Indiana

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Conclusión de J. Néraud

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En un cálido y resplandeciente día del último mes de enero, partí de Saint-Paul para dirigirme a deambular por los salvajes bosques de la isla de Bourbon. Allí pensé en usted, amigo mío; aquellas arboledas vírgenes habían guardado para mí el recuerdo de sus andanzas y estudios, y el suelo había conservado la huella de sus pasos. Encontré por todas partes las maravillas con las que sus mágicos relatos habían amenizado mis veladas de otro tiempo y, para admirarlas juntos, hice un llamamiento a la vieja Europa, donde la oscuridad le rodea con sus modestos favores. ¡Hombre dichoso, de quien ningún pérfido amigo ha proclamado al mundo su inteligencia o mérito!

Caminé hacia un lugar desierto situado en las más altas regiones de la isla conocido como Brûlé de Saint-Paul.

Una extensa porción del macizo desprendida durante una sacudida volcánica formó en la ladera de la montaña principal un amplio cerco erizado de rocas dispuestas en el más mágico desorden, en la confusión más extraordinaria. Aquí, una gran roca reposa en equilibrio sobre delgados fragmentos; allá abajo, se levanta actualmente una muralla de rocas finas, ligeras y porosas con bordes dentados y ribeteada como una edificación morisca; más adelante, un obelisco de basalto, cuyos flancos parecen pulidos y cincelados por un artista, se erige sobre un bastión almenado; más lejos, una fortificación gótica se apoya sobre una pagoda deforme y extraña. Allí se dan cita todos los bosquejos del arte, todos los proyectos de la arquitectura; parece que los genios de todos los siglos y naciones hubieran venido a inspirarse en esta gran obra del azar y la destrucción. Allí, sin duda, algunos diseños de azar mágico alumbraron el estilo de la escultura morisca. En el interior de los bosques, el arte ha encontrado en la palmera uno de sus más hermosos modelos. El

pandano[70], que se arraiga y se aferra a la tierra con los cien brazos que salen de su tronco, debió ser el primero en inspirar el plano de una catedral apoyada sobre ligeros arbotantes. En el Brûlé de Saint-Paul, todas las formas, todos los tipos de belleza, todas las fruslerías, todos los conceptos fueron reunidos, superpuestos, acoplados y construidos en una noche de tormenta. Los espíritus del aire y el fuego sin duda presidieron aquel diabólico proyecto; solo ellos pudieron dar a sus diseños ese carácter sobrecogedor, caprichoso e incompleto que distingue sus obras de las de los hombres; solo ellos pudieron apilar aquellos monstruosos peñascos, desplazar aquellas gigantescas moles, jugar con las montañas como si de granos de arena se tratara, y arrojar, en medio de las creaciones que el hombre ha intentado copiar, esas grandes concepciones del arte, esos sublimes contrastes imposibles de realizar que parecen desafiar la audacia del artista para decirle con tono burlón: «Prueba a hacer esto».

Me detuve al pie de un monumento basáltico cristalizado de unos sesenta pies de altura y

tallado en facetas, como la obra de un orfebre. Frente a aquel extraño monumento, una larga inscripción parecía haber sido escrita por una mano inmortal. Aquellas piedras volcánicas ofrecían con frecuencia el mismo fenómeno. En otro tiempo, cuando su sustancia, reblandecida por la acción del fuego, aún era cálida y maleable, recibían y conservaban la huella de los moluscos y lianas que a ellas se adherían. De aquellos fortuitos encuentros resultaron extrañas combinaciones, impresiones jeroglíficas y caracteres misteriosos que parecen la firma de un ser sobrenatural, escrita en letras cabalísticas.

Permanecí largo tiempo dominado por la pueril pretensión de encontrar un sentido a aquellos símbolos desconocidos. Aquellos inútiles intentos me sumergieron en una profunda meditación, durante la cual olvidé el transcurrir del tiempo.

