Indiana

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Primera parte » Capítulo II

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II

Los dos personajes que acabamos de mencionar, Indiana Delmare y sir Ralph o, si así lo prefieren, el señor Rodolphe Brown, se quedaron frente a frente, manteniendo la calma y la frialdad que hubieran conservado si el marido se encontrara aún con ellos. El inglés no tenía la menor intención de justificarse, y la señora Delmare sentía que no tenía ningún grave reproche que recriminarle; porque si él había hablado, lo había hecho con buena intención. Finalmente, rompiendo el silencio con gran esfuerzo, ella le regañó dulcemente.

—No ha estado bien, mi querido Ralph —dijo ella—; le había prohibido repetir las palabras que se me escaparon en un momento de sufrimiento, y el señor Delmare era la última persona a quien hubiera querido confesarle mi mal.

—No la comprendo, querida —respondió sir Ralph—; está enferma y se niega a cuidarse. Me vi en la obligación de elegir entre la alternativa de perderla y la necesidad de advertir a su esposo.

—Sí —dijo la señora Delmare con una triste sonrisa—. ¡Y tomó usted la decisión de prevenir a la autoridad!

—Se equivoca, se equivoca, le doy mi palabra, enojándose así con el coronel; es un hombre de honor, un hombre digno.

—¿Quién dice lo contrario, sir Ralph?

—¿Quién? Usted misma, sin pretenderlo. Su tristeza, su estado enfermizo y —como él mismo observa— sus ojos enrojecidos hablan por sí solos, revelando a todos y todo el tiempo que usted no es feliz…

—Cállese, sir Ralph, está yendo muy lejos. Nunca le he permitido saber tanto.

—La he importunado, soy consciente. ¿Qué quiere? No soy muy diplomático; no conozco las sutilezas de su lengua y, además, tengo muy buena relación con su esposo. Desconozco completamente, ya sea en inglés o en francés, las palabras adecuadas para consolar a una mujer. Otro, en mi lugar, le habría hecho comprender, sin decirla expresamente, la idea que le acabo de exponer con tanta torpeza; habría encontrado el modo de ganarse antes su confianza sin que usted se percatara de sus progresos y, tal vez, habría logrado aliviar un poco su corazón, que se resiste y se cierra ante mí. No es la primera vez que observo, en Francia particularmente, cómo rige el imperio de las palabras sobre las ideas. Las mujeres, sobre todo…

—¡Oh! Muestra un profundo desprecio por las mujeres, mi querido Ralph. Y aquí me hallo, sola, contra ustedes dos; debo, pues, resignarme a no tener nunca la razón.

—Sáquenos de nuestro error, querida prima, velando por su salud, recuperando su alegría, su frescor, su vivacidad de antaño; recuerde la isla de Bourbon[9] nuestro delicioso refugio de Bernica, nuestra infancia dichosa y nuestra amistad tan antigua como su…

—Recuerdo también a mi padre… —dijo Indiana, enfatizando con tristeza aquella respuesta y apoyando su mano sobre la mano de sir Ralph.

Cayeron ambos en un profundo silencio.

—Indiana —dijo Ralph tras una pausa—, la felicidad está siempre a nuestro alcance. A menudo, no tenemos más que alargar la mano y aferrarla. ¿Qué echa en falta? Tiene una vida confortable, preferible a la riqueza; un excelente esposo que la ama con todo su corazón y, me atrevo a decir, un amigo sincero y devoto…

La señora Delmare estrechó delicadamente la mano de sir Ralph, pero no cambió de actitud; su cabeza languidecía sobre su pecho y sus ojos humedecidos continuaban consagrados a los mágicos efectos de las brasas.

