Indiana

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Cuarta parte » Capítulo XXIX

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XXIX

El coche se detuvo al llegar a las murallas; un sirviente que la señora Delmare ya había visto antiguamente al servicio de Raymon se asomó a la portezuela para preguntar adónde debía llevar a la señora. Indiana pronunció instintivamente la calle y el hotel donde se había alojado la víspera. Al llegar, se dejó caer sobre una silla en la que permaneció hasta el día siguiente, sin pensar en meterse en la cama, sin querer hacer un solo movimiento, deseosa de morir pero demasiado abatida, demasiado inerte como para reunir fuerzas y quitarse la vida. Pensaba que era imposible vivir con semejante dolor y que la propia muerte vendría a buscarla. Y así permaneció el día siguiente, sin tomar alimento alguno, sin responder a las pocas ofertas de servicio que le fueron hechas.

¿Qué cosa más terrible puede haber que la estancia en un hotel de París —sobre todo como aquel, ubicado en una calle angosta y sombría—, y que un día triste y húmedo se deslice como con pesar sobre los humeantes techos y las mugrientas ventanas? Hay, además, algo sobrecogedor y repugnante en aquellos muebles extraños a las costumbres de los huéspedes, en los que su mirada ociosa busca, en vano, un recuerdo o una simpatía. En todos aquellos objetos que, por así decirlo, no pertenecen a nadie a fuerza de pertenecer a todos los que por allí pasan. Esa habitación, donde nadie deja rastro alguno de su paso, salvo algún nombre extraño abandonado de vez en cuando impreso en una tarjeta en el marco de un espejo; aquel mercenario asilo que da refugio a tantos pobres viajeros, a tantos extraños solitarios, y que no es hospitalario con ninguno de ellos; que ve pasar con indiferencia tantas y tantas agitaciones humanas de las que nada sabría relatar; el ruido de la calle, discordante e incesante, que ni siquiera permite dormir para escapar a la pena o al hastío. Todos estos elementos, por sí mismos, provocan tristeza y mal humor incluso a aquellos que no cargan con la horrible situación que pesaba sobre Indiana. ¡Pobre provinciano que, habiendo abandonado tus tierras, tu cielo, tu verdura, tu casa y tu familia acabas con tu espíritu y tu corazón encerrados en esta mazmorra! ¡Esto es París, el hermoso París tantas veces soñado por ti! ¡Contempla como se extiende allá abajo, negro de cieno y lluvia, bullicioso, infecto y rápido como un río de fango! ¡He aquí el perfecto deleite siempre brillante y perfumado que te habían prometido; he aquí los embriagadores placeres, las asombrosas sorpresas, los tesoros para la vista, oído y gusto que debían disputarse tus coartados sentidos, tus prosaicas facultades, al saborearlos todos juntos! ¡Observa allá abajo cómo corre siempre apurado, siempre preocupado, el parisino afable, considerado, hospitalario que te habían pintado! Exhausto antes de haber recorrido esta insegura población y este intrincado laberinto, volverás horrorizado a encerrarte en el risueño hotel donde, tras haberte instalado precipitadamente, el único empleado de una —con frecuencia— inmensa casa te deja morir en paz, si la fatiga o la pena te arrebatan la fuerza de ocuparte de las incontables necesidades de la vida.

Pero, ser mujer y enfrentarse al rechazo de todos a tres mil leguas de cualquier afecto humano; hallarse sin dinero —lo que es peor que encontrarse abandonado y sin agua en la inmensidad del desierto—; no gozar, en el curso de una vida entera, de un recuerdo dichoso que no haya sido emponzoñado o corrompido; ni vislumbrar en el porvenir la esperanza de una existencia posible para sustraerse a la insipidez de las circunstancias presentes, es el último grado de la miseria y del abandono. Y así, la señora Delmare, renunciando a luchar contra un destino seguro, contra una vida destruida, se dejó morir de hambre, por la fiebre y el dolor, sin proferir un solo lamento, sin verter una lágrima, sin hacer un esfuerzo por adelantar una hora su muerte, por sufrir una hora menos.

