Indiana

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Cuarta parte » Capítulo XXVI

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XXVI

Durante los tres meses que transcurrieron entre el envío de esta carta y su llegada a la isla de Bourbon, la situación de la señora Delmare se había vuelto casi insoportable, como resultado de un incidente doméstico de la mayor importancia para ella. Había adquirido la triste costumbre de escribir cada noche una narración de sus penas diarias. Aquel diario de sufrimientos iba dirigido a Raymon y, aunque no tenía intención alguna de hacérselo llegar, conversaba con él, a veces con pasión, otras con amargura, de los males de su vida y los sentimientos que no lograba sofocar. Aquellos papeles cayeron en manos del señor Delmare y, rompiendo el cofre que los custodiaba junto con las antiguas cartas de Raymon, los devoró con mirada celosa y furiosa. En el primer estallido de cólera no supo contenerse y se dispuso, con el corazón palpitante y las manos crispadas, a esperar a que su esposa regresara de su paseo. Quizá si ella hubiera tardado algunos minutos más aquel infeliz habría vuelto en sí, pero la mala estrella de ambos quiso que ella se presentara enseguida en su presencia. Entonces, incapaz de articular palabra, la aferró por los cabellos, la derribó y la golpeó en la frente con la punta de su bota.

Apenas imprimió aquella sangrante huella de su brutalidad sobre un ser tan frágil, se horrorizó de sí mismo. Huyó aterrorizado de sus actos y corrió a encerrarse en su dormitorio, donde armó sus pistolas para saltarse los sesos; pero, en el momento de cumplir su propósito, vio a Indiana en el porche, que se había levantado y se enjugaba con aspecto frío y sereno la sangre que inundaba su rostro. Como pensó que la había matado, en un primer momento experimentó un sentimiento de alegría viéndola en pie, pero enseguida se reavivó su cólera.

—No es más que un rasguño —gritó—. ¡Y te mereces mil muertes! No, no me suicidaré, porque entonces irías a regocijarte en los brazos de tu amante. No pretendo asegurar vuestra dicha; viviré para haceros sufrir, para verte marchitar de languidez y hastío, para deshonrar al infame que se ha burlado de mí.

Se debatía contra las torturas de la ira, cuando Ralph entró por otra puerta del porche y encontró a Indiana despeinada y en el horrible estado al que la había conducido aquella terrible escena. Pero ella no había dado muestras del menor temor, no había dejado escapar un grito, ni había alzado la mano para pedir clemencia. Hastiada de la vida, parecía haber estado cruelmente deseosa de dar a Delmare el tiempo de consumar un asesinato sin pedir socorro a nadie. Lo cierto es que, en el momento en que tuvo lugar el incidente, Ralph se hallaba a veinte pasos de distancia y no había escuchado el menor ruido.

—¡Indiana! —exclamó, retrocediendo horrorizado y sorprendido—. ¿Quién la ha herido?

—¿Aún lo pregunta? —respondió ella con amarga sonrisa—. ¿Quién más que su amigo puede tener tal derecho y voluntad?

Ralph dejó caer al suelo el tallo de rota[53] que tenía entre las manos; no precisaba de más armas que sus grandes manos para estrangular a Delmare. Franqueó la distancia en dos saltos, abrió la puerta de un puñetazo… Pero encontró a Delmare tendido en el suelo, con el rostro lívido, el cuello hinchado, preso de convulsiones ahogadas de una congestión sanguínea.

Se apoderó de los papeles esparcidos por el suelo. Reconociendo la escritura de Raymon y viendo los restos del baúl, comprendió cuanto había sucedido; y, recogiendo con cuidado las piezas acusadoras, corrió a entregárselas a la señora Delmare, exhortándola a quemarlas de inmediato. Delmare probablemente no había tenido tiempo para leerlo todo.

A continuación le rogó que se retirara a su dormitorio mientras él llamaba a los esclavos para socorrer al coronel; pero ella se negó a quemar los papeles y a ocultar su herida.

—No —dijo ella con soberbia—. ¡No quiero! En el pasado ese hombre no se dignó a encubrir mi huida ante la señora de Carvajal; se afanó en publicar aquello que él llamó mi deshonra. Quiero mostrar a la vista de todos el estigma de la suya, que tan diligentemente se ha encargado de imprimir sobre mi rostro. ¡Extraña justicia esta que impone a uno la obligación de guardar el secreto de los crímenes del otro, cuando este se arroga el derecho de ultrajarle sin piedad!

