Indiana

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Segunda parte » Capítulo XIV

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X

I

V

Cuando fueron azuzados los sabuesos, Raymon se maravilló de lo que parecía acontecer en el interior de Indiana. Sus ojos y mejillas cobraron vida; la dilatación de sus fosas nasales reveló un indefinible sentimiento de terror o placer y, de pronto, alejándose de su lado y espoleando con audacia a su caballo, se lanzó tras los pasos de Ralph. Raymon ignoraba que la caza era la única pasión que Ralph e Indiana compartían. Ahora, ya no le cabía duda alguna de que en aquella frágil y, en apariencia, tímida mujer, residía un coraje más que masculino; esa especie de delirante intrepidez que, de vez en cuando, se manifiesta como una crisis nerviosa en las criaturas más débiles. Las mujeres raramente detentan esa valentía física de luchar por inercia contra el dolor o el peligro; pero, por lo general, gozan del valor moral que se exalta ante el riesgo o el sufrimiento. Las delicadas fibras de Indiana reclamaban, sobre todo, los ruidos, los rápidos movimientos y la emoción de la caza; esa imagen compendiada de la guerra con sus fatigas, sus ardides, su estrategia, sus combates y sus lances. Su monótona y apolillada vida precisaba de aquella excitación; entonces, pareció despertarse de su letargo y derrochar en un día toda la inútil energía que, desde hacía un año, había dejado fermentar en su sangre.

Raymon se asustó al verla correr así, entregándose sin miedo a la fogosidad de aquel caballo que apenas conocía, lanzándolo temerariamente hacia el bosque, evitando con asombrosa destreza las ramas cuyo elástico vigor golpeaba su rostro, franqueando las fosas sin vacilación, adentrándose con determinación en los gredosos y movedizos terrenos, sin temor a romper sus frágiles miembros, ansiosa por ser la primera en seguir el humeante rastro del jabalí. Le horrorizó tanta resolución y experimentó cierto desagrado hacia la señora Delmare, pues los hombres, sobre todo los amantes, tienen la inocente y ridícula presunción de querer proteger la fragilidad de las mujeres antes que admirar su valor. Además, ¿debo confesarlo? Raymon se asustó de la audacia y tenacidad que auguraba un espíritu tan intrépido en las cuestiones de amor. Temperamento que no compartía el resignado corazón de la desdichada Noun, que prefirió ahogarse a luchar contra su desgracia.

«Espero que demuestre tanta pasión y vehemencia en su afecto como en sus aficiones», pensó. «Que su voluntad se apegue a mí, ansiosa y palpitante, como su capricho por las ijadas de ese jabalí; y que, para ella, la sociedad no sea una traba y las leyes pierdan su fuerza. Será preciso sucumbir a mi destino y sacrificar mi futuro por su presente».

Gritos de horror y angustia, entre los cuales podía distinguirse la voz de la señora Delmare, arrancaron a Raymon de sus reflexiones. Espoleó a su caballo con inquietud e, instantes después, fue alcanzado por Ralph, quien le preguntó si había escuchado aquellas voces de alarma.

Pronto, varios rastreadores angustiados llegaron hasta ellos gritando, en medio de una gran confusión, que el jabalí había hecho frente y derribado a la señora Delmare. Algunos cazadores, aún más aterrados, corrieron hasta ellos reclamando la presencia de

sir Ralph, pues la persona herida precisaba de su auxilio.

—Es inútil —dijo un recién llegado—. No hay esperanzas, sus cuidados llegarán demasiado tarde.

En aquel aterrador momento, los ojos de Raymon se encontraron con el pálido y sombrío rostro del señor Brown. No gritaba, no mostraba rabia, no se retorcía las manos; simplemente, empuñó su cuchillo de caza y, con una sangre fría típicamente británica, se disponía a cortarse el cuello cuando Raymon le arrebató su arma y lo arrastró hacia el lugar de donde provenían los gritos.

Ralph pareció despertar de una pesadilla cuando vio a la señora Delmare abalanzarse hacia él y apremiarle a correr al rescate del coronel, que yacía tendido en el suelo sin dar señales de vida. Se apresuró a sangrarle pues, aunque tenía fracturado el fémur, se percató de inmediato de que no estaba muerto, y ordenó su traslado al castillo.

