Indiana

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Tercera parte » Capítulo XX

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Indiana ya no le reprochaba nada a Raymon; se defendía de un modo tan torpe que temía encontrarle demasiado culpable. Si algo la espantaba aún más que ser engañada, era ser abandonada. No podía dejar de creer en él, de aspirar al futuro que le había prometido, pues la vida junto al señor Delmare y

sir Ralph se había vuelto odiosa para ella y, si no hubiera confiado en que pronto escaparía de la dominación de aquellos dos hombres, acabaría también ella ahogada. Aquella idea la asaltaba con frecuencia; se decía a sí misma que si Raymon llegara a tratarla como a Noun, no le quedaría otro recurso —para escapar de un destino insoportable— que reunirse con ella. Este sombrío pensamiento la acompañaba a todas partes y ella se deleitaba en él. Sin embargo, se aproximaba la época fijada para la partida y el coronel parecía no sospechar de la resistencia que fraguaba su mujer; cada día ponía en orden sus asuntos; cada día se libraba de uno de sus acreedores; trámites estos que la señora Delmare observaba con mirada serena, convencida de su arrojo. Por su parte, también se aprestaba a luchar contra las dificultades. Intentó anticiparse buscando el apoyo de su tía, la señora de Carvajal; le expresó su renuencia ante aquel viaje, y la anciana marquesa, que —con toda su buena voluntad— basaba sus esperanzas de mejorar sus relaciones sociales merced a la belleza de su sobrina, declaró que el deber del coronel era dejar a su esposa en Francia; que sería un bárbaro al exponerla a las fatigas y peligros de aquella travesía, cuando hacía muy poco tiempo que su salud gozaba de una leve mejoría; que, en una palabra, le correspondía a él trabajar en su fortuna y a Indiana permanecer junto a su anciana tía para cuidarla. En un principio el señor Delmare consideró estas insinuaciones como los desvaríos propios de una anciana; pero se vio obligado a tomarla en serio cuando la señora de Carvajal le hizo comprender que aquel era el precio de su herencia. A pesar de que el señor Delmare apreciaba el dinero como hombre que había consagrado su vida al trabajo para amasar su fortuna, su orgulloso carácter hizo que se pronunciara con firmeza, declarando que su esposa le seguiría a toda costa. La marquesa, incrédula ante la idea de que el dinero no fuera soberano absoluto de todo hombre de buen juicio, no tomó por definitiva aquella respuesta del señor Delmare y continuó alentando la resistencia de su sobrina, proponiendo cubrirla a ojos del mundo del manto de su responsabilidad. Se precisaba de toda la indelicadeza de un espíritu corrupto para la intriga y la ambición, de toda la hipocresía de un corazón extraviado por su devoción a la ostentación, para cerrar los ojos ante las verdaderas causas de la rebelión de Indiana. Su pasión por el señor de Ramière solo era un secreto para su esposo; pero, puesto que Indiana no había dado motivos aún para el escándalo, se propagaba

sottovoce, recibiendo la señora de Carvajal la confidencia por boca de más de veinte personas. Y la anciana chiflada estaba encantada; todo cuanto deseaba era introducir a su sobrina en sociedad, y el amor de Raymon era un magnífico debut. Sin embargo, no había un carácter más propio del tiempo de la Regencia que el de la señora de Carvajal; la Restauración había dado un impulso de virtud a las almas de este temple y, como era de exigido cumplimiento en la corte, no había nada que la marquesa odiara tanto como el escándalo que destruye y corrompe. En tiempos de

madame du Barry[43] habría sido menos rígida en sus principios; en tiempos de la delfina[44] se volvió una remilgada. Pero solo para guardar las apariencias; se guardaba su desaprobación y desprecio para las faltas clamorosas y, para condenar una intriga, aguardaba siempre al desenlace. Aquellas infidelidades que no traspasaban el umbral de la puerta recibían su gracia. Se comportaba como una verdadera española a la hora de juzgar las pasiones que se desataban tras las cortinas; no había más culpable a sus ojos que aquel que se exhibía en las calles ante la mirada de los transeúntes. Y así, Indiana, apasionada y casta, enamorada y reservada, era un precioso objeto de exposición y explotación; una mujer como ella podría cautivar las mentes más ilustres de esa hipócrita sociedad y resistir a los peligros de las más delicadas empresas. Aquella era una gran oportunidad para intentar especular sobre la rectitud de un alma tan pura y un corazón tan apasionado. ¡Pobre Indiana! Afortunadamente, la fatalidad de su destino fulminó sus esperanzas arrastrándola hacia un camino de miserias del que no la rescató la terrible protección de su tía.