Ya algunos espesos vapores se acumulaban en los picos de las montañas y descendían por las laderas engullendo velozmente sus contornos. Antes de que pudiera alcanzar la mitad de la llanura se condensaron sobre la zona que yo recorría envolviéndola de un velo impenetrable. Instantes después, se levantó un furioso viento que los barrió en un abrir y cerrar de ojos. Luego, el viento cesó, y la niebla reapareció para ser disuelta de nuevo por una terrible ráfaga.

Busqué refugio contra la tempestad en una gruta que me proporcionó cierta protección; pero otra calamidad acudió en ayuda del viento. Torrentes de lluvia desbordaron el cauce de los ríos, cuyos reservorios se encuentran en la cima del macizo. En una hora todo quedó inundado, y las laderas de la montaña, vertiendo por todas partes, formaron una inmensa cascada que se precipitaba con furia hacia la llanura.

Tras dos días de arduo y peligroso viaje, me encontré —guiado sin duda por la Providencia— a la puerta de una cabaña ubicada en un lugar sumamente salvaje. La casita, sencilla pero bonita, había resistido a la tempestad, protegida como estaba por un muro de rocas que se inclinaban sobre ella como sirviéndole de parasol. Un poco más abajo, una furiosa cascada se precipitaba al fondo de un abismo formando un lago desbordante, por encima del cual algunos grupos de hermosos árboles aún alborotaban sus ajadas y debilitadas copas agitadas por la tormenta.

Llamé con premura; pero la figura que se presentó en el umbral me hizo retroceder varios pasos. Antes de alzar la voz pidiendo refugio, el dueño me había acogido con un gesto mudo y circunspecto. Entré, pues, y me encontré a solas, cara a cara con él, con

sir Ralph Brown.

Desde que un año antes el navío

Nahandove hubiera conducido al señor Brown y a su acompañante a la colonia, no se había visto más de tres veces a

sir Ralph en la ciudad; y, en cuanto a la señora Delmare, su retiro había sido tan absoluto que su existencia resultaba aún discutible para muchos habitantes. Era más o menos la misma época en la que desembarqué en Bourbon por vez primera, y la conversación que mantenía en aquel instante con el señor Brown era la segunda de mi vida.

La primera me había dejado una indeleble impresión; se produjo en Saint-Paul, a orillas del mar. En un primer momento, las facciones y el porte de aquel personaje no llamaron mi atención; luego, cuando por un sentimiento de vaga curiosidad pregunté por él a los colonos, sus respuestas fueron tan extrañas y contradictorias que analicé con mayor interés al solitario de Bernica.

Es un patán, un hombre sin educación —me dijo uno—; una persona completamente nula que no posee más que una cualidad: la de estar callado.

Es un hombre extremadamente instruido y profundo —dijo otro—, pero demasiado presuntuoso, despectivo y fatuo, hasta el punto de considerar malgastadas las palabras que cruzaría con el vulgo.

Es un hombre que solo se quiere a sí mismo —dijo un tercero—; mediocre pero no estúpido, profundamente egoísta y, según dicen, completamente insociable.

Entonces, ¿no lo sabe? —me preguntó un joven criado en las colonias y completamente imbuido de la estrechez de miras del espíritu provinciano—; es un miserable, un criminal que envenenó vilmente a su amigo para casarse con su esposa.

Aquella respuesta me sorprendió de tal modo que me dirigí a otro colono, a quien sabía dotado de cierto sentido común.

Al reclamarle ávidamente con la mirada la solución a todos aquellos enigmas, me respondió:

Antaño sir Ralph era un hombre caballeroso; no muy querido, pues no era muy comunicativo, pero todos le apreciaban. Eso es todo lo que puedo decirle, pues desde su desgraciada historia no he tenido relación alguna con él.

¿Qué historia? —pregunté.

Me relató la súbita muerte del coronel Delmare, la fuga de su esposa aquella misma noche, la partida y el regreso del señor Brown. La oscuridad que envolvía todas aquellas circunstancias no había podido ser esclarecida por las investigaciones de la justicia; nada había sido capaz de probar el crimen de la fugitiva. El procurador del rey había rehusado perseguirla, pero era bien sabida la parcialidad de los magistrados hacia el señor Brown, y se les culpaba de no haber iluminado al menos a la opinión pública sobre un asunto que dejaba mancillada la reputación de dos personas por una odiosa sospecha.