En cuanto a la señora Delmare, nombrarla en lugar de su marido había sido un error fruto de la confusión; o, más bien, tanto Ralph como Raymon creyeron escuchar el nombre de la persona que más les importaba.

Indiana no había sufrido percance alguno, pero su espanto y consternación le arrebataron casi las fuerzas para caminar. Raymon la sujetó entre sus brazos y, viéndola tan profundamente afectada por la desgracia de su esposo, a quien tanto tenía que perdonar antes de compadecerle, se reconcilió con su corazón de mujer.

Sir Ralph había recobrado su calma habitual; tan solo una impresionante palidez revelaba la fuerte conmoción que había experimentado; había estado a punto de perder a una de las dos únicas personas que amaba.

Raymon, que, en aquel instante de turbación y delirio, era el único que había conservado la cordura suficiente para comprender lo que sucedía, pudo comprobar la magnitud del afecto de Ralph por su prima y lo poco equilibrada que estaba la balanza respecto al cariño que sentía por el coronel. Esta observación, que positivamente contradecía la opinión de Indiana, se grabó en la memoria de Raymon, al igual que en la del resto de testigos de aquella escena.

Sin embargo, Raymon nunca mencionó a la señora Delmare el intento de suicidio que había presenciado. Había en aquella discreción una especie de egoísmo y rencor que ustedes perdonarán, quizá, por el sentimiento de celos que la había inspirado.

Al cabo de seis semanas, no sin dificultad, trasladaron al coronel a Lagny; pero transcurrieron más de seis meses antes de que pudiera caminar, pues a la rotura apenas soldada del fémur se sumó un agudo reumatismo localizado en la zona afectada, que le condenó a atroces dolores y a una absoluta inmovilidad. Su mujer le prodigó los más dulces cuidados sin abandonar la cabecera de su cama, y soportó sin queja alguna su agrio y atormentado humor, sus arrebatos de soldado y sus injusticias de enfermo.

A pesar del hastío de tan triste existencia, su salud floreció de nuevo, fresca y brillante, y la dicha se instaló en su corazón. Raymon la amaba, y la amaba realmente. Acudía a verla a diario; ningún contratiempo desalentaba sus visitas; soportó las discapacidades de su esposo, la frialdad de su primo y las restricciones de sus encuentros. Una mirada suya henchía de alegría el corazón de Indiana para el resto de la jornada. Ya no se lamentaba de la vida; tenía el alma rebosante, una juventud ocupada y un aliciente para su fuerza moral.

Poco a poco, y de modo imperceptible, el coronel trabó amistad con Raymon. Ingenuamente creía que aquella asiduidad era fruto del interés que su vecino demostraba por su salud. La señora de Ramière legitimó dicha amistad con sus esporádicas visitas, e Indiana se apegó a la madre de Raymon con pasión y entusiasmo. En fin, el amante de la esposa se convirtió en amigo del esposo.

Con este asiduo contacto, Raymon y Ralph contrajeron inevitablemente cierta intimidad; se llamaban el uno al otro «mi querido amigo», y estrechaban sus manos mañana y tarde. Se pedían recíprocamente favores con su acostumbrada frase, «cuento con usted», y, cuando hablaban el uno del otro, siempre afirmaban «es mi amigo».

No obstante, aunque fueran dos hombres tan francos como la sociedad permitía, no se apreciaban en absoluto. Diferían esencialmente de opinión en todas las materias, no había entre ellos simpatía alguna y, aunque ambos amaban a la señora Delmare, lo hacían de un modo tan dispar que este sentimiento, en lugar de unirles, les separaba más aún. Disfrutaban tanto como les era posible del singular placer de contradecirse y turbar el humor del otro con reproches que, si bien lanzados en la conversación como proposiciones generales, no por ello carecían de acritud y amargura.

Sus más frecuentes y principales disputas comenzaban con la política y concluían con la moral. Cuando se reunían alrededor del sillón del señor Delmare por las tardes, se iniciaba una discusión con el más ínfimo de los pretextos. Siempre respetaban las aparentes consideraciones que la filosofía imponía a uno y la costumbre inspiraba al otro; sin embargo, intercambiaban duras palabras, bajo el velo de la alusión, que divertían en gran medida al coronel, pues era un hombre de naturaleza guerrera y pendenciera y, a falta de batallas, adoraba las disputas.