A Raymon no le inquietaba en absoluto cuanto estaba por acontecer. Su amor había alcanzado el último escalón del desprecio y el tedio. El hastío provoca un desplome abismal en el corazón de quien se ama. Por fortuna, en sus últimos días de ilusión, Indiana aún no lo sospechaba.

Una mañana, al regresar del baile, encontró a la señora Delmare en su alcoba. Había llegado a medianoche; hacía cinco largas horas que le esperaba. En uno de los días más gélidos del año, había permanecido allí sin encender el fuego, con la cabeza apoyada entre las manos, padeciendo el frío y la inquietud con esa sombría paciencia que el curso de su vida le había enseñado. Alzó la cabeza cuando le vio entrar y Raymon, petrificado por la sorpresa, no encontró en su pálido rostro expresión alguna de reproche o desprecio.

—Le estaba esperando —dijo ella dulcemente—; hace tres días que no viene a verme y, como en este intervalo de tiempo han sucedido cosas de las que debe estar informado sin demora, salí de mi casa ayer por la tarde para venir a comunicárselas.

—¡Ha sido una imprudencia inaudita! —exclamó Raymon, cerrando cuidadosamente la puerta a su espalda—. ¡Y mi gente sabe que está usted aquí! Acaban de decírmelo.

—No me he escondido —respondió ella con frialdad— y, en cuanto a la palabra que ha empleado, creo que no ha sido una buena elección.

—He hablado de imprudencia… ¡Una locura, debería haber dicho!

—Yo habría dicho

valentía. Pero no importa, escúcheme: el señor Delmare quiere partir para Burdeos dentro de tres días, y de allí a las colonias. Existe un acuerdo entre usted y yo de que me rescataría en caso de que él empleara la violencia: no cabe duda alguna de que será así; ayer por la tarde me pronuncié y fui encerrada en mi habitación. Escapé por una ventana; vea mis manos ensangrentadas. Quizá me esté buscando en este preciso momento; pero Ralph se encuentra en Bellerive y no podrá decir dónde me hallo. Estoy decidida a ocultarme aquí hasta que el señor Delmare tome la determinación de abandonarme. ¿Ha pensado usted en procurarme un refugio, en preparar mi fuga? Hace tanto tiempo que no he podido verle a solas que ignoro en qué punto se encuentran sus preparativos; pero, el día que le confesé mis dudas sobre su resolución, me dijo que usted no concebía el amor sin confianza; apuntó que jamás había dudado de mí, me demostró que había sido injusta, y entonces, temí no estar a la altura si no abjuraba de mis pueriles sospechas y de las mil exigencias de mujer que subestiman los amores vulgares. He soportado con resignación la brevedad de sus visitas, las dificultades de nuestros encuentros, la diligencia con la que parecía evitar cualquier confidencia conmigo; mantuve mi confianza en usted. El cielo es testigo de que, cuando la inquietud y el miedo carcomían mi corazón, los repudiaba cual pensamientos criminales. Hoy vengo a solicitar la recompensa a mi fe; ha llegado el momento: dígame, ¿acepta usted mis sacrificios?

La situación era tan apremiante que Raymon no tuvo el coraje de fingir. Desesperado, furioso de verse preso en sus propias redes, perdió la razón y se abandonó a brutales y groseras maldiciones.

—¡Está loca! —exclamó dejándose caer sobre un sillón—. ¿Dónde ha idealizado el amor? Por favor, ¿en qué novela para entretenimiento de doncellas estudió la sociedad?

De pronto se detuvo y, consciente de su excesiva rudeza, rebuscó en su mente para encontrar la manera de decírselo con otros términos y despedirla sin ultrajarla.

Pero ella permanecía impasible, como una persona preparada para oír cualquier cosa.

—Continúe —dijo ella cruzando los brazos sobre su corazón, cuyos latidos se paralizaban por momentos—, le escucho; sin duda, tiene muchas cosas que decirme.

«Un último esfuerzo de la imaginación, una última escena de amor», pensó Raymon.

Y, levantándose enérgicamente, exclamó:

—Jamás, jamás aceptaré tales sacrificios. Cuando le dije que hallaría la fuerza para hacerlo, alardeaba, Indiana o, más bien, me calumniaba; pues el hombre que consiente en deshonrar a la mujer que ama no es más que un cobarde. En su ignorancia de la vida, no comprendió la importancia de semejante propósito y yo, en mi desesperación ante la idea de perderla, no quise reflexionar…

—¡La reflexión le ha vuelto pronto! —exclamó ella retirando la mano que pretendía tomarle.