—Su tristeza, querida amiga —prosiguió sir Ralph—, es un estado puramente enfermizo. ¿Quién de nosotros está libre de las penas, del hastío? Mire a aquellos que se encuentran por debajo de usted; verá entonces que la envidian, no sin razón. Es la naturaleza del hombre, siempre codicia lo que no tiene…

Tendré a bien ahorrarles la sarta de estereotipos que espetó el bueno de sir Ralph con un tono tan monótono y tedioso como sus ideas. No es que sir Ralph fuera un necio, pero se encontraba absolutamente fuera de su elemento. No carecía ni de buen juicio ni de sabiduría; pero consolar a una mujer, como él mismo había confesado, era un rol que estaba por encima de sus posibilidades. Era tal la torpeza de aquel hombre para comprender la aflicción ajena que, incluso con la mejor de las voluntades para procurar consuelo, solo lograba agravar la situación. Era tan consciente de su impericia que raramente se aventuraba a conjeturar sobre las tribulaciones de sus amistades; pero, en esta ocasión, hacía verdaderos esfuerzos a fin de cumplir con lo que para él representaba el más espinoso deber de la amistad.

Advirtiendo que la señora Delmare le escuchaba sin gran entusiasmo, guardó silencio. Únicamente se oían las miles de vocecillas que susurraba la leña ardiendo, el canto quejumbroso de la madera calentándose y dilatándose, el crujido de la corteza crispándose antes de estallar y esas ligeras explosiones fluorescentes de la albura que originan una llama azulada. De tanto en tanto, el aullido de un perro se mezclaba con el débil silbido del gélido viento que se filtraba por el resquicio de la puerta y el ruido de la lluvia golpeando los cristales. Aquella noche era, tal vez, una de las más tristes de cuantas había vivido la señora Delmare en su pequeña mansión de Brie.

Además, ignoro qué vaga esperanza pesaba sobre aquella alma impresionable y sobre las delicadas fibras de su cuerpo. Los seres débiles no viven más que de terrores y presentimientos. La señora Delmare tenía todas las supersticiones de una criolla nerviosa y enfermiza; ciertos sonidos de la noche y ciertas actuaciones de la luna le presagiaban futuros acontecimientos e inminentes desgracias; la noche hablaba para aquella pensativa y melancólica mujer con un lenguaje repleto de misterios y fantasmas que solamente ella sabía interpretar y traducir de acuerdo a sus temores y sufrimientos.

—Dirá usted que estoy loca —dijo ella, retirando la mano que aún estrechaba sir Ralph—, pero presiento que una catástrofe se cierne sobre nosotros; un peligro acecha a alguien… a mí, sin duda… pero… verá, Ralph, me siento intranquila, como si se avecinara un período crucial de mi destino… Tengo miedo —agregó, estremeciéndose—; me encuentro mal.

Y sus labios se tornaron tan pálidos como sus mejillas. Sir Ralph, asustado —no de los presentimientos de la señora Delmare, que interpretaba como los síntomas de una gran atonía moral, sino de su mortal palidez—, tiró enérgicamente de la campanilla para pedir ayuda. Nadie acudió; entonces, Ralph, aterrado ante el desfallecimiento cada vez más notorio de Indiana, la alejó del fuego, la depositó sobre una chaise longue y corrió a la desesperada, llamando a los sirvientes, buscando agua, sales —todo ello en vano—, destrozando las campanillas, perdiéndose en aquel laberinto de oscuras estancias y retorciéndose las manos de impaciencia y enfado consigo mismo.

Finalmente, tuvo la ocurrencia de abrir la puerta acristalada que daba acceso al jardín y comenzó a llamar a gritos a Lelièvre y a Noun, la doncella criolla de la señora Delmare.

Un instante después, desde una de las más sombrías sendas de la floresta, apareció Noun preguntando con gran excitación si la señora Delmare se encontraba peor que de costumbre.

—Muy mal —respondió sir Brown.

Entraron en el salón y prodigaron ambos sus cuidados a una desvanecida señora Delmare; uno, con todo el celo de una inútil y torpe empresa; la otra, con la habilidad y destreza de la abnegación femenina.

Noun era la hermana de leche de la señora Delmare; las jóvenes, criadas juntas, se querían tiernamente. Noun, alta, fuerte, plena de salud, vivaz, ágil y rebosante de una sangre criolla ardiente y apasionada, eclipsaba —por su resplandeciente hermosura— la pálida y delicada belleza de la señora Delmare; pero la bondad de sus corazones y la fuerza de su cariño sofocaban cualquier sentimiento de rivalidad femenina entre ambas.