Bajo mi punto de vista, la opinión política de un hombre define por completo a ese hombre. Muéstrenme su corazón y su cabeza y les diré sus opiniones políticas. Cualesquiera que sean la clase social o el partido en el que el destino nos haya hecho nacer, tarde o temprano nuestro carácter vence los prejuicios o las ideas debidas a la educación. Tal vez me tilden de absoluto; pero, ¿cómo podría yo decidirme a pensar bien de un espíritu que se apega a ciertos sistemas que la generosidad reprueba? Muéstrenme a un solo hombre que sostenga la utilidad de la pena capital y, por más concienzudo e ilustrado que sea, les reto a que constaten cualquier tipo de simpatía entre él y yo; si este hombre pretendiera iluminarme sobre verdades que yo ignoro, jamás lo conseguiría, pues no estaría en mi mano otorgarle mi confianza.

Ralph y Raymon discrepaban sobre cualquier tema y, sin embargo, antes de conocerse no tenían opiniones especialmente definidas. Pero, desde el momento en que comenzaron sus disputas tomando partido por la premisa opuesta a la que el otro defendía, llegaron ambos a formarse una convicción absoluta e irrefutable. Raymon se alzaba siempre campeón de la sociedad actual, y Ralph atacaba el edificio por todos los flancos.

La razón es muy sencilla. Raymon se sentía dichoso y la suerte se había mostrado muy generosa con él. Ralph solo conocía los sinsabores y pesares de la vida. Para el primero, todo era perfecto; para el segundo todo era hastío. Los hombres y las circunstancias habían maltratado a Ralph y mimado a Raymon; y, como dos niños, Ralph y Raymon lo referían todo a sí mismos, erigiéndose en jueces en última instancia de las grandes cuestiones de orden social, cuando ninguno de los dos estaba capacitado para ello.

Así pues, Ralph sostenía sus delirios de una república que permitiera abolir cualquier abuso, cualquier prejuicio, cualquier injusticia; proyecto totalmente basado en la esperanza de una nueva raza de hombres. Raymon, por el contrario, defendía su doctrina de una monarquía hereditaria, prefiriendo —como él mismo decía— los abusos, prejuicios e injusticias a los cadalsos y el derramamiento de sangre inocente.

Generalmente, el coronel tomaba partido por Ralph al comienzo de la discusión. Odiaba a los Borbones y acompañaba sus opiniones con toda la animosidad de sus sentimientos. Pero, pronto Raymon lo reclutaba con destreza para su bando, probando que la monarquía estaba, como principio, más próxima al Imperio que a la República. Ralph poseía escasas dotes de persuasión, era tan ingenuo, tan torpe… ¡Pobre

baronet! ¡Su franqueza era tan primitiva, su lógica tan fría, sus principios tan absolutos! No sabía de consideraciones, no dulcificaba las verdades.

—¡Pardiez! —exclamaba el coronel cuando este maldecía la intervención de Inglaterra—. ¿Qué tiene usted, hombre de juicio y sentido común —presupongo— en contra de una nación que ha combatido lealmente contra usted? ¡Lealmente! —repetía el coronel apretando los dientes y blandiendo su muleta.

—Dejemos que las cuestiones de gabinete se resuelvan de potencia a potencia —replicaba Ralph—, dado que hemos adoptado un modelo de gobierno que nos prohíbe discutir nuestros intereses. Si las naciones respondieran por los errores de su legislatura, ¿habría alguna más culpable que la suya?

—Por eso mismo, caballero —exclamó el coronel—. ¡Oprobio a Francia, por abandonar a Napoleón y soportar a un rey proclamado por bayonetas extranjeras!

—Pues yo no digo oprobio para Francia —continuaba Ralph—. Yo digo: ¡Desgraciada Francia! La compadezco por mostrarse tan débil y enfermiza el día en que fue purgada de su tirano, aceptando un apaño de Carta constitucional, migaja de una libertad que empiezan a respetar, cuando deberían repudiarla y reconquistar su libertad completa.

