Indiana

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Segunda parte » Capítulo XIII

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Cuando

sir Ralph regresó de la partida de caza y, como de costumbre, comprobó el pulso de la señora Delmare, Raymon, que lo observaba atentamente, advirtió un casi imperceptible tono de sorpresa y complacencia en sus apacibles rasgos. Además, quién sabe por qué secreto pensamiento, cuando las miradas de aquellos dos hombres se cruzaron, y los ojos claros de

sir Ralph se clavaron como los de una lechuza sobre los ojos negros de Raymon, este se vio obligado a bajar involuntariamente la mirada. Durante el resto de la jornada, la actitud del

baronet hacia la señora Delmare, a pesar de su aparente imperturbabilidad, fue de una cierta atención, de algo que podría calificarse como interés o solicitud, si su rostro hubiera sido capaz de reflejar algún sentimiento. Raymon se esforzó, en vano, por descubrir si era temor o esperanza lo que ocupaba sus pensamientos, pero Ralph era impenetrable.

De pronto, cuando se encontraba a unos pocos pasos de la espalda del sillón de la señora Delmare, escuchó a Ralph, que le decía a media voz:

—Le sentaría bien, prima, montar mañana a caballo.

—Sabe —respondió ella— que no dispongo de caballo por el momento.

—Encontraremos uno para usted. ¿Quiere participar con nosotros en la partida de caza?

La señora Delmare buscó diferentes pretextos para excusarse. Raymon comprendió que prefería quedarse con él, pero también creyó advertir en su primo una insólita insistencia en impedírselo. Entonces, abandonando el grupo en el que tomaba parte, se aproximó a ella y unió sus ruegos a los de

sir Ralph. Sentía cierta acritud por la inoportuna carabina de la señora Delmare y resolvió mortificar su vigilancia.

—Si consiente usted en participar —le dijo a Indiana—, me animaría a seguir su ejemplo, señora. Gusto poco de la caza, pero por tener el honor de ser vuestro escudero…

—En ese caso, aceptaré —respondió Indiana desconcertada.

Intercambió una mirada de complicidad con Raymon; pero, por fugaz que fue, Ralph se percató de ella y, durante toda la jornada, Raymon no pudo dirigirle una mirada o una palabra sin toparse con los ojos o los oídos del señor Brown. Un sentimiento de aversión, y hasta de celos, invadió su alma. ¿Con qué derecho ese primo, ese amigo de la familia, se erigía en mentor de la mujer que amaba? Juró que

sir Ralph se arrepentiría de ello y buscó la ocasión de contrariarle sin comprometer a la señora Delmare; pero fue en vano.

Sir Ralph ejercía los honores de la casa con una fría y digna urbanidad que no daba pie a sátiras o discusiones.

Al día siguiente, apenas sonó la diana, Raymon vio entrar en su dormitorio la solemne figura de su anfitrión.

Actuaba con una rigidez más pronunciada de lo habitual, y Raymon sintió palpitar su corazón de deseo e impaciencia con la esperanza de recibir alguna provocación. Pero se trataba simplemente de un caballo de montar que Raymon había llevado a Bellerive y sobre el que había mostrado intención de vender. El trato se cerró en cinco minutos;

sir Ralph no puso objeción alguna al precio, extrajo de su bolsillo un cartucho de monedas y, con una inaudita sangre fría, comenzó a contarlas junto a la chimenea, sin dignarse a prestar atención a las protestas de Raymon por su escrupulosa exactitud. Apenas hubo salido de la estancia, volvió sobre sus pasos para decirle:

—¡Caballero, desde ahora, el caballo me pertenece!

Entonces Raymon comprendió que su único propósito era impedirle que asistiera a la partida de caza, y le anunció con cierta aspereza que no era su intención seguir la partida a pie.

—Caballero —respondió

sir Ralph con una ligera sombra de afectación—, conozco perfectamente las normativas de la hospitalidad.

Y se retiró.

