición, y el aristócrata, que se abandonaba al arrebato de un día sin renunciar al derecho de recobrar la razón a la mañana siguiente.

Cuando la señora Delmare se despertó, vio a Noun junto a su cama, triste y desconcertada. Pero, como había creído ingenuamente las explicaciones del señor de Ramière —más aún cuando, anteriormente, varias personas dedicadas al comercio habían intentado descubrir, con artificios o engaños, el secreto de la fábrica de Delmare—, atribuyó el embarazo de su acompañante a la emoción y fatiga de la noche. Por su parte, Noun se tranquilizó al ver que el coronel entraba en el dormitorio de su esposa con aire sereno y conversando sobre el suceso de la víspera con absoluta naturalidad.

Por la mañana,

sir Ralph se interesó por el estado del enfermo. La caída, aunque violenta, no había provocado graves daños; la herida de la mano estaba ya cicatrizada; el señor de Ramière había expresado su deseo de que le trasladaran inmediatamente a Melun y había repartido el dinero de su cartera entre los sirvientes para comprar su silencio sobre el incidente, a fin —según dijo— de no asustar a su madre, que residía a pocas leguas del lugar. Así pues, los rumores sobre aquel percance se propagaron lentamente y bajo diferentes versiones. Ciertas informaciones sobre la fábrica inglesa de un tal señor de Ramière, hermano de este, apoyaron la ficción que, afortunadamente, había improvisado. El coronel y

sir Ralph tuvieron la delicadeza de guardar el secreto de Noun, ocultándole incluso a ella que eran conocedores del mismo, y la familia Delmare dejó bien pronto de ocuparse de aquel incidente.

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