Cuando Ralph se aseguró de que el coronel se encontraba en estado de comprender, le atosigó con reproches empleando una energía y una rudeza que jamás se hubiera creído capaz de mostrar. Entonces Delmare, que ciertamente no era un hombre malvado, lloró su falta cual si fuera un niño; pero lo hizo sin dignidad, como solo se es capaz de hacerlo cuando uno se abandona a la sensación del momento sin razonar los efectos y las causas. Pronto a caer en el exceso contrario, habría llamado a su esposa para pedirle perdón; pero Ralph se opuso, e intentó hacerle comprender que aquella pueril reconciliación comprometía la autoridad de uno sin borrar la injuria sufrida por la otra. Era perfectamente consciente de que existen errores que no se perdonan y miserias que no se pueden olvidar.

Desde aquel momento la figura del esposo se volvió odiosa a ojos de su mujer. Todo cuanto hizo para reparar sus culpas le despojó de la poca consideración que había podido ganar hasta entonces. Su falta era inmensa, en efecto; el hombre que no se siente lo suficientemente fuerte para mantenerse frío e implacable en su venganza, debe abjurar de todo pensamiento de impaciencia o resentimiento. No existe un rol posible entre aquel de cretino que perdona y el de hombre de mundo que repudia. Pero Delmare también tenía su parte de egoísmo; se sentía viejo, y los cuidados de su esposa le resultaban cada día más necesarios. Le aterraba la soledad y, si en el paroxismo de su herido orgullo recurría a sus hábitos de soldado y la maltrataba, la reflexión le conducía súbitamente a la fragilidad del anciano que se asusta ante el abandono. Demasiado debilitado por la edad y las dificultades para aspirar a convertirse en padre de familia, había permanecido como un viejo solterón en su casa y había tomado a una esposa como podía haber tomado a un ama de llaves. Así pues, no era por afecto hacia ella por lo que perdonaba su falta de amor, sino por un interés propio; y si se afligía por no reinar en su afecto, era por temor a ser tratado con menos atenciones en sus días de ancianidad.

Por su lado, cuando la señora Delmare, profundamente herida por las leyes de la sociedad, reunía todas las fuerzas de su alma para odiarlas y despreciarlas, albergaba así mismo en el fondo de su pensamiento un sentimiento puramente personal. Pero, tal vez esa necesidad de dicha que nos devora, esa aversión ante la injusticia, esa sed de libertad que únicamente se apaga cuando se extingue la vida, sean elementos constitutivos del egoísmo, cualificación por la cual los ingleses designan el amor por uno mismo, considerado como un derecho del hombre y no como un vicio. Considero que el individuo elegido de entre todos para sufrir las consecuencias de leyes y costumbres que son provechosas para sus semejantes debe, si goza de alguna energía en su alma, luchar contra ese arbitrario yugo. Creo, también, que cuanto más grande y noble sea su alma, más debe resentirse bajo los golpes de la injusticia. Si alguna vez había soñado que la dicha sería recompensa de la virtud, ¡qué terribles dudas, qué desesperantes perplejidades deben arrojarle las decepciones que aporta la experiencia!

De este modo, todas las reflexiones de Indiana, todos sus sufrimientos formaban parte de esta enorme y terrible lucha entre la naturaleza y la civilización. Si las montañas desérticas de la isla hubieran podido ocultarla por un largo tiempo, con toda seguridad se habría refugiado en ellas el día en que se cometió el atentado contra ella; pero Bourbon no era lo bastante extensa para eludir su búsqueda, y resolvió interponer el mar y la incertidumbre del lugar de su retiro entre ella y su tirano. Tomada la determinación, se sintió más serena, mostrando casi indiferencia y regocijo en su interior. Delmare quedó tan sorprendido y satisfecho que, en su interior, llegó al brutal razonamiento de que era bueno que las mujeres sintieran la ley del más fuerte de vez en cuando.