Cuando Raymon bajó al peristilo, vio a la señora Delmare vestida de amazona jugando alegremente con Ophélia, que hacía trizas su pañuelo de batista. Sus mejillas habían recobrado un ligero tono escarlata y sus ojos irradiaban un brillo perdido mucho tiempo atrás. Volvía a ser hermosa; los bucles de sus cabellos negros se escapaban de su pequeño sombrero; con aquel tocado lucía encantadora, y el vestido de paño con botones de arriba a abajo dibujaba su fino y grácil talle. En mi opinión, el principal atractivo de las criollas reside en la excesiva delicadeza de sus rasgos y en que sus proporciones conservan largo tiempo las gentilezas de la infancia. Indiana, risueña y jovial, aparentaba tener ahora catorce años.

Raymon, impactado por su hermosura, experimentó una sensación de triunfo y dedicó a su belleza el cumplido menos simple que pudo encontrar.

—¿Estaba usted preocupado por mi salud? —le preguntó ella entre susurros—. ¿Acaso no ve que quiero vivir?

Una mirada de dicha y reconocimiento fue su única respuesta.

Sir Ralph guiaba el caballo de su prima, y Raymon descubrió que era el mismo que acababa de venderle.

—¡Cómo! —exclamó sorprendida la señora Delmare, que había visto cómo la víspera lo probaba en el patio del castillo—. ¿Es posible que el señor de Ramière haya tenido la amabilidad de prestarme su caballo?

—¿No admiraba ayer la belleza y docilidad de este animal? —preguntó

sir Ralph—. Ahora es suyo. Siento no habérselo ofrecido antes, querida.

—No se burle de mí, mi querido primo —dijo la señora Delmare—. No entiendo una palabra de toda esta chanza. ¿A quién debo agradecérselo? ¿Al señor de Ramière, que ha consentido en prestarme su montura, o a usted por habérselo pedido?

—Debe agradecérselo a su primo —respondió el señor de Ramière—, que ha comprado el caballo para regalárselo.

—¿Es cierto, mi querido Ralph? —preguntó la señora Delmare, acariciando al animal con la misma alegría que una niña recibe su primer juguete.

—¿No habíamos acordado que yo le regalaría un caballo a cambio del mueble que está decorando para mí? Vamos, móntelo, no tema. He observado su carácter y yo mismo lo he probado esta mañana.

Indiana saltó al cuello de

sir Ralph, y de allí al caballo de Raymon, al que hizo caracolear con audacia.

Toda aquella escena transcurría en una esquina del patio bajo la atenta mirada de Raymon, al que asaltó un sentimiento de despecho viendo el espontáneo y confiado afecto que aquellos jóvenes derrochaban en su presencia; él, que amaba con pasión, y que tal vez no dispondría de un día entero para poseer a Indiana.

—¡Soy tan feliz! —exclamó ella reclamándolo a su lado desde el camino—. El bueno de Ralph ha adivinado el regalo más preciado para mí. Y usted, Raymon, ¿no está contento de que el caballo que montaba haya pasado a mis manos? ¡Oh! ¡Será el objeto de mi más tierna predilección! ¿Cómo lo llamaba usted? Dígame; no quiero cambiarle el nombre que usted le dio…

—Si hay alguien feliz aquí —respondió Raymon—, es su primo, que tantos regalos le hace y a quien besa usted tan alegremente.

—¿De veras está celoso de esa amistad y esos besos? —preguntó ella entre risas.

—Celoso, quizá, Indiana; no lo sé. Pero, cuando ese primo suyo, tan joven y sonrosado, posa sus labios en los suyos, cuando la toma entre sus brazos para ayudarla a montar sobre el caballo que le regala y que yo mismo le vendí, debo confesarle que sufro. ¡No!, señora, no estoy feliz de verla convertirse en dueña del caballo que yo tanto quería. Entiendo que se sienta dichoso de obsequiárselo, pero interpretar el papel de comerciante para proporcionarle a otro el medio de agradarla a usted es una humillación delicadamente urdida por

sir Ralph. Si no pensara que lo ha hecho sin maldad, exigiría una venganza.