Lo que parecía confirmar todas las dudas era el regreso furtivo de los dos acusados y su misterioso establecimiento en el corazón del desierto de Bernica. Se decía que en un principio habían huido para acallar el asunto; que la sociedad francesa les repudió de tal modo que se vieron obligados a regresar y refugiarse en soledad para vivir en paz su amor criminal.

Pero lo que rebatía todas aquellas versiones era una última afirmación que, en mi opinión, procedía de personas mejor informadas: la señora Delmare, según me dijeron, siempre había mantenido las distancias y mostrado casi aversión por su primo, el señor Brown.

Entonces miré atentamente, podría decir que concienzudamente, al héroe de tan insólitos relatos. Se hallaba sentado sobre un fardo de mercancías esperando el regreso de un marinero con quien había entrado en tratos sobre no sé qué adquisición; sus ojos —azules como el mar— contemplaban el horizonte con expresión soñadora, plácida y candorosa; sus facciones armonizaban a la perfección; nervios, músculos, sangre; todo parecía tan paciente y equilibrado en aquel sano y robusto individuo que habría jurado que se le hacía una mortal injuria, que no cargaba con delito alguno en su conciencia, que tal cosa ni siquiera cabía en sus pensamientos, que su corazón y sus manos eran tan puras como su frente.

De pronto, la mirada distraída del

baronet recayó sobre mí, que lo escrutaba con ávida e indiscreta curiosidad. Confuso como un ladrón pillado

in fraganti, bajé los ojos avergonzado, pues los de

sir Ralph encerraban un severo reproche.

Desde aquel instante y, muy a pesar mío, pensaba a menudo en él; aparecía en mis sueños. Y entonces, experimentaba una vaga inquietud, una indescriptible emoción similar al magnético fluido que envuelve a un extraordinario destino.

Mi deseo de conocer a

sir Ralph era, pues, muy real e intenso; pero hubiera querido observarle sin ser visto; me sentía culpable. La cristalina transparencia de sus ojos me heló de temor. Aquel hombre poseía tal superioridad, ya fuera de virtud o perversidad, que me hacía sentir mediocre y pequeño en su presencia.

Su hospitalidad no fue fastuosa ni excesiva. Me condujo a su dormitorio, me prestó algunas prendas íntimas y de vestir; y después me guio hasta su compañera, que nos esperaba para tomar la cena.

Viéndola tan hermosa y joven —pues parecía tener apenas dieciocho años—, admirando su frescura, su gracia, su dulce voz, sentí una dolorosa emoción. Enseguida pensé que aquella mujer era, o bien culpable, o desgraciada: culpable de un crimen detestable o deshonrada por una odiosa acusación.

Estuve retenido en Bernica durante ocho días por el cauce desbordado de los ríos, las llanuras inundadas, las lluvias y los vientos; y luego llegó el sol, pero no por ello pensé en dejar a mis anfitriones.

Ninguno de ellos podría ser considerado brillante; a mi entender tenían poco ingenio; quizá carecían de él por completo; pero poseían esa cualidad que les hacía expresarse de una forma intensa y deliciosa; tenían inteligencia de corazón. Indiana es ignorante, pero no con esa ignorancia de estrechez de miras y tosca que procede de la indolencia, del abandono o la nulidad de carácter; pues está ávida de aprender aquello que las preocupaciones de su vida le han impedido conocer; y, además, quizá pecó de coquetería por la forma en que cuestionaba a

sir Ralph para hacer brillar ante mí los inmensos conocimientos de su amigo.

La encontré alegre pero sin petulancia; sus maneras conservan esa especie de languidez y melancolía propias de las criollas, pero en ella adquirían un encanto más profundo; sus ojos destacan por su incomparable dulzura, parecen relatar una vida de sufrimientos y, cuando su boca sonríe, se desprende cierta melancolía en su mirada, pero tal melancolía parece responder a la meditación de la felicidad o la ternura de la gratitud.