Al tercer día la encontraron tendida en el suelo con los dientes apretados, los labios amoratados, los ojos exangües; sin embargo, no estaba muerta. La patrona del albergue examinó el interior del escritorio y, viéndolo tan desangelado, deliberó si enviar al hospital a aquella desconocida que, con certeza, no podría sufragar los gastos de una larga y costosa enfermedad. Y aquella mujer llena de humanidad hizo que la acostaran en la cama y envió a buscar a un médico que le informara si su enfermedad se prolongaría más de dos días. Pero se presentó uno a quien no habían llamado.

Indiana, abriendo los ojos, lo vio a su cabecera. No precisó decir su nombre.

—¡Ah! ¡Es usted! ¡Es usted! —exclamó, arrojándose moribunda a sus brazos—. ¡Usted es mi ángel! Pero es demasiado tarde, no puedo hacer más por usted que morir bendiciéndole.

—No va a morir, querida mía —respondió Ralph con emoción—; tal vez la vida aún le sonría. Las leyes que se oponían a su dicha no obstaculizarán más su amor. Hubiera querido destruir el invencible encantamiento que lanzó sobre usted un hombre a quien ni quiero ni estimo; pero no está en mis manos y estoy cansado de verla sufrir. Su existencia ha sido terrible hasta hoy; pero no lo será más. Por otra parte, si mis tristes previsiones se materializan, si la dicha que soñó tiene corta duración, al menos la habrá conocido, aunque sea por poco tiempo; al menos no morirá sin haberla degustado. Así pues, sacrifico todas mis repulsiones. El destino que la arroja desolada a mis brazos me impone los deberes de tutor y padre. Estoy aquí para anunciarle que es libre y que puede unir su suerte a la del señor de Ramière. Delmare ya no existe.

Las lágrimas corrían lentamente por las mejillas de Ralph mientras hablaba.

—¡Mi esposo está muerto! —exclamó ella—. ¡Yo le he matado! ¡Y usted me habla de futuro y felicidad como si ello fuera aún posible para un corazón que se detesta y menosprecia! ¡Pero debe saber que Dios es justo y que estoy maldita! Ramière está casado.

Indiana se desplomó de nuevo en los brazos de su primo, y no pudieron retomar su conversación hasta varias horas más tarde.

—¡Apacigüe su conciencia tan justamente turbada! —dijo Ralph con tono solemne, pero dulce y triste—. Delmare yacía herido de muerte cuando le abandonó; nunca despertó del sueño que dormía cuando usted se fue; no supo de su huida, murió sin maldecirla ni llorarle. Por la mañana, al salir del sopor en el que había caído junto a su cama, noté su rostro amoratado, su sueño pesado y ardiente; sufría una apoplejía. Corrí a su dormitorio y me sorprendió no encontrarla allí; pero no tenía tiempo de averiguar los motivos de su ausencia; no me alarmé hasta después de la muerte de Delmare. Cualquier socorro fue inútil, el mal hacía espantosos progresos; una hora más tarde expiró en mis brazos sin haber recobrado el conocimiento. Sin embargo, en el último momento su alma pesada y helada pareció esforzarse por reanimarse; buscó mi mano, que tomó por la de usted, pues las suyas estaban ya rígidas e insensibles; intentó aferraría y murió balbuceando su nombre.

—Fui testigo de sus últimas palabras —dijo Indiana con aire sombrío—. En el momento de abandonarlo por siempre, me habló en sueños: «Ese hombre será su perdición», me dijo. Tengo sus palabras grabadas aquí —agregó, llevando una mano a su corazón y otra a su cabeza.

—Cuando reuní las fuerzas para distraer mis ojos y mi mente de su cadáver —prosiguió Ralph—, pensé en usted; en usted, Indiana, por fin libre y que no podía llorar la muerte de su señor más que por bondad o por religión. Yo era el único a quien su muerte arrebataba algo, pues yo era su amigo y, aunque poco sociable, al menos no tenía rival en su corazón. Temí el efecto que podía causarle tan imprevista noticia y fui a esperarla a la entrada de la casa, pensando que no tardaría usted en volver de su paseo matutino. Esperé largo tiempo. No puedo describir mis angustias, mis búsquedas, mi terror cuando encontré el cadáver de Ophélia ensangrentado y destrozado por las rocas; las olas lo habían arrojado sobre la playa. ¡Ah!, busqué mucho tiempo creyendo que pronto descubriría el suyo, pues pensaba que se había dado muerte y, durante tres días, creí que ya nadie me quedaba a quien amar sobre la tierra. Es inútil que le hable de mi dolor, debió haberlo previsto al abandonarme.

