Indiana

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Primera parte » Capítulo V

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V

El señor de Ramière vagaba sin fatiga ni tedio entre los ondulantes pliegues de aquella multitud engalanada.

Sin embargo, batallaba contra la tristeza. Al volver a su mundo sentía una especie de remordimiento, de vergüenza, por todas las ridículas ideas que un amor tan disonante le había sugerido. Contemplaba a aquellas mujeres tan radiantes bajo las luces; prestaba atención a sus delicadas y refinadas conversaciones; escuchaba elogiar sus talentos; y, en aquellas selectas maravillas, en aquellos atuendos casi regios, en aquellas exquisitas palabras, por doquier, hallaba un reproche por haber atentado contra su destino. Pero, a pesar de aquella especie de confusión, Raymon sufría un remordimiento más real; porque era un hombre de extrema delicadeza en sus intenciones y las lágrimas de una mujer desgarraban su corazón, por muy endurecido que estuviera este.

Los honores de la velada se dirigían en aquel momento hacia una joven de la que nadie conocía el nombre y que, por la novedad de su presentación en sociedad, gozaba del privilegio de atraer todas las miradas. La sencillez de su vestido era suficiente para hacerla resaltar entre los diamantes, plumas y flores que lucía el resto de mujeres. Varias sartas de perlas trenzadas en su negra cabellera componían todas sus galas. El blanco mate de su collar, el de su vestido de seda y sus hombros desnudos se confundían a cierta distancia, y el calor de los salones apenas conseguía dibujar en sus mejillas un delicado matiz, como el de una rosa de Bengala eclosionada entre la nieve. Era una criatura menuda, adorable, toda delicadeza; una belleza de salón a la que el vivo resplandor de las candelas confería una mágica apariencia que un rayo de sol hubiera decolorado. Bailando era tan liviana que un simple soplo hubiera bastado para elevarla; pero era una ligereza sin vivacidad, sin deleite. Si permanecía sentada se curvaba como si su cuerpo, demasiado dúctil, careciera de fuerza para sostenerse; y, cuando hablaba, sonreía con cierta tristeza. Los relatos fantásticos estaban en boga por aquella época, y los eruditos del género comparaban a aquella muchacha con una encantadora aparición evocada por la magia que, al clarear el día en el horizonte, palidecía y se desvanecía como un sueño.

Y, a la espera, se arremolinaban a su alrededor para invitarla a bailar.

—Deprisa —decía un dandi romántico a uno de sus amigos—; el gallo va a cantar, y los pies de su bailarina ya no tocan el entarimado. Apuesto a que ya no siente su mano en la suya.

—Fíjese en la tez bronceada y singular del señor de Ramière —dijo una artista a su acompañante—. ¿Verdad que al lado de esa joven pálida y menuda, el tono tostado de él hace resaltar admirablemente el sedoso tono de ella?

—Esa joven —dijo una mujer que conocía a todo el mundo y que cumplía el rol de almanaque en todas las reuniones— es la hija del viejo chiflado de Carvajal, que quiso decapitar a Joséphin y que, arruinado, se fue a morir a la isla de Bourbon. Creo que esta hermosa flor exótica contrajo un nefasto matrimonio, pero su tía está bien posicionada.

Raymon se había aproximado a la bella Indiana. Una singular emoción se apoderaba de él cada vez que la miraba; tal vez había visto aquel pálido y triste semblante en alguno de sus sueños pero, definitivamente, la había visto, y sus ojos se clavaban en ella con el placer que se saborea cuando uno se reencuentra con una agradable visión que se había dado por perdida para siempre. El interés de Raymon perturbó al objeto de su atención; torpe y tímida como una persona ajena al mundo, el éxito que había cosechado parecía turbarla más que agradarle. Raymon dio una vuelta al salón, le informaron de que aquella mujer era la señora Delmare y la invitó a bailar.

—Usted no me recuerda —le dijo cuando se encontraron a solas en medio de la multitud—; pero yo, yo no he podido olvidarla, señora. Y, sin embargo, no la he visto más que un instante, a través de una nube; pero en ese instante usted se mostró tan bondadosa, tan compasiva…

La señora Delmare trastabilló.

—¡Ah! Sí, señor —dijo vivamente—. ¡Es usted…! También yo me acuerdo de usted.

A continuación se ruborizó temiendo haber faltado a algún convencionalismo, y miró a su alrededor como comprobando si alguien la había escuchado. Su timidez acrecentaba su gracia natural, y Raymon sintió que el acento de aquella voz criolla, un poco velada, tan dulce que parecía estar hecha para orar o bendecir, le tocaba el corazón.