Finalmente, una mañana les comuniqué mi decisión de partir.

—¿Ya? —preguntaron.

El tono de aquella palabra en sus bocas fue tan sincero y conmovedor que me infundió entusiasmo. Me había prometido a mí mismo que no abandonaría a

sir Ralph sin antes preguntarle sobre su historia; pero, a raíz de la temerosa sospecha que se había alojado en mi espíritu, me dominaba una invencible timidez.

Traté de superarla.

—Escuche —le dije—; los hombres son seres perversos; me han hablado muy mal de usted. No me sorprende, ahora que le conozco. Su vida debe haber sido muy hermosa, cuando tanto le calumnian a usted…

Me detuve bruscamente al detectar que una expresión de inocente sorpresa se dibujaba en el semblante de la señora Delmare. Comprendí que ignoraba las atroces malignidades difundidas contra ella, y advertí en el rostro de

sir Ralph una mirada inequívoca de arrogante disgusto. Me levanté de inmediato para despedirme, avergonzado y triste, abatido por la mirada del señor Brown, que me recordó nuestro primer encuentro y la silenciosa conversación que habíamos mantenido a la orilla del mar.

Amargamente disgustado por tener que abandonar en semejantes circunstancias a aquel hombre extraordinario, arrepentido de haberle enojado y herido en recompensa a los dichosos días que acababa de brindarme, sentí rebosar mi corazón y rompí a llorar.

—Muchacho —dijo, tomando mi mano—, quédese un día más con nosotros; no tengo valor para dejar marchar así al único amigo que tenemos en la comarca.

Luego, viendo que la señora Delmare se alejaba, me dijo:

—Le comprendo; le contaré mi historia, pero no en presencia de Indiana. Hay heridas que no conviene reabrir.

Esa tarde fuimos a pasear por el bosque. Los árboles, tan frescos y hermosos quince días antes, se habían despojado por completo de sus hojas, pero se cubrían ya de grandes brotes resinosos. Las aves y los insectos habían retomado la posesión de su imperio. Las flores marchitas habían dado paso a jóvenes capullos y los arroyos empujaban con perseverancia la arena de la que estaba colmado su lecho. Todo volvía a la vida, a la salud, a la felicidad.

—¡Ya ve —me dijo Ralph— con qué asombrosa rapidez esta bondadosa y fecunda naturaleza repara sus pérdidas! ¿Verdad que parece avergonzarse del tiempo perdido y pretender, a fuerza de vigor y savia, rehacer en pocos días el trabajo de un año?

—Y lo logrará —observó la señora Delmare—. Recuerdo las tormentas del último año; al cabo de un mes no había rastro de ellas.

—Es la viva imagen de un corazón roto por el dolor —le dije—; cuando encuentra de nuevo la felicidad se llena de gozo y rejuvenece enseguida.

Indiana me tendió la mano y miró al señor Brown con una indescriptible expresión de afecto y alegría.

Cuando llegó la noche se retiró a su dormitorio, y

sir Ralph, haciéndome tomar asiento a su lado en un banco del jardín, me relató su historia hasta el punto en el que la dejamos en el capítulo precedente. Entonces hizo una larga pausa y pareció olvidar por completo mi presencia.

Apremiado por el interés que me suscitaba su relato decidí romper su meditación con una última pregunta.