»Sin embargo, pronto se expandió por la colonia el rumor de que había huido. Un navío que fondeó en el puerto se había cruzado con el buque L’Eugéne en el canal de Mozambique; la tripulación había abordado su navío. Un pasajero la reconoció y, en menos de tres días, toda la isla supo de su partida.

»Le ahorraré los absurdos y ultrajantes comentarios que resultaron de la coincidencia de ambas noticias: su fuga y la muerte de su esposo en la misma noche. Yo mismo no pude librarme de las caritativas conjeturas, pero hice caso omiso de ellas. Aún tenía un deber que cumplir: asegurarme de que seguía con vida y socorrerla si era necesario. Partí poco después de usted; ha sido una horrible travesía y solo hace ocho días que llegué a Francia. Mi primera idea fue correr a casa del señor de Ramière para saber de usted, pero el destino quiso que me encontrara con su sirviente Carie, quien me informó de que acababa de traerla aquí. Solo le pregunté la dirección y vine con la convicción de que no la encontraría sola.

—¡Sola, sola! ¡Indignamente abandonada! —exclamó la señora Delmare—. Pero no hablemos de ese hombre; no hablemos nunca más. No quiero amarle pues le desprecio; no quiero escuchar que le he amado, pues me hace recordar mi vergüenza y mi crimen; deje caer un terrible reproche en los últimos instantes de mi vida. ¡Ah!, sea mi ángel consolador, usted, que en todas las crisis de mi deplorable vida me tiende siempre su mano amiga. Cumpla con misericordia su última misión a mi lado; dígame palabras de cariño y perdón para que pueda morir tranquila y esperar la indulgencia del juez que me aguarda en las alturas.

Deseaba morir, pero la desgracia ensambla las cadenas de nuestra vida en lugar de romperlas. Ni siquiera estuvo gravemente enferma, carecía de fuerzas para ello; simplemente cayó en un estado de languidez y apatía semejante a la imbecilidad.

Ralph intentó distraerla; la alejó de todo cuanto podía recordarle a Raymon. La condujo a Turena[64] y la rodeó de todo lujo de comodidades; consagró todos los momentos de su vida a procurarle algunos instantes soportables y, cuando no lo conseguía, cuando agotaba todos los recursos de su ingenio y de su afecto sin lograr que brillara un débil rayo de dicha sobre su mohíno y marchito rostro, deploraba la impotencia de sus palabras y se reprochaba amargamente la inutilidad de su cariño.

Un día la encontró más hundida y abatida que nunca. No se atrevió a hablarle y se sentó junto a ella con aire triste. Indiana se volvió entonces hacia él y, estrechando su mano con ternura, dijo:

—¡Cuánto daño le hago, pobre Ralph! ¡No es poca la paciencia que precisa para soportar el espectáculo de una egoísta y cobarde desgracia como la mía! Su ruda tarea está desde hace tiempo cumplida. La más insensata exigencia no podría pedir más a un amigo de lo que usted ha hecho por mí. Ahora debe abandonarme al mal que me corroe; no consuma su vida, pura y santa, en contacto con una vida maldita; intente buscar en otro lugar la dicha que no puede hallar junto a mí.

—Renuncio, en efecto, a curarla, Indiana —respondió él—. Pero jamás la abandonaré, aun cuando me dijera que le resulto molesto, pues precisa de cuidados materiales y, si no quiere que sea su amigo, seré, al menos, su lacayo. Sin embargo, escúcheme; tengo una proposición que hacerle; la he reservado para los últimos momentos del mal, pero ciertamente será infalible.

—Solo conozco un remedio contra la tristeza —contestó ella—; el olvido; pues he tenido tiempo de convencerme de que la razón es impotente. Esperemos, pues, el tiempo necesario. Si mi voluntad pudiera obedecer al agradecimiento que usted me inspira, desde este momento me mostraría risueña y serena como en los días de nuestra infancia; créame, amigo mío, no me complazco en alimentar mi mal y envenenar mi herida; ¿acaso cree que no soy consciente de que todos mis sufrimientos recaen sobre su corazón? ¡Ay! ¡Quisiera olvidar y sanar! Pero solo soy una frágil mujer. Ralph, tenga paciencia y no me juzgue ingrata.