—Temía —dijo él— que jamás se me ofreciera la oportunidad de mostrarle mi agradecimiento. No podía presentarme en su casa, y sabía que usted no frecuenta la vida en sociedad. También temía que, al acercarme a usted, pudiera encontrarme con el señor Delmare y, dada nuestra mutua posición, no resultaría un acontecimiento agradable. ¡Dichoso este momento, que me permite saldar la deuda de mi corazón!

—Sería aún más dulce para mí —respondió ella— si el señor Delmare pudiera ser partícipe de él; si usted le conociera mejor, sabría que es un hombre tan bondadoso como brusco. Usted le perdonaría por haber sido su accidental asaltante pues, ciertamente, su corazón ha sangrado más que su herida.

—No hablemos más del caballero Delmare, señora; le perdono de todo corazón. Yo le agravié, se hizo justicia; ahora solo queda olvidarlo; pero usted, señora, usted que me prodigó tan delicados y generosos cuidados, quisiera recordar toda mi vida su comportamiento conmigo, su inmaculado rostro, su dulzura angelical y esas manos que derramaron bálsamo en mis heridas y que aún no he podido besar…

Mientras hablaba, Raymon aferraba la mano de la señora Delmare, pronto a fundirse con ella en la contradanza. Tomó aquella mano dulcemente entre las suyas y toda la sangre de la joven refluyó a su corazón.

Cuando la acompañó de nuevo a su asiento, la señora de Carvajal, tía de la señora Delmare, se había alejado de allí; el salón comenzaba a despejarse. Raymon se sentó junto a ella. Poseía la desenvoltura que otorga cierta experiencia en cuestiones del corazón; es la violencia de nuestros deseos, la precipitación de nuestro amor, lo que nos vuelve estúpidos ante las mujeres. El hombre que ya ha hecho uso de sus emociones muestra un mayor interés por gustar que por amar. Sin embargo, el señor de Ramière se sentía más profundamente emocionado junto a aquella nueva y sencilla mujer de lo que se había sentido jamás. Tal vez aquella rápida impresión era fruto del recuerdo de la noche que había pasado en su casa; lo cierto es que, hablándole con vehemencia, su corazón no traicionaba a sus labios.

Pero la costumbre adquirida con otras mujeres, otorgaba a sus palabras esa especie de poder de convicción ante el que la ingenua Indiana se abandonaba, sin comprender que todo aquello no había sido inventado para ella.

Normalmente, y las mujeres lo saben muy bien, un hombre que habla de amor con cierto ingenio, solo está moderadamente enamorado. Raymon era la excepción; expresaba con arte su pasión y la sentía con ardor; en realidad, no era la pasión la que le hacía elocuente, sino la elocuencia la que le volvía apasionado. Notaba cuando era del agrado de una mujer, y se volvía elocuente para seducirla y se enamoraba de ella seduciéndola. Sentimiento que compartía con abogados y predicadores, que tan pronto lloran a lágrima viva como sudan a mares. Se había relacionado con mujeres lo bastante inteligentes como para desconfiar de sus calurosas improvisaciones, pero Raymon había hecho lo que calificamos como «locuras» por amor: había raptado a una joven de buena familia; comprometido a mujeres de elevada posición; había participado en tres escandalosos duelos; había dejado traslucir ante toda una multitud, ante toda una sala de espectáculos, el desorden de su corazón y el delirio de sus pensamientos. Un hombre que hace todo esto sin temor a resultar ridículo o a ser reprobado, y que consigue no ser ni lo uno ni lo otro, está fuera de alcance; puede arriesgarlo todo, esperarlo todo. Hasta las más eruditas resistencias cedían a la consideración de que Raymon se enamoraba como un loco cuando se implicaba. En este mundo, un hombre capaz de realizar locuras de amor es un raro prodigio que las mujeres jamás desprecian.

Ignoro cómo lo logró, pero al acompañar a la señora de Carvajal y a la señora Delmare hasta su carruaje, consiguió llevar la pequeña mano de Indiana hasta sus labios. Jamás el beso furtivo y devorador de un hombre había rozado los dedos de aquella mujer, a pesar de haber nacido bajo un clima de fuego y tener diecinueve años; los diecinueve años de la isla de Bourbon que equivalen a los veinticinco años de nuestro país.

Sufridora y nerviosa como era, a punto estuvo aquel beso de arrancarle un grito, y fue preciso ayudarla a subir al carruaje. Jamás tal delicadeza de constitución había conmovido a Raymon. Noun, la criolla, gozaba de una salud de hierro, y las parisinas no solían desmayarse cuando les besaban la mano.

«Si vuelvo a verla», pensó mientras se alejaba, «perderé la cabeza».

Al día siguiente había olvidado completamente a Noun; todo lo que recordaba de ella era que pertenecía a la señora Delmare. La pálida Indiana ocupaba todos sus pensamientos, colmaba todos sus sueños. Cuando Raymon sentía que comenzaba a enamorarse, se aturdía; no para ahogar la pasión naciente sino, por el contrario, para ahuyentar a su razón, que le conminaba a sopesar las consecuencias. Ardiendo en deseos, perseguía su objetivo con vehemencia. No era capaz de controlar la pasión que se desataba en su interior, del mismo modo que no era capaz de reavivarla cuando sentía que se disipaba y extinguía.