—¡Oh! ¡Bah! ¡Los celos no le sientan bien! ¿Cómo puede nuestra desinteresada amistad causarle envidia a usted, a quien debería considerar como un hombre fuera de la vida ordinaria y el artífice de un mundo de encantos creado solo para mí? Estoy muy disgustada con usted, Raymon, porque encuentro que su orgullo herido es el causante de su aversión contra mi pobre primo. Diríase que despierta más sus celos la tibia predilección que le muestro en público que el afecto exclusivo que pudiera sentir en secreto por cualquier otro.

—¡Discúlpeme! ¡Discúlpeme! Indiana, me he equivocado; no soy digno de usted, ángel de dulzura y bondad; pero, lo confieso, sufro atrozmente ante los derechos que ese hombre parece arrogarse.

—¡Arrogarse! ¿Él, Raymon? ¿Acaso ignora el sagrado agradecimiento que nos une a él? ¿No sabe que su madre era hermana de la mía; que nacimos en el mismo valle; que su adolescencia protegió mi infancia; que fue mi único apoyo, mi único instructor, mi único amigo en la isla de Bourbon; que me ha seguido donde quiera que haya ido; que abandonó el país que yo dejé para venir a vivir en el que ahora resido; que, en una palabra, es el único ser que me ama y se interesa por mí?

—¡Maldición! Sus palabras, Indiana, no hacen sino hurgar en mi herida. ¿La quiere mucho ese inglés? ¿Sabe cuánto la amo yo?

—¡Ah! ¡No hay comparación posible! Si un afecto como el nuestro les convirtiera en rivales, no dudaría en elegir al más antiguo. Pero no tema, Raymon, jamás le pediría que me amara como Ralph lo hace.

—Explíqueme, pues, cómo es ese hombre, se lo ruego; ¿cómo podría atravesar su máscara de hierro?

—¿Es preciso que sea yo quien haga los honores a mi primo? —preguntó sonriente—. Confieso que siento cierta renuencia a hacerlo; le quiero tanto que solo deseo encomiarlo; tal es así, que temo que no lo encuentre usted lo bastante bueno. Por tanto, necesitaré su ayuda; veamos, ¿qué le parece a usted?

—Su figura —perdone si la ofendo—, transmite la idea de un hombre completamente nulo; sin embargo, se aprecia cierto sentido común e instrucción en sus discursos cuando se digna a hablar; pero lo hace con tanto esfuerzo y frialdad que nadie puede beneficiarse de sus conocimientos, y solo consigue provocar cansancio e indiferencia. Además, hay algo de mediocridad y torpeza en su doctrina que no compensa la pureza metódica de su expresión. Opino que es un espíritu imbuido de todas las ideas que le han inculcado, demasiado apático y anodino para concebir las suyas propias. Es justo el tipo de persona que uno debe ser para ganarse la consideración de hombre sabio en nuestra sociedad. Su seriedad constituye las tres cuartas partes de su mérito, y su indolencia supone el resto.