Se deshizo en lágrimas. Sir Ralph tomó su mano.

—Escuche, mi querida Indiana —dijo él—; el olvido no está en nuestras manos; ¡no la culpo! Puedo sufrir pacientemente, pero verla padecer es superior a mis fuerzas. Además, ¿por qué luchar así, frágiles criaturas como somos, contra un férreo destino? Bastante hemos arrastrado esta cruz; el Dios que adoramos usted y yo no ha destinado al hombre tantas miserias sin concederle el instinto de sustraerse a ellas; lo que otorga —bajo mi punto de vista— la superioridad del hombre sobre la bestia es la capacidad de encontrar el remedio a todos sus males. Ese remedio es el suicidio, y es el que le propongo, el que le aconsejo.

—Muchas veces he pensado en ello —respondió Indiana tras un breve silencio—. En el pasado, violentas tentaciones me incitaban, pero un escrúpulo religioso me frenaba. Después, mis pensamientos fueron elevándose en la soledad. La desgracia, aferrándose a mí, me enseñó poco a poco una religión distinta a aquella predicada por los hombres. Cuando vino en mi socorro estaba decidida a dejarme morir de hambre; pero me suplicó que viviera; pensé que no tenía derecho a rehusar ese sacrificio. Ahora lo que me detiene es usted, su futuro. ¿Qué hará usted solo en este mundo, mi pobre Ralph, sin familia, sin pasiones, sin afectos? Después de los terribles pesares que han desgarrado mi corazón no le sirvo para nada; pero me curaré, tenga un poco de paciencia; pronto, tal vez, pueda sonreír… Quiero recobrar la alegría y la serenidad para consagrarle esta vida que tanto ha disputado a la desgracia.

—No, querida mía, no —replicó Ralph—; no quiero ese sacrificio; no lo aceptaré jamás. ¿Acaso mi existencia es más preciosa que la suya? ¿Por qué ha de imponerte un odioso porvenir para hacer agradable el mío? ¿Piensa que podría gozarlo si su corazón no lo comparte? No, no soy egoísta hasta ese punto. No debemos intentar, créame, una heroicidad imposible; es orgulloso y pretencioso esperar abjurar así de todo amor propio. Meditemos, pues, nuestra situación con tranquilidad y dispongamos de los días que nos quedan como de un bien común que ninguno de los dos tiene derecho a acaparar a expensas del otro. Desde hace largo tiempo —desde mi nacimiento, podría decirse—, la vida me hastía y me pesa; ahora no me siento con fuerzas para sobrellevarla sin amargura e impiedad. Partamos juntos, Indiana, regresemos al Dios que, aunque nos ha exiliado a este mundo de pruebas, a este valle de lágrimas, sin duda no rehusará abrirnos sus brazos cuando, exhaustos y heridos, vayamos a pedir su piedad y clemencia. Creo en Dios, Indiana, y soy el primero que la enseñó a creer en él. Confíe, pues, en mí; un corazón recto no puede engañar a aquel que le pregunta con candor. Pienso que ambos hemos sufrido bastante para purgar nuestras faltas. El bautismo de la desgracia ha purificado sobradamente nuestras almas: devolvámoslas a aquel que nos las ha dado.

Este pensamiento ocupó a Ralph y a Indiana durante varios días, al cabo de los cuales resolvieron acabar juntos con sus vidas. Solo era cuestión de elegir el tipo de suicidio.

—Es una decisión importante —dijo Ralph—; ya había pensado en ello y esto es lo que le propongo. No siendo la acción que vamos a cometer el resultado de una crisis de confusión momentánea, sino el objeto razonado de una determinación tomada con un sentimiento de reflexión calmada y piadosa, es necesario que mostremos el recogimiento de un católico ante los sacramentos de su iglesia. Para nosotros el universo es el templo en el que adoramos a Dios. Es, al abrigo de una grandiosa y virgen naturaleza, donde encontramos su poder, libre de cualquier profanación humana.