—Indiana —continuó—, ¿quiere imponerme el deshonor y reservar para usted el heroísmo? ¿No ve que me condena porque quiero permanecer digno de su amor? ¿Podría seguir amándome, mujer sencilla e ignorante, si sacrificara su vida por mi placer, su reputación por mis intereses?

—Se contradice usted —respondió Indiana—. Si quedándome a su lado le procuro dicha, ¿por qué teme a la opinión pública? ¿Le importa más que yo?

—¡Ah! ¡No es por mí que me preocupa, Indiana!

—Entonces, ¿es por mí? Preveía sus escrúpulos y, para librarle de cualquier remordimiento, tomé la iniciativa; no he esperado a que me arrancara usted de mi matrimonio; ni si quiera le he consultado la decisión de traspasar el umbral de mi puerta para siempre. Este paso decisivo está dado y su conciencia no podrá reprochárselo. A esta hora, Raymon, soy una mujer deshonrada. Durante su ausencia he contado en ese péndulo las horas que consumaban mi oprobio; y ahora, a pesar de que la naciente aurora encuentra mi frente tan pura como lo era ayer, soy una mujer perdida para la opinión pública. Ayer aún había cabida para la compasión en el corazón de las mujeres. Hoy no habrá más que desprecio. Todo esto lo consideré antes de actuar.

«¡Abominable previsión de mujer!», pensó Raymon.

Y luego, luchando contra ella como lo haría con un alguacil que pretendiera embargarle sus muebles:

—¿Exagera la gravedad de sus actos? —le dijo con tono cariñoso y paternal—. No, amiga mía; no todo está perdido por una imprudencia. Impondré silencio a mi gente…

—¿Impondrá también silencio a la mía que, sin duda, me estará buscando ansiosamente en este mismo momento? Y mi esposo, ¿acaso piensa que guardará tranquilamente el secreto? ¿Piensa que querrá recibirme mañana tras haber pasado toda la noche bajo este techo? ¿Me aconseja que regrese y me arroje a sus pies, suplicándole en señal de gracia que tenga a bien colocarme de nuevo al cuello la cadena que ha destrozado mi vida y marchitado mi juventud? ¿Consentiría de buen grado ver sometida a la autoridad de otro hombre a la mujer que tanto ama cuando usted, dueño y señor de su propio destino, podría protegerla toda la vida entre sus brazos, cuando ella deja su destino en su poder, ofreciéndole permanecer bajo su influjo para siempre? ¿No encuentra repugnante y espantoso devolverla ahora a ese implacable amo que tal vez la esté esperando con el único propósito de matarla?

Una idea fugaz cruzó por la mente de Raymon. Había llegado la hora de domar aquel orgullo de mujer o jamás se repetiría la oportunidad. Acababa de ofrecerle todos los sacrificios que no le había pedido, y se encontraba ante él con la altiva confianza de que no corría más peligros que los que ya había previsto. Raymon discurría el modo de desembarazarse de su inoportuna abnegación o sacar algún provecho de ella. Una gran amistad le unía a Delmare, debía demasiadas consideraciones a aquel hombre como para arrebatarle a su mujer; debía contentarse con seducirla.

—Tiene razón, Indiana —exclamó con ardor—; hace que vuelva en mí; despierta mi entusiasmo que, ante la idea de verla en peligro y el temor de dañarla, se había enfriado. Perdone mi pueril consideración y comprenda cuánto de ternura y de verdadero amor encierra. Su dulce voz hace bullir mi sangre, sus ardientes palabras vierten fuego en mis venas; perdone, perdóneme por haber podido pensar en otra cosa que no sea el inefable instante en que la posea. Permítame olvidar los peligros que nos acechan y agradecerle, arrodillado ante usted, la dicha que me concede; permítame disfrutar con todos los sentidos de esta hora de deleite que paso a sus pies y que ni toda mi sangre bastaría para pagar. ¡Que venga pues a arrancarla de mis delirios ese necio esposo que la encarcela y se adormece en su grosera violencia! A partir de ahora no le pertenece; es usted mi amante, mi compañera, mi dueña…