—Hay algo de verdad en su retrato —respondió Indiana—, pero también cierta prevención. Zanja usted osadamente las dudas que yo, que conozco a Ralph desde que nací, jamás me atrevería a resolver. Es cierto que su gran defecto radica en que, con frecuencia, mira a través de los ojos de los demás; pero no es falta de inteligencia, sino fruto de su educación. Usted piensa que, sin su educación, sería totalmente inútil; yo no lo creo así. Es preciso que le revele un detalle de su vida que le hará entender su carácter. Desgraciadamente, tenía un hermano por quien sus padres sentían una manifiesta preferencia; su hermano poseía todas las brillantes cualidades de las que él carecía. Aprendía fácilmente, mostraba un gran talento para todas las artes, gozaba de un espíritu efervescente, y su figura, aun siendo menos armoniosa que la de Ralph, resultaba más expresiva. Era más afectuoso, solícito y activo; en una palabra, más agradable. Ralph, por el contrario, era torpe, melancólico, poco efusivo; gustaba de la soledad, aprendía con lentitud y no hacía alarde de sus escasos conocimientos. Sus padres, viendo las diferencias con su hermano mayor, le maltrataban: y, lo que es peor, le humillaban. Entonces, aun siendo niño como era, su carácter se volvió sombrío y abstraído; su invencible timidez paralizó sus facultades. Consiguieron infundirle aversión y desprecio por sí mismo; se desilusionó de la vida y, desde los quince años, sufría ataques de esplín, una afección absolutamente física bajo el neblinoso cielo de Inglaterra y completamente psíquica bajo el vivificante cielo de la isla de Bourbon. En varias ocasiones, me contó que un día salió de su casa con la intención de precipitarse al mar; pero, cuando se encontraba sentado en la arena, ordenando sus pensamientos instantes antes de ejecutar su designio, vio que me acercaba a él en brazos de la esclava negra que fue mi nodriza. Por aquel entonces tenía cinco años. Era una niña preciosa, según dicen, y mostraba por mi taciturno primo una predilección que nadie compartía. Es cierto que me dispensaba una atención y complacencia a las que no estaba acostumbrada en mi casa paterna. Desgraciados ambos, nos comprendíamos a la perfección. Me enseñó la lengua de su padre y yo balbuceaba el idioma del mío. Aquella mezcla de español e inglés, es quizás la expresión del carácter de Ralph. Cuando me lancé a sus brazos, advertí que lloraba y, sin entender por qué, comencé a llorar también. Entonces, me estrechó contra su pecho y, tal como me confesó más tarde, juró vivir por mí, desamparada niña —si no odiada—, para quien al menos su amistad sería beneficiosa y su vida provechosa. Así pues, fui la primera y única aliada de su triste existencia. Desde aquel día, casi no volvimos a separarnos; pasábamos nuestros libres y dichosos días entre la soledad de las montañas. Pero, tal vez le aburren los relatos de nuestra infancia y prefiere unirse, de una galopada, a la caza.

—¡Ni loco…! —exclamó Raymon sujetando las bridas del caballo que montaba la señora Delmare.

—De acuerdo, continuaré —prosiguió—. Edmond Brown, hermano mayor de Ralph, murió a la edad de veinte años; su madre murió también a causa de la tristeza, y su padre jamás halló consuelo. Ralph hubiera querido mitigar su dolor, pero la frialdad con la que el señor Brown recibió sus primeros intentos acrecentó su natural timidez. Se pasaba las horas triste y silencioso junto a aquel desolado anciano, sin osar dirigirle una palabra o una caricia; hasta ese punto temía ofrecerle un consuelo inapropiado e insuficiente. Su padre le acusó de insensibilidad, y la muerte de Edmond dejó al pobre Ralph más desgraciado y desairado que nunca. Yo era su único consuelo.

—No conseguirá que lo compadezca, diga lo que diga de él —interrumpió Raymon—. Pero, hay algo que no logro entender: ¿por qué nunca se casaron?

—Le daré una excelente razón —respondió ella—. Cuando estuve en edad de casarme, Ralph, —diez años mayor que yo, una diferencia enorme en nuestra tierra, donde la infancia de las mujeres es tan corta—… Ralph ya estaba casado.

—¿

Sir Ralph es viudo? Nunca he oído hablar de su esposa.

—Jamás habla de ella. Era joven, rica y hermosa; había amado a Edmond, había sido destinada para él y cuando, obedeciendo a intereses y entresijos familiares, se vio forzada a un matrimonio con Ralph, no mostró empeño alguno en disimular su aversión hacia su persona. Hubo de trasladarse con ella a Inglaterra; y, a su regreso a la isla de Bourbon, tras la muerte de su esposa, yo ya estaba casada con el señor Delmare y a punto de partir hacia Europa. Ralph intentó vivir solo, pero la soledad agravó sus males. A pesar de que jamás me habló de la señora Brown, estoy convencida de que fue aún más desgraciado en su matrimonio que en la casa paterna, y que los recientes y dolorosos recuerdos agravaban su natural melancolía. Comenzó a padecer de nuevo ataques de esplín, y entonces decidió vender sus plantaciones de café y vino a establecerse en Francia. El modo en que se presentó ante mi esposo fue tan peculiar que me hubiera hecho estallar en risas si el afecto del digno Ralph no me hubiera conmovido.