»Volvamos, pues, a orar al desierto. Aquí, en esta comarca pululante de hombres y vicios, en el seno de esta civilización que reniega de Dios o lo mutila, siento que estaría cohibido, distraído y triste. Quisiera morir alegre, sereno y con la mirada alzada al cielo. ¿Dónde lo encontraría aquí? Así que le diré el lugar donde el suicidio se me ha presentado bajo su apariencia más noble y solemne. Al borde de un precipicio, en la isla de Bourbon; en lo alto de aquella cascada que se lanza diáfana y coronada por un resplandeciente prisma en el solitario barranco de Bernica. Es allí donde pasamos las más dulces horas de nuestra infancia; es allí donde, tiempo después, he llorado las penas más amargas de mi vida; es allí donde aprendí a orar, a esperar; es allí donde quisiera, en una de esas agradables noches de nuestra latitud, hundirme bajos aquellas cristalinas aguas y descender hasta la fresca y florida tumba que ofrece la profundidad del verdoso abismo. Si no tiene predilección por algún otro punto de la tierra, concédame la satisfacción de cumplir nuestro doble sacrificio en los lugares que fueron testigos de los juegos de nuestra infancia y de los sufrimientos de nuestra juventud.

—Concedido —respondió la señora Delmare, estrechando su mano con la de Ralph en señal de pacto—. Siempre he sentido una irresistible atracción hacia la orilla de las aguas, debido al recuerdo de mi desdichada Noun. Será dulce morir como ella lo hizo. Será la expiación de su muerte; una muerte que yo causé.

—Y, además —prosiguió Ralph—, un nuevo viaje por el mar —bajo sentimientos bien distintos a aquellos que nos atormentaron hasta hoy— será la mejor preparación que podíamos imaginar para recogernos, para despegarnos de los afectos terrenales, para elevarnos limpios de toda impureza a los pies del Ser por excelencia. Aislados del mundo entero, preparados para abandonar alegremente la vida, contemplaremos con radiante mirada cómo la tempestad subleva los elementos y despliega ante nosotros su magnífico espectáculo. Vamos, Indiana; partamos, sacudámonos el polvo de esta ingrata tierra. Morir aquí, bajo los ojos de Raymon, sería, en apariencia, una rigurosa y vil venganza. Dejemos que Dios se encargue de castigar a ese hombre; vayamos más bien a pedirle que abra los tesoros de su misericordia a ese ingrato y estéril corazón.

Y partieron. La goleta Nahandove les llevó, veloz y ligera como un pájaro, a su dos veces abandonada patria. Jamás hubo travesía más breve y feliz. Pareciera que un viento favorable se encargara de conducir a puerto a aquellos dos infortunados, tanto tiempo zarandeados por los escollos de la vida. Durante tres meses, Indiana recogió el fruto de su docilidad a los consejos de Ralph. El aire del mar, tan tónico y penetrante, fortaleció su frágil estado de salud; la serenidad regresó a su fatigado corazón. La certidumbre de un inminente final para sus males produjo en ella el mismo efecto que las promesas del doctor a un enfermo crédulo. Ingrata de su vida pasada, abrió su alma a las profundas emociones de la esperanza religiosa. Sus pensamientos se impregnaron de un encanto misterioso, de un perfume divino. Nunca mar y cielo le habían resultado tan hermosos. Parecía contemplarlos por primera vez, pues jamás había descubierto en ellos tanta riqueza y esplendor. Su rostro recobró la serenidad, y hubiérase dicho que un rayo divino hubiera penetrado en sus dulcemente melancólicos ojos azules.

Un cambio no menos extraordinario se operó tanto en el alma como en la figura de Ralph; las mismas causas produjeron casi los mismos efectos. Su alma, por largo tiempo agarrotada contra el dolor, se ablandó bajo el reconfortante calor de la esperanza. El paraíso descendió también hasta su amargado y herido corazón. Sus palabras siguieron la impronta de sus sentimientos y, por vez primera, Indiana conoció su verdadero carácter. La santa y filial intimidad que les unía despojó a uno de su insoportable timidez y a la otra de sus injustas prevenciones. Día tras día, desprendíase Ralph de una imperfección de su natura e Indiana de un prejuicio errado. Al mismo tiempo, el lacerante recuerdo de Raymon se atenuó, palideció y acabó derrumbándose pieza a pieza ante las desconocidas virtudes y el sublime candor de Ralph. A medida que Indiana enaltecía a uno, se empequeñecía el otro. Y, finalmente, a fuerza de comparar a aquellos dos hombres, todo vestigio de su ciego y fatal amor por Raymon se extinguió.

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