Desde entonces, ella solo soñaba con su fuga, con la soledad y la independencia; por su magullado y dolorido cerebro rondaban mil proyectos novelescos en las desiertas tierras de la India o de África. Por las tardes seguía con la mirada el vuelo de las aves que se dirigían a isla Rodrigues para dormir. Aquella isla abandonada le prometía todas las dulzuras de la soledad, primer anhelo de un corazón roto; pero las mismas razones que le impedían internarse en las tierras de Bourbon le hacían abandonar la idea de buscar refugio en las pequeñas islas vecinas. A menudo veía en su casa a importantes tratantes de Madagascar que mantenían relaciones comerciales con su esposo; personas rollizas, bronceadas, groseras, que únicamente mostraban tacto y elegancia respecto a aquellos intereses que incumbían a sus negocios. Sus relatos cautivaban la atención de la señora Delmare, que gustaba de interrogarles sobre los admirables productos de aquella isla, y las maravillas de la naturaleza que le narraban de aquella comarca encendían cada vez más el deseo que sentía de ocultarse allí. La extensión del país y el poco espacio que ocupaban los europeos en aquel lugar le hacían albergar esperanzas de que jamás la descubrirían allí. Se recreaba, pues, en aquel proyecto, y nutría su espíritu ocioso de sueños de un porvenir que pretendía crear por sí misma. En primer lugar construiría su solitaria cabaña al abrigo de una selva virgen, en la orilla de un río sin nombre, y se refugiaría bajo la protección de aquellas tribus que no han sido maltratadas por el yugo de nuestras leyes y prejuicios. Ignorante criatura como era, confiaba encontrar allí las exiliadas virtudes de nuestro hemisferio y vivir en paz ajena a cualquier constitución social; imaginaba que podía escapar a los peligros del aislamiento y soportar las voraces enfermedades del clima. ¡Frágil mujer que no podía soportar la cólera de un hombre pero se jactaba de poder desafiar las dificultades de las tierras salvajes!

Inmersa en estas novelescas preocupaciones y sus extravagantes proyectos, olvidaba sus males presentes, creaba un mundo aparte que la consolaba de aquel en que se veía obligada a vivir y se habituaba a pensar menos en Raymon, que bien pronto no representaría nada en su solitaria y filosófica existencia. Tan ocupada como estaba en construirse un futuro basado en su fantasía, dejó que el pasado descansara un poco; y, desde ese momento, al sentir que su corazón era más libre y valeroso, se imaginaba recogiendo por anticipado los frutos de su vida de anacoreta. Pero llegó la carta de Raymon, y el edificio de quimeras se desvaneció como un soplo. Sintió, o creyó sentir, que le amaba aún más que en el pasado. Por lo que a mí respecta, me gusta pensar que jamás le amó con toda su alma. A mi parecer, el afecto equivocado difiere del afecto correspondido, tanto como un equívoco difiere de una verdad; considero que si la exaltación y el ardor de nuestros sentimientos nos engañan hasta el punto de creer que eso es amor en toda su extensión, con el tiempo comprenderemos —saboreando las delicias de un amor verdadero— cuánto nos hemos engañado a nosotros mismos.

Pero la situación en la que Raymon se describía inmerso reavivó en el corazón de Indiana ese arrebato de generosidad tan vital en su naturaleza. Sabiéndolo solo y desgraciado, se obligó a olvidar el pasado y a no conjeturar sobre el futuro. La víspera deseaba abandonar a su marido por odio y resentimiento; ahora lamentaba no quererle a fin de poder hacer un verdadero sacrificio por Raymon. Tal era su entusiasmo que temía no hacer lo bastante por él huyendo de un amo irascible, poniendo en peligro su existencia y sometiéndose a un agónico viaje de cuatro meses. Hubiera dado su vida creyendo que era un precio demasiado pequeño para pagar una simple sonrisa de Raymon. De este modo se conducen las mujeres.

Así pues, se trataba únicamente de abandonar la isla. Sería complicado no despertar las sospechas de Delmare y la perspicacia de Ralph. No obstante, no era aquel el principal obstáculo; era preciso eludir el anuncio de su partida que, según la ley, todo viajero estaba obligado a publicar en los periódicos.