Entonces, Raymon recogía el guante arrojado por

sir Ralph. Caballero de la Carta, pretendía serlo también de la libertad, y demostraba magistralmente a Ralph que la primera era expresión de la segunda y que, rompiendo la Carta, derribaba él mismo su ídolo. En vano, el

baronet daba vueltas a los viciosos argumentos con los que le enredaba el señor de Ramière, pues este probaba de un modo admirable que un sistema de privilegios e inmunidades conduciría irremediablemente a los excesos del 93[30], y que la nación no estaba aún madura para una libertad que no derivara en licencia. Y, cuando

sir Ralph definía como un absurdo querer reducir una constitución a un determinado número de artículos, y observaba que lo que en un principio podía ser suficiente, podía resultar insuficiente tiempo después, apoyándose en el ejemplo de un convaleciente cuyas necesidades aumentan día a día, empecinándose torpemente en situaciones comunes, Raymon respondía que la Carta no era un círculo inflexible, que se adaptaba a las necesidades de Francia, otorgándole una elasticidad que, según sus propias palabras, se prestaría con el tiempo a las exigencias nacionales pero no se plegaría a las de la corona.

En cuanto a Delmare, se había quedado estancado en el año 1815. Era un estacionario tan anquilosado y tan obstinado como los emigrantes de Coblenza[31], sempiternas víctimas de su rencorosa ironía. Como un niño viejo, no podía comprender el enorme drama de la caída de Napoleón, y no veía más que un lance de la guerra allí donde el poder de la opinión había triunfado. Siempre hablaba de traición y patria vendida, como si una nación entera pudiera traicionar a un solo hombre, como si Francia se hubiera dejado vender por algunos generales. Acusaba a los Borbones de tiranía y lamentaba los gloriosos días del Imperio en que faltaban brazos para la tierra y pan para las familias. Al declamar contra la policía de Franchet[32] ensalzaba aquella de Fouché[33]. En pocas palabras, aquel hombre vivía permanentemente en el día posterior a la batalla de Waterloo.

Resultaba verdaderamente curioso escuchar las sentimentales boberías de Delmare y del señor de Ramière, ambos soñadores filántropos, uno bajo la espada de Napoleón y el otro bajo el cetro de San Luis[34]; el señor Delmare plantado al pie de las pirámides[35]; Raymon, sentado bajo la monárquica sombra del roble de Vincennes[36]. Sus utopías, opuestas en un principio, terminaban por entenderse: Raymon embaucaba al coronel con frases caballerescas; por cada concesión que dispensaba, exigía diez y, de modo imperceptible, le acostumbró poco a poco al espectáculo de veinticinco años de victorias ascendiendo en espiral bajo los pliegues de la bandera blanca[37]. Si bien Ralph no cejaba en su empeño de arrojar su brusquedad y rudeza sobre la florida retórica del señor de Ramière, este hubiera conquistado indudablemente al señor Delmare para el trono de 1815; pero Ralph ofendía su amor propio, y la torpe franqueza con la que se esforzaba en hacer tambalear sus opiniones no hacía más que anclarle más firmemente a sus imperiales convicciones. Entonces todos los esfuerzos del señor de Ramière resultaban ya innecesarios; Ralph marchaba pesadamente sobre las flores de su elocuencia y el coronel volvía con obstinación a su bandera tricolor, jurando que

algún día sacudiría su polvo, escupiría sobre la flor de lis y restablecería al duque de Reichstadt[38] en el trono de

sus padres; él recomenzaría la conquista del mundo; y terminaba por lamentar la vergüenza que pesaba sobre Francia, los reumatismos que le ataban a su sillón y la ingratitud de los Borbones con los vetustos bigotes tostados al sol del desierto y erizados bajo el hielo de Moscú.