»«Caballero» —le dijo—, «quiero a su esposa, yo la eduqué. Es para mí como una hermana, aún más, como una hija. Es mi único pariente vivo y la única persona por quien siento afecto. ¿Le parece bien que me instale con ustedes y que pasemos nuestra vida juntos, los tres? Se dice que es usted un hombre celoso, pero también una persona de honor y rectitud. Cuando le dé mi palabra de que jamás he amado ni amaré a su esposa mas que con amor fraternal, podrá verme con la misma exigua inquietud que sentiría si realmente fuera su cuñado, ¿no es así, caballero?».

»El señor Delmare, que se vanagloriaba de su reputación de hombre de lealtad militar, acogió aquella franca declaración con una especie de ostentosa confianza. Sin embargo, precisó de varios meses de escrupulosa observación para que dicha confianza fuera tan real como se jactaba de que lo fuera. Actualmente es tan inquebrantable como el alma constante y pacífica de Ralph.

—Así pues, ¿está usted convencida, Indiana —preguntó Raymon—, de que

sir Ralph no se engañó a sí mismo cuando juró que jamás ha estado enamorado de usted?

—Yo tenía doce años cuando abandonó la isla de Bourbon para trasladarse a Inglaterra siguiendo a su esposa; tenía dieciséis cuando me encontró casada y expresó más alegría que pesar. Ahora Ralph es todo un anciano.

—¿A los veintinueve años?

—No se burle. Su rostro es joven, pero su corazón ha latido a fuerza de padecimiento y, para evitar sufrir, Ralph no siente ya amor por nada ni por nadie.

—¿Ni siquiera por usted?

—Ni siquiera por mí. Su amistad no es más que pura costumbre. Antaño era generosa, cuando se encargó de proteger e instruir mi infancia; por aquel entonces, yo le quería como él me quiere a mí ahora, por la necesidad que tenía de él. Hoy por hoy, estoy pagando con mi alma la deuda del pasado y consagro mi vida a intentar embellecer y alegrar la suya. Cuando era niña, le quería más por instinto que con el corazón, mientras que él, todo un hombre ahora, me quiere menos con el corazón y más por instinto. Me necesita porque soy casi la única persona que le quiere, y ahora que el señor Delmare le demuestra su afecto, le quiere casi tanto como a mí; su protección, tiempo atrás tan valerosa ante el despotismo de mi padre, se ha vuelto tibia y prudente ante el de mi marido. No se reprocha el verme sufrir con tal de tenerme a su lado; no se pregunta si soy infeliz, le basta con verme viva. No quiere prestarme el apoyo que dulcificaría mi suerte pues, enfrentándose al señor Delmare, turbaría la serenidad de la suya. A fuerza de escuchar y escuchar que poseía un corazón frío se persuadió de ello, y su corazón se ha desecado por la inacción o le ha dejado entumecerse por desconfianza. Es un hombre a quien el amor del prójimo hubiera podido hacer mejor persona; pero le fue negado y se marchitó. Ahora, su dicha radica en el sosiego y su deleite en los placeres de la vida. No le interesan los padecimientos que no sufre directamente; en una palabra: Ralph es un egoísta.

—Pues bien, tanto mejor —dijo Raymon—; ya no tendré miedo de él; le tomaré afecto, incluso, si usted lo desea.

—¡Sí! Quiérale, Raymon —respondió ella—. Se sentirá conmovido; y, en cuanto a nosotros, no debe preocuparnos el porqué de ser amados, sino el cómo. ¡Dichoso aquel que puede ser amado, cualquiera que fuere el motivo!

—Lo que dice, Indiana —continuó Raymon estrechando su delicada y suave cintura—, es el lamento de un corazón solitario y triste; pero, en lo que a mí respecta, quiero que sepa por qué y cómo; sobre todo por qué.

—Para darme la felicidad, ¿no es cierto? —preguntó ella con mirada triste y apasionada.

—Para darle mi vida —dijo Raymon rozando con sus labios los ondeantes cabellos de Indiana.

Una fanfarria cercana les cohibió. Se trataba de

sir Ralph, quien seguramente les había visto, o tal vez no.

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