A medida que hablaba se exaltaba, como le ocurría siempre que invocaba sus pasiones. La situación era intensa, novelesca, y presentaba riesgos. Raymon amaba el peligro como digno heredero de una raza de héroes. Cada ruido que escuchaba en el exterior, parecíale la llegada del esposo reclamando a su esposa y la sangre de su rival. Buscar los deleites del amor en las excitantes emociones de semejante situación era un placer digno de Raymon. Durante un cuarto de hora amó a la señora Delmare apasionadamente; le prodigó las seducciones de una fogosa elocuencia. Fue verdaderamente impetuoso en su lenguaje y auténtico en su interpretación, como hombre de ardiente corazón que juzgaba el amor como un arte del placer. Desplegó su pasión hasta engañarse a sí mismo. ¡Qué desgracia para aquella necia mujer! Se abandonó con delicia a sus capciosas demostraciones; se sentía feliz, resplandecía de esperanza y alegría; lo perdonó todo y a punto estuvo de concederlo todo.

Pero Raymon se equivocó por exceso de precipitación Si hubiera llevado su arte a prolongar cuatro horas más la situación en que Indiana se había involucrado, ella hubiera sido suya. Pero sobrevino el día, bermellón y rutilante, irradiando torrentes de luz en el dormitorio y el ruido exterior acrecentándose por momentos. Raymon lanzó una mirada al reloj de péndulo que marcaba las siete.

«Debo terminar ahora», pensó. «Delmare puede aparecer de un momento a otro y, antes de que esto suceda, debo persuadirla de regresar voluntariamente a su casa».

Se volvió imperioso y menos cariñoso; la lividez de sus labios traicionaba el tormento de una impaciencia más apremiante que delicada. Había cierta brusquedad e incluso rabia en sus besos. Indiana sintió miedo. Un ángel bondadoso extendió sus alas sobre aquella alma frágil y desconcertada. Entonces, reaccionó y rechazó sus ataques de egoísta depravación y frialdad.

—Déjeme —dijo ella—; no quiero ceder por debilidad lo que deseo conceder por amor o gratitud. No precisa pruebas de mi amor; la mayor de todas es mi presencia aquí y el futuro que le ofrezco junto a mí. Deje que conserve la fuerza de mi conciencia para luchar contra los poderosos obstáculos que aún nos separan; necesito estoicismo y tranquilidad.

—¿De qué habla? —preguntó Raymon colérico, sin escucharla e indignado ante su resistencia.

Y, perdiendo por completo la cabeza en aquel momento de sufrimiento y despecho, la rechazó con rudeza, comenzó a caminar por la estancia con el pecho oprimido y la cabeza a punto de estallarle; acto seguido, tomó una jarra y bebió un gran vaso de agua que calmó súbitamente su delirio y enfrió su amor. Entonces, mirándola irónicamente, le dijo:

—Vamos, señora, es hora de que se retire.

Un rayo de luz vino a iluminar finalmente a Indiana, dejando al descubierto el alma de Raymon.

—Tiene razón —respondió.

Y se dirigió a la puerta.

—No olvide su capa y su echarpe —le dijo, deteniéndola.

—Es cierto —repuso ella—; estas pruebas de mi presencia aquí podrían comprometerle.

—Es usted una niña —le dijo con tono zalamero mientras la ayudaba a ponerse la capa con un celo pueril—; sabe que la amo, pero encuentra placer en torturarme y eso me vuelve loco. Espere aquí, pediré un coche de punto. Si pudiera, yo mismo la llevaría de vuelta a su casa, pero eso sería su perdición.

—¿Acaso no estoy ya perdida? —preguntó con amargura.

—No, querida —respondió Raymon, que solo pensaba en persuadirla de que le dejara en paz—. Nadie se ha percatado de su ausencia, pues aún no han venido aquí a preguntar por usted. Aunque fuera el último sospechoso, sería natural que buscaran en las casas de todas sus amistades. Además, puede ir a refugiarse bajo la protección de su tía; es más, creo que es la mejor opción; ella lo arreglará. Supondrán que ha pasado la noche en su casa…

La señora Delmare no escuchaba; miraba embobada el rojo e inmenso sol que ascendía sobre un horizonte de tejados resplandecientes. Raymon intentó sacarla de su abstracción. Ella dirigió su mirada hacia él, pero no pareció reconocerle. Sus mejillas habían tomado un tinte verdoso y sus resecos labios parecían paralizados.

Raymon sintió miedo. Recordó el suicidio de la otra y, en su espanto, sin saber cómo actuar, temiendo resultar dos veces criminal ante sus propios ojos, pero sintiéndose harto exhausto para seguir engañándola, la acomodó dulcemente en su sillón, la encerró en la habitación y subió a los aposentos de su madre.

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