—¡Mi buen amigo! —decía Ralph—. Sea sincero; usted critica que la Restauración no haya pagado los servicios prestados al Imperio y que, en cambio, haya remunerado a sus

emigrados. Dígame, si Napoleón recuperara mañana mismo toda su gloria, ¿le agradaría que le negara su favor para concedérselo a los partidarios de la legitimidad? Cada uno mira por sí mismo y por los suyos; son estas cuestiones intrascendentes, debates de interés personal que poco interesan a Francia; hoy por hoy, estando usted casi tan inválido como los emigrados soldados de élite de la armada de Napoleón, gotosos, casados o huraños, todos ustedes resultan igualmente inútiles a Francia. Sin embargo, es necesario alimentarles, y habrá alguno de ustedes que aún se queje de ella. Pero, cuando llegue el tiempo de la República, se liberará de todas sus exigencias y habrá justicia.

Estas reflexiones triviales pero evidentes ofendían al coronel tanto como las injurias personales, y Ralph, que a pesar de su buen juicio no podía comprender que la pobreza de espíritu de un hombre a quien estimaba pudiera ir tan lejos, se acostumbró a discutir con él sin miramientos.

Antes de la llegada de Raymon, existía entre estos dos hombres la tácita convención de evitar cualquier tema de naturaleza delicada que pudiera levantar polémica y con el que sus irascibles intereses pudieran lesionarse mutuamente. Pero Raymon aportó a su solitud todas las sutilezas del lenguaje, todas las pérfidas mezquindades de la civilización. Les enseñó que todo se puede decir, que todo se puede reprochar y que siempre puede uno atrincherarse tras el pretexto de la discusión. Introdujo en sus mentes el hábito de polemizar, tolerado por aquel entonces en los salones, pues las rencorosas pasiones de los Cien Días[39] habían terminado por calmarse difuminándose en matices más suaves. Pero, aunque el coronel conservaba todo el ardor de sus pasiones, Ralph cometió el craso error de creerle capaz de entender el lenguaje de la razón. Su relación con el señor Delmare se agriaba día a día mientras este se unía cada vez más a Raymon, quien, sin hacer concesiones demasiado amplias, hacía uso de su gracia para no herir su amor propio.

Es una gran imprudencia introducir la política como pasatiempo en el seno de las familias. Si quedara alguna hoy en día pacífica y dichosa, le aconsejaría no abonarse a periódico alguno, no leer ni el más insignificante artículo sobre presupuestos, parapetarse en sus tierras como si fueran un oasis y trazar una línea infranqueable entre ellas y el resto de la sociedad; pues, si permiten que el estruendo de nuestras protestas lleguen hasta ellos, pueden despedirse de su unión y serenidad. No imaginan cuánta acritud y amargura aporta la división de opiniones entre los más allegados. En la mayoría de ocasiones, no es más que una coyuntura para reprochar los defectos de carácter, las excentricidades del espíritu y los vicios del corazón.

Jamás osarían tratarse de embusteros, imbéciles, codiciosos y cobardes, pero encubren estos mismos reproches bajo epítetos como jesuitas, monárquicos, revolucionarios o moderados. Distintas palabras para las mismas injurias, tanto más desgarradoras en cuanto permitidas recíprocamente y sin mesura. No más tolerancia para las faltas mutuas, no más espíritu caritativo, no más reserva generosa y delicada; ya nada se perdona, todo pasa por un sentimiento político y, bajo esta máscara, se exhala su odio y su venganza. ¡Felices habitantes de la campiña, si es que aún quedan campiñas en Francia, huid, huid de la política y no

leáis otra cosa que Piel de asno[40] en familia! Pero, tal es el contagio, que no hay retiro lo bastante oscuro, soledad lo bastante profunda, para ocultar y proteger al hombre que quiere sustraer su bondadoso corazón a las tormentas de nuestras discordias civiles.

En vano, el pequeño castillo de Brie se había defendido durante algunos años de esta funesta invasión; finalmente, perdió su serenidad, su vida interior y activa, sus largas veladas de silencio y meditación. Ardientes disputas despertaron sus adormecidos ecos; palabras de resentimiento y amenaza espantaron a los ajados querubines que, desde hacía un siglo, sonreían bajo el polvo del artesonado. Las emociones de la vida actual penetraron en esta antigua morada y todo el refinamiento de antaño, todos los vestigios de aquella época de deleite y ligereza, contemplaron con terror la llegada de nuestra época de dudas y declamaciones, representada por tres personas que cada día se encerraban juntas para pleitear de la mañana a la noche.

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