Entre las pocas embarcaciones ancladas en el peligroso puerto de Bourbon, el navío L’Eugéne se disponía a partir para Europa. Indiana buscó la ocasión de hablar con el capitán sorteando la vigilancia de su esposo pero, cada vez que manifestaba su deseo de pasear por el puerto, Delmare le imponía la compañía de Ralph y él mismo les seguía con la vista con una desesperante paciencia. Sin embargo, a fuerza de recoger —con el mayor cuidado— cada retazo de información favorable a su plan, Indiana se enteró de que el capitán del buque con destino a Francia tenía un pariente en el pueblo de La Saline, ubicado en el interior de la isla, y que a menudo regresaba a pie para dormir a bordo. Desde ese momento, apenas abandonó el peñasco que le servía de lugar de observatorio. Para evitar sospechas se dirigía allí por senderos tortuosos por los que regresaba de noche cerrada sin haber descubierto al viajero que le interesaba por el camino de la montaña.

Solo le quedaban dos días de esperanza, pues el viento había comenzado a soplar sobre la ensenada; el anclaje amenazaba con soltarse, y el capitán Random se mostraba impaciente por internarse mar adentro.

Por fin, dirigió al Dios de los débiles y oprimidos una ardiente plegaria y fue a apostarse sobre el mismo camino de La Saline, desafiando al peligro de ser descubierta y arriesgando su última esperanza. No había transcurrido una hora desde que esperaba, cuando el capitán Random bajó por el sendero. Era un verdadero marino, siempre rudo y cínico, ya estuviera malhumorado o alegre; su mirada heló de espanto a la triste Indiana. No obstante, reunió todo su valor y caminó a su encuentro con porte digno y decidido.

—Señor —dijo ella—, pongo en sus manos mi honor y mi vida. Deseo abandonar la colonia y regresar a Francia. Si en lugar de concederme su protección traiciona el secreto que le estoy confiando, no tendré más salida que arrojarme al mar.

El capitán respondió entre improperios que el mar rehusaría engullir tan hermosa goleta y que, si decidía abatirse bajo el viento por propia voluntad, respondería remolcándola hasta el fin del mundo.

—¿Entonces, consiente, señor? —preguntó la señora Delmare con inquietud—. En ese caso, acepte mi pasaje por adelantado.

Y le entregó un joyero que contenía las alhajas que la señora de Carvajal le había regalado tiempo atrás; era la única fortuna que aún poseía. Pero el marinero pensaba de otro modo, y le devolvió el joyero dirigiéndole unas palabras que hicieron subir la sangre a sus mejillas.

—Soy muy desgraciada, señor —respondió ella, reprimiendo las lágrimas de ira que brillaban en sus largas pestañas—. La petición que le hago le autoriza a insultarme; sin embargo, si usted supiera cuán odiosa es mi existencia en este país, mostraría más piedad que desprecio.

La noble y conmovedora compostura de Indiana impactó al capitán Random. Los seres que no abusan de su sensibilidad la encuentran, a veces, sana y cabal cuando llega la ocasión. Enseguida recordó la odiosa figura del coronel Delmare y la sensación que su ataque había causado en la colonia. Mientras contemplaba con libertina mirada a aquella delicada y hermosa criatura, se sintió impresionado por su aire de inocencia y candor; en especial se sintió fuertemente conmovido al advertir sobre su frente una marca blanca que su rubor hacía resaltar. Había tenido relaciones comerciales con Delmare que le habían dejado un poso de resentimiento contra aquel hombre tan obtuso e inflexible en los negocios.

—¡Maldición! —exclamó—. Solo puedo sentir desprecio por un hombre capaz de partir a puntapiés el rostro de una mujer tan hermosa. Delmare es un corsario con quien no me disgustaría jugar a ese juego; pero sea razonable, señora, y piense que me pone en un compromiso. Debe escapar con sigilo a la puesta de la luna, y volar como un pobre petrel desde el fondo de algún arrecife bien sombrío…

—Soy consciente, señor —respondió ella—, de que no me prestará este servicio sin transgredir la ley; tal vez corre usted el riesgo de pagar una multa; es por ello que le ofrezco este joyero, cuyo valor quizá supera al menos el doble del precio de la travesía.

El capitán aceptó el joyero con una sonrisa.

—No es momento de arreglar cuentas —dijo—, pero quiero ser depositario de su pequeña fortuna. Dadas las circunstancias imagino que no habrá un equipaje considerable; la noche de la partida diríjase a las rocas de la ensenada de los Lataniers; verá acercarse hacia usted un bote guiado por dos buenos remeros que la subirán a bordo entre la una y las dos de la madrugada.

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