Se estremeció como un hombre a quien despiertan de repente; luego, con sonrisa bondadosa, dijo:

—Mi joven amigo, hay recuerdos que se desfloran al contarlos. Baste saber que estaba resuelto a morir junto a Indiana. Pero, sin duda, la ratificación de nuestro sacrificio no estaba aún registrada en los archivos del cielo. Un médico le diría, tal vez, que un posible vértigo se apoderó de mi mente e hizo que errara la dirección. Yo, que no soy médico en lo más mínimo en ese sentido, prefiero creer que el ángel de Abraham y Tobías[71], ese ángel blanco de ojos azules y fajín de oro con el que sin duda ha soñado a menudo durante su infancia, descendió sobre un rayo de luna y, balanceándose en el tembloroso vapor de la cascada, extendió sus argentadas alas sobre mi dulce compañera. Lo único que puedo afirmar con certeza es que la luna se ocultó tras los altos picos de la montaña sin que ningún siniestro sonido turbara el apacible murmullo de la cascada; que en el acantilado los pájaros no alzaron su vuelo hasta que apareció una línea blanca que se extendió sobre el horizonte marino; y que el primer rayo purpúreo que cayó sobre el bosquecillo de naranjos me sorprendió de rodillas y bendiciendo a Dios.

»No crea, sin embargo, que acepté de inmediato la inesperada dicha que acababa de dar un giro a mi destino. Tuve miedo de ponderar el radiante futuro que se abría ante mí; y, cuando Indiana alzó sus párpados y me sonrió, le mostré la cascada y le hablé de morir.

Si no lamentas haber vivido hasta esta mañana —le dije—,

podemos afirmar, tanto tú como yo, que hemos degustado la felicidad en toda su plenitud; es una razón más para dejar esta vida, pues tal vez mi estrella palidezca mañana. ¿Quién sabe si, abandonando este lugar, saliendo de esta embriagadora situación en la que me han colocado mis pensamientos de muerte y amor, no volveré a ser el detestable bruto que ayer despreciabas? ¿No te avergonzarías de ti misma al verme de nuevo tal y como me conociste…? ¡Ah! Indiana, ahórrame ese atroz dolor, sería el complemento de mi destino.

¿Dudas de tu corazón, Ralph? —preguntó Indiana con una adorable expresión de ternura y confianza—.

¿O acaso el mío no te ofrece suficientes garantías?

—¿He de explicarlo, joven? No fui feliz los primeros días. No dudaba de la sinceridad de la señora Delmare, pero el porvenir me aterraba. Habiendo desconfiado en exceso de mí mismo durante treinta años, no podía —en un solo día— tener fe en la esperanza de agradar y ser amado. Tuve momentos de incertidumbre, alarma y amargura, y me arrepentí algunas veces de no haberme precipitado en el lago cuando una palabra de Indiana me había hecho tan dichoso.

»También ella debió sufrir accesos de melancolía. No le resultó fácil romper con el hábito del sufrimiento, pues el alma se amolda a la desgracia y en ella echa raíces de las que solo se desprende con gran esfuerzo. No obstante, debo hacer justicia al corazón de esta mujer diciendo que jamás mostró arrepentimiento por Raymon; ni siquiera lo recordaba lo suficiente como para odiarlo.

»Finalmente, como sucede en los afectos profundos y verdaderos, el tiempo, en lugar de debilitar nuestro amor, lo reafirmó y le puso sello; día a día le otorgaba mayor intensidad porque cada día conllevaba la mutua obligación de estimar y bendecir. Se desvanecieron uno a uno todos nuestros temores; y, viendo cuán fácil resultaba destruir las causas de nuestra desconfianza, nos confesamos sonriendo que aceptábamos la felicidad como cobardes y que no nos merecíamos el uno al otro. Desde aquel instante, nos amamos firmemente.

Ralph calló; luego, tras unos instantes de religiosa meditación en la que ambos caímos absortos, dijo, estrechando mi mano:

—No le hablaré de mi felicidad; así como hay penas que jamás se desvelan y que envuelven el alma como un sudario, también hay alegrías que permanecen enterradas en el corazón de un hombre porque ninguna voz terrenal podría describirlas. Además, si algún ángel del cielo se abatiera sobre una de esas ramas en flor para relatarlas en su lengua natal, tampoco las comprendería, joven, pues a usted no le han debilitado las tormentas ni quebrantado las tempestades. ¡Ay! ¿Acaso puede comprender la felicidad el corazón que no ha sufrido? En cuanto a nuestros supuestos crímenes… —agregó, sonriendo.