Ya el día después averiguó que el señor Delmare se hallaba en Bruselas, en viaje de negocios. Antes de su partida había confiado su esposa a la señora de Carvajal, por quien no sentía gran aprecio, pero era la única familiar de la señora Delmare. Él, soldado advenedizo, provenía de una sombría y humilde familia de la que parecía avergonzarse a fuerza de repetir que no se avergonzaba.

Pero, a pesar de pasarse la vida reprochando a su esposa un menosprecio que en modo alguno mostraba, juzgaba que no debía obligarla a relacionarse con aquellos parientes faltos de educación. Por otra parte, pese a su desapego de la señora de Carvajal, no podía obviar las diferencias que ahora procedemos a exponer.

La señora de Carvajal, nacida en el seno de una ilustre familia española, era una de esas mujeres que no pueden resignarse a no ser nadie. En los tiempos en que Napoleón regentaba Europa, ensalzó su gloria y tomó partido, junto a su esposo y su cuñado, por los josefinos[18]; pero, muerto su esposo durante la caída de la efímera dinastía del conquistador, el padre de Indiana se refugió en las colonias francesas. Entonces, la señora de Carvajal, activa y astuta, se retiró a París donde, con ciertas especulaciones de la bolsa que desconozco, amasó una nueva fortuna sobre las ruinas de su pasado esplendor. A fuerza de ingenio, intrigas e hipocresía, obtuvo —entre otros— los favores de la corte, y su casa —sin ser fastuosa— pasaba por ser una de las más honorables de entre las protegidas de la lista civil.

Cuando, tras la muerte de su padre, Indiana llegó a Francia desposada con el coronel Delmare, la señora de Carvajal no se vanaglorió precisamente de tan pésima alianza. No obstante, vio prosperar el escaso capital del señor Delmare, cuya actividad y buen instinto para los negocios bien valían una dote; adquirió para Indiana el pequeño castillo de Lagny y la fábrica que de él dependía. En dos años, gracias a los específicos conocimientos del señor Delmare y al adelanto de fondos de sir Rodolphe Brown, primo político de su esposa, los negocios del coronel tomaron un exitoso rumbo; comenzó a liquidar sus deudas, y la señora de Carvajal, a cuyos ojos la riqueza era la primera recomendación, prodigó un gran afecto por su sobrina prometiéndole el resto de su herencia. Indiana, sin pretensiones ambiciosas, colmaba a su tía de cuidados y atenciones por agradecimiento, jamás por interés; pero había tanto de uno como de otro en las consideraciones del coronel. Era un hombre de acero en cuestiones de sentimientos políticos, no atendía a razones sobre la inatacable gloria de su gran emperador y la defendía con la ciega obstinación de un niño de sesenta años. Debía armarse de paciencia para no explotar continuamente en el salón de la señora de Carvajal, donde solo se alababa la Restauración. Lo que el infeliz Delmare debía soportar por parte de cinco o seis fanáticas ancianas era indescriptible. Dichas contrariedades eran, en parte, la causa del mal humor que con frecuencia desplegaba contra su esposa.

Tras esta exposición, volvamos al señor de Ramière. Al cabo de tres días ya estaba al corriente de todos estos pormenores domésticos; había indagado muy activamente sobre todo aquello que pudiera abrirle una vía de aproximación a la familia Delmare. Sabía que, bajo la protección de la señora de Carvajal, gozaría de la oportunidad de ver a Indiana. La tarde del tercer día, se presentó en su casa.

No había en el salón más que cuatro o cinco extravagantes figuras, jugando al reversi[19] con gran solemnidad, y dos o tres jóvenes de alta alcurnia tan obtusos como a uno se le presume cuando lleva en la sangre dieciséis cuartos de nobleza. Indiana completaba con gran paciencia un fondo de tapicería sobre el telar de su tía. Reclinada sobre su labor, parecía absorta en aquella mecánica ocupación, agradecida, tal vez, por aquella vía de escape a la insulsa conversación de sus acompañantes. Ignoro si, oculta tras aquella larga y negra cabellera que pendía sobre las flores de su labor, repasaba mentalmente las emociones vividas durante aquel efímero instante que le abrió la puerta a una nueva vida, cuando el criado encargado de presentar a las visitas le advirtió que debía levantarse. Y así lo hizo, instintivamente —pues no había escuchado los nombres de los invitados—, cuando, apenas apartó los ojos de su bordado, una voz la sobresaltó cual corriente eléctrica y se vio obligada a apoyarse sobre la mesa de labor para no caer.

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