Cuando la señora Delmare recuperó la consciencia, lo primero que advirtió fue una gran conmoción en el rostro de su doncella, el desorden de su cabellera húmeda y la agitación que traicionaba todos sus movimientos.

—Tranquila, mi niña —le dijo ella con dulzura—; mi mal te afecta más a ti que a mí misma. Vamos, Noun, debes cuidarte; has adelgazado y lloras como si hubieras perdido las ganas de vivir; mi querida Noun, ¡la vida se presenta tan bonita y feliz ante ti!

Noun tomó efusivamente la mano de la señora Delmare, la llevó a sus labios y, como presa de un delirio, comenzó a lanzar miradas de espanto a su alrededor.

—¡Dios mío! —exclamó—. Señora, ¿sabe usted por qué está en la arboleda el señor Delmare?

—¿Por qué? —repitió Indiana, perdiendo súbitamente el ligero color que había retornado a sus mejillas—. Aguarda, no sé… ¡Me estás asustando! ¿Qué sucede?

—El señor Delmare —respondió Noun con la voz entrecortada— sospecha que hay ladrones en el parque y ha ido a hacer una ronda con Lelièvre; ambos van armados con fusiles…

—¿Y bien? —preguntó Indiana, que parecía esperar una desagradable noticia.

—Y bien —repitió Noun juntando sus manos con cierta confusión—, no es arriesgado presagiar que matarán a algún hombre…

—¡Matar! —gritó la señora Delmare, alzándose con el crédulo temor de una niña aterrorizada por los cuentos de su doncella.

—¡Ah! Sí, le matarán —exclamó Noun entre ahogados sollozos.

«Estas dos mujeres están locas», pensó sir Ralph, que contemplaba aquella insólita escena con estupefacción. «Por otra parte», añadió para sí, «todas las mujeres lo están».

—Pero, Noun, ¿qué estás diciendo? —prosiguió la señora Delmare—. ¿Acaso crees que hay ladrones?

—¡Oh, si fueran ladrones! Pero será algún pobre campesino que tal vez pretende robar un puñado de leña para su familia.

—¡En efecto, eso sería espantoso…! Pero no es muy probable. Nadie se expondría a entrar en una finca amurallada cuando se halla tan cerca el bosque de Fontainebleau[10], donde tan fácilmente se puede robar madera… ¡Bah! El señor Delmare no encontrará a nadie en el parque; tranquilízate…

Pero Noun no escuchaba; iba de la ventana del salón a la chaise longue de su señora; espiaba el más mínimo sonido, parecía indecisa entre la idea de correr hacia el señor Delmare o permanecer junto a la enferma.

Al señor Brown la ansiedad de la joven le resultaba tan insólita, tan fuera de lugar que, faltando a su dulzura habitual, le aferró el brazo fuertemente.

—¿Acaso ha perdido el juicio por completo? —preguntó—. ¿No ve que está asustando a su señora y que sus absurdos temores le causan un daño terrible?

Pero Noun no le escuchaba; había desviado la mirada hacia su señora, que acababa de estremecerse en su asiento como si un golpe de aire hubiera azotado sus sentidos con una eléctrica conmoción. Casi al mismo tiempo, el ruido de un disparo de fusil hizo temblar los cristales del salón y Noun se derrumbó sobre sus rodillas.

—¡Qué suplicio de terrores femeninos! —exclamó sir Ralph, hastiado de su nerviosismo—. En breve aparecerán triunfalmente con un conejo cazado a rececho y se reirán de ustedes mismas.

—No, Ralph —dijo la señora Delmare, avanzando con paso firme hacia la puerta—, le digo que se ha derramado sangre humana.

Noun lanzó un grito desgarrador y se desplomó.

Se escuchó entonces la voz de Lelièvre gritando desde un extremo del cercado:

—¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Buena puntería, mi coronel! ¡El ladrón ha caído!

Sir Ralph comenzó a alarmarse. Siguió los pasos de la señora Delmare e, instantes después, condujeron al peristilo de la mansión a un hombre ensangrentado y sin señales de vida.

—¡Basta de gritos! ¡Basta de llantos! —exclamó con brusco entusiasmo el coronel a sus aterrorizados criados, que se agolpaban alrededor del herido—. Esto tiene que ser una broma; mi escopeta estaba cargada con sal. Creo, incluso, que ni siquiera le he rozado; debe haberse caído de puro miedo.