—¡Oh! —exclamé, con los ojos bañados en lágrimas.

—Escuche, caballero —interrumpió, de pronto—; usted solo ha vivido algunas horas con los

condenados de Bernica, pero una sola le habría bastado para conocer su vida entera. Todos nuestros días se asemejan; son siempre tranquilos y hermosos; pasan rápidos y puros como aquellos de nuestra infancia. Cada tarde bendecimos al cielo; le imploramos cada mañana, le pedimos el sol y las sombras de la víspera. La mayor parte de nuestras rentas las consagramos a pagar por la libertad de algún pobre negro lisiado. Esta es la principal causa de que hablen mal de nosotros. ¡Lástima que no seamos lo bastante ricos como para liberar a todos aquellos que viven en esclavitud! Nuestros sirvientes son nuestros amigos; comparten nuestras alegrías, curamos sus males. Así transcurre nuestra vida, sin pesares, sin remordimientos. Raramente hablamos del pasado, raramente hablamos del futuro; pero, si lo hacemos, siempre nos referimos al primero sin temor y al segundo sin amargura. Si alguna vez nos sorprendemos con los párpados empapados en lágrimas, es porque las grandes alegrías también procuran lágrimas; los ojos permanecen secos en las grandes miserias.

—Amigo mío —le dije tras un largo silencio—, si las acusaciones del mundo pudieran llegar hasta ustedes, su felicidad les respondería muy alto.

—Es usted muy joven —respondió—; para usted, que posee una conciencia ingenua y pura que aún no ha sido mancillada por esta sociedad, nuestra felicidad refrenda nuestra virtud; para el mundo constituye nuestro crimen. La soledad es dulce, se lo aseguro, y los hombres no merecen que paguemos con sufrimiento.

—No todos le acusan —dije—; pero incluso aquellos que le aprecian le critican por su desprecio a la sociedad, y aquellos que reconocen su virtud le consideran orgulloso y altivo.

—Créame —respondió Ralph—, hay más orgullo en su reproche que en mi pretendido desprecio. En cuanto a la opinión pública, caballero, viendo a aquellos a quienes ensalza, ¿no es preferible tender la mano a aquellos a quienes pisotea? Se dice que su aprobación es necesaria para alcanzar la dicha; aquellos que así lo creen, deben respetarla. Por lo que a mí respecta, compadezco sinceramente cualquier tipo de felicidad que surja o caiga al albedrío de su caprichoso aliento.

—Algunos moralistas reprueban su vida solitaria; sostienen que todo hombre pertenece a una sociedad que le reclama. Y añaden que usted supone un peligroso ejemplo para el resto.

—La sociedad no debería exigir nada de aquel que nada espera de ella —respondió

sir Ralph—. En cuanto al contagio de mi ejemplo, no lo creo, caballero; se precisa mucha energía para romper con el mundo y demasiado sufrimiento para adquirir dicha energía. Así pues, deje fluir en paz esa ignorada felicidad que nada cuesta a nadie y que se oculta por miedo a levantar envidias. Vamos, joven, siga el curso de su destino; tenga amigos, una profesión, una reputación, una patria. En cuanto a mí, yo tengo a Indiana. No rompa las cadenas que le atan a la sociedad, respete sus leyes si ellas le protegen, acepte sus juicios si los considera ecuánimes; pero, si algún día le calumnia y le rechaza, tenga el orgullo suficiente como para saber prescindir de ella.

—Sí —le dije—. Un corazón puro puede hacernos soportar el exilio; pero, para disfrutarlo, se precisa una compañera como la suya.

—¡Ah! —exclamó con inefable sonrisa—. ¡Si usted supiera cuánto compadezco a ese mundo que me desprecia!

Al día siguiente me despedí de Ralph e Indiana; el primero me abrazó, la segunda derramó algunas lágrimas.

—Adiós —me dijeron—, regrese al mundo; y si un día ese mundo suyo le destierra, acuérdese de nuestra cabaña indiana.

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