—¿Y esa sangre, señor? —preguntó la señora Delmare con un tono de profundo reproche—. ¿Es el miedo lo que la hace manar?

—¿Por qué está aquí, señora? —gritó el señor Delmare—. ¿Qué está haciendo aquí?

—Reparar, como es mi deber, el daño que usted ha causado, señor —respondió fríamente.

Y, avanzando hacia el herido con un coraje del que ninguno de los presentes se veía aún capaz, acercó una luz a su rostro.

Entonces, en lugar de los rasgos y vestuario inmundos que todos esperaban, vieron a un hombre joven de noble apariencia y vestido con distinción, aunque con traje de caza. Tenía una leve herida en la mano; pero su atuendo desgarrado y su desvanecimiento anunciaban una grave caída.

—¡Ya lo creo! —exclamó Lelièvre—. Ha caído desde unos veinte pies de altura. Se hallaba en lo alto del muro cuando el coronel le disparó, y algunas partículas de plomo o de sal, impactando en su mano derecha, le habrán hecho perder su punto de apoyo. La cosa es que le vi rodar y, cuando llegó abajo, no podía imaginar que se salvaría, ¡pobre diablo!

—¿No es increíble —dijo una doncella— que alguien se divierta robando cuando va tan elegantemente vestido?

—¡Y los bolsillos llenos de dinero! —dijo otro criado que había desabrochado el chaleco del presunto ladrón.

—Qué extraño —apuntó el coronel, que observaba, no sin profunda inquietud, al hombre tendido ante él—. Si este hombre está muerto, no es mi culpa; examine su mano, señora, y si encuentra una sola partícula de plomo…

—Quiero creerle, señor —respondió la señora Delmare, quien, con una sangre fría y una fuerza moral que nadie le habría presupuesto, controlaba meticulosamente el pulso y las arterias del cuello—. Además —agregó—, no está muerto, aunque precisa de pronto auxilio. Este hombre no tiene aspecto de ladrón y tal vez merezca nuestros cuidados; y, aun cuando no los mereciera, nuestro deber, mujeres, es proporcionárselos.

Y así, la señora Delmare hizo trasladar al herido a la sala de billar, que era la más próxima. Tendieron un colchón sobre algunos taburetes, e Indiana, ayudada por sus doncellas, se ocupó de vendar la mano herida mientras que sir Ralph, que gozaba de conocimientos en cirugía, practicó una abundante sangría.

Durante este tiempo, el coronel, molesto con su actitud, se encontraba en la posición de un hombre que se había mostrado más cruel de lo que realmente había sido su intención. Sentía la necesidad de justificarse a ojos de los demás o, más bien, de hacerse justificar por los demás ante los suyos. Permanecía, pues, bajo el peristilo rodeado de sus sirvientes, entregados todos ellos a los profusos comentarios —tan vehementemente prolijos como absolutamente inútiles— que siempre se originan tras un gran acontecimiento. Lelièvre había explicado ya veinte veces, con todo lujo de detalles, el disparo, la caída y sus consecuencias, mientras que el coronel, habiendo recuperado su condición de hombre de bien entre los suyos, tal y como siempre sucedía tras satisfacer su cólera, denunciaba las sospechosas intenciones de un hombre que se adentra en una propiedad privada, de noche, escalando sus muros. Todos concordaban con la opinión del señor cuando el jardinero, llevándolo discretamente a un aparte, le aseguró que el ladrón asemejaba, cual dos gotas de agua, a un joven propietario recientemente instalado en las inmediaciones a quien había visto conversando con la señorita Noun tres días antes, en la fiesta campestre de Rubelles.

Aquella información dio otro giro a las ideas del señor Delmare; en su amplia frente, brillante y calva, surgió una abultada vena cuya hinchazón era presagio de tormenta.

«¡Maldición!», se dijo apretando los puños. «¡La señora Delmare se está tomando demasiadas molestias por un petimetre que ha entrado en mi casa saltando los muros!».

Y entró en la sala de billar, pálido y temblando de ira.

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